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«La ironía es un consuelo del que ya puede prescindir quien es tratado como un dios», anotó Philip Roth en una de sus novelas mejor vendidas, Pastoral Americana, ganadora del Premio Pulitzer en 1998. Muerto el martes a los 85 años en Manhattan, la ínsula más consagratoria a la que pueden aspirar como morada final los literatos norteamericanos, rodeado de gloria, de honores, y de cumplidos de editores y colegas, había llegado a ser, según autoridades de prestigio nacionales (como el neoyorquino The New Yorker) o extranjeras (como el milanés Il Corriere della Sera), «el escritor contemporáneo más influyente». Había que entender, si no el mejor, el más universal.
De Madrid a Tegucigalpa, y de Nueva Delhi a Nueva Zelandia, toda ironía estuvo por cierto, y por entero, ausente en los obituarios de un Philip Roth casi divinizado, ya que no literalmente inmortal. El tono de obituarios, de columnas de críticos o historiadores de la literatura, de memorias solicitadas a personas que lo conocieron en persona (aunque fuera un rato nomás, o que lo conocieran «personalmente pero sólo por sus libros», como otro novelista nacional norteamericano, Richard Ford) fue la celebración unánime –más que genuina lamentación, hay que decirlo– ante la muerte de quien dejó firmadas casi tres decenas de novelas y casi una decena de libros de relatos más breves.
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Todos los registros del desarrollo profesional de Roth, tanto en las necrológicas de estos días como en las solapas y contratapas de los últimos veinte años, describen la misma parábola del buen éxito ascendente. Nacido en Newark, estado de Nueva Jersey, del otro lado (del no tan buen lado) de Nueva York (que es como nacer en San Lorenzo respecto a Asunción o en Avellaneda respecto a Buenos Aires o en Pando respecto a Montevideo). Hijo de familia judía pequebú. Desde los grandes esfuerzos, aunque a veces menos ingentes resultados, de sus primeros libros (como los de la mano que masturba frenética al neurótico protagonista en El lamento de Portnoy, la novela más famosa de esta primera manera), Roth cantó, nos informan, los tipos humanos, las leyendas, los rumores, los esplendores y miserias de la condición hebrea en Estados Unidos. Una mirada única, o más bien un modelo inalcanzable para sus epígonos, ante todo en la probada capacidad de Roth para cruzar definitivamente a Nueva York y llegar a ser el más mainstream de los escritores mainstream.
El comienzo es en 1959, cuando, a los 26 años, publica Goodbye, Columbus, una novela corta seguida por cinco relatos. La historia que da su título al libro sirve para reflexionar sobre los que serán sus temas recurrentes: el amor y las relaciones sexuales entre personas de sexos diferentes, la religión, la superstición y la hipocresía.
Diez años después, con El lamento de Portnoy le llegó a Roth la fortuna del primer gran best-seller. Un superventas que todavía, acaso, sin embargo no fuera plenamente literario. Era una historia cómica de ribetes trágicos y un relato más explícito y grotesco que propiamente humorístico de la conquista del placer. Placeres sexuales generalmente solitarios, pero incluso estos, se sabe, no a todos los hombres premian en tiempo y forma con las eyaculaciones buscadas. El virginal cuasi-adolescente Holden Caulfield, que le hablaba a su psiquiatra a lo largo de El cazador oculto (1951) sobre un mundo que encontraba phoney («trucho», «careta»), es remplazado por un treintañero judío, un onanista atlético (al menos en la práctica cotidiana de sus manos), que le habla a su psicoanalista, interlocutor silente hasta la última página.
Dos novelas judías cuyo texto es una única voz, continua, masculina, dirigida a un terapeuta de cuya terapia nada sabemos ni sabremos los lectores. Pero la de J. D. Salinger había sido recibida de inmediato como un triunfo literario. El éxito de Roth, en cambio, por aquellos años, poco y nada se parece al murmullo del coro que ha recibido su muerte. Era un escritor cómico, costumbrista, adecuado al hedonismo del boom económico de la década de 1960, con sexo, drogas y rock-n-roll, aunque siempre menos de cuanto desearan los protagonistas desgraciados de sus libros: la historia de losers, inadaptados, antes que la de una sociedad que no tuviera –porque entonces lo tenía– lugar para todos. El sueño americano estaba lejos de ser presentado como pesadilla en los años de Eisenhower, Kennedy, Johnson, Reagan o Clinton. Faltaba para que llegara la corrección política que tendría su agosto del regocijo cultural con los Bush padre e hijo y ahora con Trump.
Roth murió, refieren no sin pietas los obituarios, enviando mensajes de adhesión a las campañas del #metoo. Pero El lamento de Portnoy, y algunas de las novelas que siguieron, siguen obsesionadas con una masculinidad misógina, egocéntrica. El autor puede decir, y nosotros creer, que toma distancia de sus personajes y narradores. Es muy cierto. Pero entonces toda la comicidad habría fracasado. Portnoy es un pobre tipo y un judío pobre, es un Harvey Weinstein sin dinero que no puede ni siquiera intentar con éxito abusar de ninguna mujer, y si llegara a la situación violatoria o abusiva, el estupro fracasaría, porque fracasaría la erección en aquellos tiempos sin viagra. Es burda, es de slapstick, de gag físico, pero ése es el chiste de estos libros.
De algún modo, el avance de la carrera de Roth se parece al de Woody Allen. Este realizador progresó desde filmes que eran comedias judías de trazo grueso hacia tersos productos minimalistas, con cinematografía por el fotógrafo de Bergman, importado ad-hoc por el director judío (Sven Nykvist, que consiguió que California luciera tan fría como Suecia), o con banda sonora de Érik Satie (las Gymnopédies hacían que todo un film pareciera la publicidad de alguna marca de comida congelada fina y francesa). Poco a poco, Allen y Roth abandonaron la comicidad, el humor, se fueron haciendo más y más oscuros, en blanco y negro, menos americanos, más europeos. Más negros, más desesperados, menos neuróticos y psicoanalíticos, más angustiados y existenciales y (en el caso de Roth) más diversos y universitarios.
Es una ironía trágica, que Roth al final no supo cómo rehuir, que haya muerto en el año en que la Academia Sueca anunció que no entregará Premio Nobel de Literatura, la distinción que siempre anheló en su proceso de adelgazamiento y refinamiento (menos Coca-Cola y Burgers, más comida étnica), en su conversión en un Dostoyevski o Kafka templado al gusto y paladar del entresiglos XX-XXI, cada vez menos humorístico judío de barrio, cada vez más trágico judío de Holocausto. Allen y Roth repudiaron una carrera, o una idea de carrera, a la que otros narradores judíos, como el admirable Bernard Malamud, uno de los mayores novelistas norteamericanos del siglo XX, guardaron una fidelidad y lealtad crecientes. Pero Roth nunca llegó a ser Saul Bellow, aunque consiguió, para los lectores que celebran su muerte y olvidaron ya al Premio Nobel de 1976, opacar su fama póstuma. Hasta en sus últimos libros, Roth es más fácil de leer que El planeta de Mr. Sammler (1970) o aun que Ravelstein (2000). Los que se asombraban del Nobel que premió a Bob Dylan, deben reconocer que al menos el cantautor judío Robert Allen Zimmerman cantaba sus propias canciones. Roth dejó de cantar las propias, que, no sin razones, encontró vulgares, e hizo una carrera en el karaoke de la gran literatura.