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«Después de Poe, Whitman, Emerson, Jack Johnson es el norteamericano más glorioso. Si se desata aquí alguna revolución, pelearé para llevarlo al trono de Rey de Estados Unidos» (Declaraciones de Cravan en el reportaje «Arthur Cravan vs. Jack Johnson», publicado en la revista The Soil, Nº 4, abril de 1917, pp. 161-162).
Poco después de abolida la esclavitud, en el sur de Estados Unidos aún existían los «battle royal»: con los ojos vendados, de cuatro a seis negros peleaban a ciegas entre sí en un cuadrilátero, y el último que quedara en pie era premiado con unas pocas monedas. Esos amargos triunfos forjaron a Jack Johnson, el primer campeón mundial negro de boxeo. Hijo de exesclavos, nació en Galveston, Texas, el 31 de marzo de 1878, se marchó de casa a los doce años y llegó, como polizón de trenes y vapores, a Nueva York, a vivir de estibador en los muelles, entre tipos irascibles y mayores que él de los que se defendió a golpes. Derrotó a Ed Martin en 1903 en combate por el título mundial de pesos pesados para boxeadores de color, y, aunque negros y blancos no disputaban títulos mundiales, el blanco Tommy Burns recogió el guante que insistía en arrojarle y en 1908 cayó ante él por knock out en una pelea que Jack London describió para un diario neoyorquino como la de «un coloso y un pigmeo». Muchos ansiaban que la «Gran Esperanza Blanca» apareciera y lo derrocara; muchos creyeron ver esa «Great White Hope» en James Jeffries, pero cuando también derribó a Jeffries en 1910 estallaron disturbios raciales y motines callejeros en todo el país. Y William Waring Cuney escribió «My Lord, What a Morning»:
«O my Lord
What a morning,
O my Lord,
What a feeling,
When Jack Johnson
Turned Jim Jeffries’
Snow-white face
to the ceiling»
Johnson peleaba con hombres blancos, Johnson derrotaba a hombres blancos, Johnson se había convertido en el campeón mundial al derrotar a un hombre blanco. Johnson tuvo una vida violenta y trágica y problemas con la Ley y boxeó para comer, luego de entrar y salir de la cárcel, hasta pasados los sesenta años; a los sesenta y ocho, el 10 de junio de 1946, la velocidad con que siempre lo conducía todo terminó con él en un accidente de tránsito.
El viernes se cumplieron setenta años de esa muerte. Pero treinta años antes, el domingo 23 de abril de 1916, en la mayoría de los círculos intelectuales de Barcelona el inevitable tema de conversación de la jornada –el tercer centenario de la muerte de Miguel de Cervantes– era eclipsado por el inminente combate de boxeo entre Jack Johnson y Arthur Cravan.
El verdadero nombre de Arthur Cravan era Fabian Avenarius Lloyd, nacido en Lausana, hijo del noble inglés Otho Holland Lloyd, sobrino de Oscar Wilde –cuya mujer, Constanza, era hermana de su padre– y nieto de Horace Lloyd, canciller de la reina. Estudió hasta los dieciséis años en su Suiza natal y luego viajó y se instaló en París como Arthur Cravan. Amante del deporte normado por ese mismo marqués de Queensberry que hizo la desgracia de su no menos amado tío Oscar, Cravan, musculoso, bien formado, de casi dos metros de altura, era socio del Club Pugilístico de París. En 1910 ganó el campeonato de boxeo para principiantes de su club y en el campeonato francés para aficionados y militares en la categoría de los semipesados, tras lo cual se presentó como Campeón de Francia por el resto de su vida. Solía organizar conferencias en diversos lugares de París, y era un polemista agresivo. Una vez anunció su suicidio, lo que atrajo a muchos asistentes; tras insultarlos por morbosos y voyeurs, les dio una charla sobre la entropía que los hizo huir a todos. En 1912 empezó a publicar la revista Maintenant, que vendía él mismo por las calles de París. En sus cinco números publicó, entre otras cosas, una crítica violenta del Salón de los Independientes que presagiaba el anticonformismo de dadá y que le valió, por maltratar a los artistas, ser condenado por un tribunal a ocho días de prisión. El último número de Maintenant trae el prosopoema «Poeta y boxeador», que es como solía presentarse, pese a que sus poemas, pocos y algo flojos, me temo, serían insuficientes para justificar el título de poeta si no fuese porque en nuestro mundo es habitual llevarlo con menos motivo aún. En 1915 es profesor de boxeo en el Club Marítimo de Barcelona, ciudad donde, en abril de 1916, pelea, en la plaza de toros Monumental, con una bolsa de cincuenta mil pesetas para el