Peter Hook en Kilkenny: oficio de difuntos

Jueves. Cruzo la avenida España, subo por Malutín, me acredito en el umbral: Peter Hook DJ Set. Kilkenny presenta al bajista de la abrupta tormenta hirviente de relámpagos que fue Joy Division y de la mítica formación posterior New Order.

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Que un bajista se meta a DJ, ¿significa algo?, pienso –mientras busco un improbable lugar aislado en el pub– fuera de toda consideración de estrategias comerciales y apetitos trendy. Una fatigada y solidaria camarera me ayuda a encontrar lo que busco. Un bajista, pienso mientras trepo a la silla traída de la barra a mi excelente –insociable pero cercano al show– rincón, no juega con los sonidos de su tiempo: los produce, genera la materia sobre la que el sampleo del DJ podrá reflexionar. Le pido a la camarera una cerveza, dejo de momento por confirmar la hipótesis del tránsito de Hook a alguna forma de metalenguaje y me pongo my sunglasses at night para marcar territorio (subtexto: no te veo, de modo que no soy una persona amistosa y no quiero compañía).

En una hacinada mesa, cerca de mi insular banco, está R; cuando los teloneros entran poco rato después, R y yo nos acercamos cada tanto para criticar pifiadas de sus covers y luego, tras ese acre desahogo verbal, volvemos a nuestros lugares.

Dicho esto, tengo que añadir que, aunque la voz que en Curtis era extática, misteriosa, distante, sonaba aquí hueca y rutinaria, como la de quien recita una lección, y aunque lo que hicieron con «Tear Us Apart» figurará en el Código Penal de mi Imperio cuando yo haya logrado conquistar el mundo, La fama de Lucy funcionó en dos o tres casos, como «Don’t Walk Away», decentemente.

Aun así, por su instinto, gregario la gente disfruta tanto de compartir emociones (lo que, en términos artísticos, en realidad, es aberrante) y de «sentirse parte de lo mismo», que, en su feliz e «inocente» complicidad (las comillas en «inocente» son porque tal complicidad, musicalmente, con frecuencia es tan siniestra como la complicidad que se forma en torno a un crimen), no es raro que tienda a celebrar más… ¿qué temas? Pues precisamente los que suenan peor, y ese mecanismo simbiótico entre los intérpretes y su pavloviano público volvió, en algún momento de la noche, imposible tomarse aquello en serio.

¿Y por qué había que tomarse aquello en serio? Bueno, agudo lector, sagaz lectora, porque el problema es que «aquello» incluía un repertorio tomado de Joy Division.

Hay una pausa. Entre los copiosos pedidos simultáneos del rollo, mi siguiente cerveza tarda eones en llegar. Un amable desconocido de anteojos me dice –detalle singular que recién recuerdo ahora– que tengo el tipo de Patti Smith, o algo por el estilo. Otro me pregunta si no me molestaría revelar qué estoy escribiendo. Salgo a fumar a la vereda. Vuelvo. Y llega Peter Hook, «Hookie». El sobreviviente. Esperemos que a reivindicar al muerto. O eso es, por lo menos, lo que espero yo.

Antes de pasar a la evidentemente anhelada y previsible escena de la música mezclada para agitarse sin pausa durante horas técnicamente impecables por Hook el titiritero, este viejo de Lancashire hizo algo horrible. Algo horrible que duró como cuarenta minutos, si no más. Horrible en el mejor y más escalofriante sentido de la palabra. Al entrar, al apropiarse de la mesa y los controles, trajo las voces distorsionadas del ausente, del gran y notorio Ausente, y otras voces que iban subiendo hasta pasar al primer plano y que eran balbuceos de sílabas reiteradas sin ningún sentido articulado que pueda llamarse «humano»: se inferían la lengua laxa, la mandíbula colgante, dislocada, la mirada perdida, vacía, impensante, esa vecindad de lo inerte que nuestra cultura asocia a la figura del zombie, a su precaria corporeidad de muerto no muerto, de outsider absoluto e irremediable; y luego se sobreponían a esto unos incongruentemente armoniosos y «celestiales» acordes de piano, ese sonido sin tiempo de lo «clásico», inmensamente tristes y dulcísimos, que luego se combinaban con las palabras de Curtis pero pronunciadas por una voz femenina trillada, falsa, impersonal, ridícula, de fly hostess, como si al no estar ya vivo pudiera decir esas palabras, hablar, ya desde todos, o, más bien, desde cualquiera; luego, inconfundible, volvía la voz del Muerto, imposiblemente hermosa.

No era una fiesta ni un show, y no sé si alguien más lo entendió: era un Oficio de Difuntos. Y Hook, grave (no como estuvo después, más simpático, más cercano a los asistentes, en su función «profana» de DJ stricto sensu), lejano, absorto, casi triste, era el sobreviviente y el doliente y también el sacerdote que oficiaba. La Muerte se palpaba en balbuceos de zombie y en celestiales voces que ululaban espectrales y angélicas, descarnadas, incorpóreas; todos los símbolos posibles y universales de la profunda pena y la desolación y el terror de la Muerte, hechos materia sonora, estaban allí, bellísimos.

Se encendieron luces rojas que evocaban claramente las psicóticas alegrías del infierno, y Hook mezcló audacia y técnica, además de alegría y tristeza, en un ritmo irresistible, en una póstuma celebración de lo perdido, con toques de la vieja pólvora punk y de la intensidad postpunk del Muerto en su voz, ahora ralentizada pero, gracias al buen trabajo técnico, con sus mejores cualidades sonoras intactas.

Y fue como si lo trajera a él de vuelta, muerto pero inmortal, como si hubiera sampleado a su fantasma para que volviera a perder el control y a hechizarlo como una vez lo hizo en otra época y como si ahora el epiléptico estuviera en el pub, en todos sus rincones, sea en la luz oscilante, sea en las sombras, intempestivo, ubicuo, agitándose con frenesí diabólico, bailando, esta vez ya para siempre.

Esa fue la parte del metalenguaje y también la parte de la reivindicación: las dos dudas planteadas antes fueron resueltas. El tiempo y la muerte, y la eterna alegría de la noche.

Por supuesto, la fiesta continuó mucho después de que Ian Curtis dejara el lugar, temo que, inevitablemente, un tanto hastiado, y para la inmensa mayoría, si no para la totalidad del público de Kilkenny, lo que fue en verdad la mejor parte, la parte hermosa de la noche, la única que propiamente cabe relacionar con la palabra «arte», no «cerró» ni «entró» del todo, y sospecho (apostaría plata a que es así) que dirán que «Hookie al principio estuvo medio lento», y que lo habrán perdonado porque después los hizo divertirse hasta el día siguiente y porque es un tipazo y tiene toda la onda y se mataron de risa y etcétera. Y está bien, Hook nunca fue un raro como Ian Curtis, y, la verdad, parece un tipo bastante sociable y muy normal, lo que no tiene nada de malo, en principio (o puede que sí, pero esas son extrañas tesis mías que comentaré algún día, en otro momento, quizá). Además, él hace dinero con esto, de modo que es su trabajo y es correcto que dé a la gente lo que espera por lo que gasta, o sería un estafador; sin contar con que, fuera de eso, creo que lo disfruta. Pero eso no me interesa; es cosa suya y, sobre todo, no fue eso lo importante. Ni siquiera, en el fondo, para él. Por eso acepto como satisfactorio ese hermético gesto de respeto que nadie allí entendió, su tributo macabro del comienzo: porque una vez, hace más de treinta años, a este tipo se le cruzó de pronto, muy brevemente, por el camino, un genio. Y, lo haya entendido o no, nunca pudo olvidarlo. Por esta vez, me basta eso para, antes de marcharme yo también de allí, alzar el pulgar en secreto.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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