ganador, contra Jack Johnson, el Gigante de Galveston, el primer campeón mundial negro de boxeo, ya en declive. La prensa llamó «formidable atleta de raza blanca» al escritor, pero Johnson jugó con él, que recibió una notable paliza, para, por fin, con un directo de derecha seguido de un gancho de izquierda, tumbarlo por knock out en el sexto asalto. Lo que Cravan, sin embargo, quería con este combate era ganar dinero para ir a América, lo ganó y meses después se embarcó en Sevilla, en el trasatlántico Montserrat, rumbo a Nueva York, donde Picabia y Duchamp lo esperaban y donde se enamoró de Mina Loy, pintora y poeta. Se disfrazó de soldado para no ser soldado –Estados Unidos empezaba a movilizar a los extranjeros para la Gran Guerra– y huyó a Canadá pensando volver a Nueva York con los papeles en orden, pero algo en el camino lo llevó a México, donde lo alcanzó Mina en 1918 para casarse con él, que estaba dando clases de boxeo y de arte egipcio en la Academia Atlética. En la miseria, con Mina embarazada, deciden que ella tome un barco hospital y lo espere en Buenos Aires. Cravan nunca llegó. Unos creen que se ahogó al tratar de cruzar el Golfo de Méjico; otros, que fue asesinado por error en la revuelta revolucionaria, y hubo rumores de su supervivencia en las circunstancias y lugares más extravagantes durante años. Su hija nació en Inglaterra cuando él ya había desaparecido sin dejar rastro. Tal fue Cravan, que, mientras otros entintaban páginas, se proclamó ladrón de joyas, embustero, desertor, polizonte, polemista, bailarín, director, canillita y único redactor, con varios seudónimos, de una revista de cinco números, dandi, profesor de educación física, marino, encantador de serpientes, ladrón de hoteles, especialista en arte egipcio, buscador de oro, poeta y boxeador.
Cuando peleó con Cravan, Jack Johnson, que vivía bajo constantes amenazas del Ku Klux Klan y era odiado en todo su país, estaba prófugo, en el destierro. En varias iglesias se incitaba a lincharlo, y la prensa no se quedaba atrás. Le habían dado un año de cárcel por violar la Ley Mann al cruzar la frontera de un estado «con fines inmorales» con una mujer. Había huido. Esos fueron los años de sus peleas en España, tres en Madrid y una en Barcelona. Volvió a Estados Unidos en 1920, lo metieron en la prisión de Leavensworth, Kansas, salió en 1921 y siguió peleando para subsistir, como dije antes, toda su vida... hasta que el 10 de junio de 1946, en un restaurante de Raleigh, Carolina del Norte, se negaron a atenderlo. Furioso, se marchó en su coche y unos minutos después estaba muerto. Mucho tiempo atrás, en ese otro viaje en coche, ya lejano, que le había valido la cárcel por cruzar la frontera con una mujer, esa mujer era su esposa, Lucille Cameron, la segunda, tan blanca como la primera, Etta Duryea. Le gustaban las mujeres blancas, y él a ellas. Este artículo solo es otra prueba.
Maintenant fue traducida al español por la editorial Caja Negra en una edición facsimilar que incluye testimonios sobre Cravan, como un fragmento del diario de Trotsky en el que el ruso narra su viaje en barco a Nueva York, por azar compartido con el boxeador-poeta, y apuntes sueltos del propio Cravan en la sección «Notas»: «Que venga aquel que diga que se parece a mí, que le escupo en la jeta»; «Lo desprecio: no ha subido de peso en diez años». Su ópera omnia (editada en Francia por Éditions Ivrea en el 2009) incluye unos poemas tempranos, los cinco números de Maintenant, «ejercicios poéticos», notas sueltas, cartas, testimonios y crónicas de boxeo. Poco, me dirán. En efecto; lo que deslumbra y admira en Cravan, más que su obra, es el catálogo de insensateces que fue su vida. No sé si cabe atribuirlo a su época: ni siquiera sé si fue un vanguardista; veo algo atemporal en su sed imprecisa. Lo creo más bien un vagabundo desesperado, un personaje fuera de tiempo y de lugar en cualquier tiempo y en cualquier lugar, incómodo incluso, apostaría, con Duchamp y Picabia (que luego de su estancia neoyorquina lo odiaban), e incapaz, sin embargo, de encontrar su lugar en otra parte. Solo a gusto, quizá, cuando corría por la mañana antes de subir a entrenarse al cuadrilátero. Más que un literato, es una especie de motor alucinado, un personaje extrapolado que en realidad participa de otro plano del ser, un principio vital que podría incluso no producir obra literaria alguna en toda su vida, pero sin cuya vida la literatura lo perdería todo.
montserrat.alvarez@abc.com.py