Pensar peligrosamente: a propósito de Marx

En Tréveris, en el valle del Mosela, nació hace dos siglos uno de los pensadores más importantes de todos los tiempos, Karl Marx. Este es el año de su Bicentenario.

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«Radical: del latín tardío radicalis, y este del latín radix, radicis, raíz. (1) Perteneciente o relativo a la raíz. (2) Fundamental o esencial. (3) Total o completo (“cambio radical”)». (Diccionario de la Real Academia Española)

«De las plantas me gusta la raíz, y no la flor». César Vallejo

Porque su análisis del desarrollo histórico se dirigió siempre a la raíz oculta bajo la maleza ideológica, como diría en 1883 ante su tumba su amigo y colaborador Engels, el fantasma de Marx, parafraseando las palabras que con vibrante ruido de bronce abren el Manifiesto Comunista, recorre el mundo. Y qué Manifiesto este, qué ataque y qué canto épico a las hazañas de una clase, a su irrefrenable paso por la historia, transformándola, impulsada por la fuerza de su propio desarrollo, y qué gótico cuento de terror sobre cómo su lado siniestro engendra a sus propios sepultureros, esos que «no tienen nada que perder salvo sus cadenas», esos que veremos en El Capital despojados de los bosques y los prados comunales, empujados a las ciudades, mutados en proletarios, perdidos y ciegos cual personajes de una novela de Zola, parteros por ello mismo del porvenir, si se atreven.

Los términos, los conceptos, las herramientas con las que pensamos y vemos el mundo y, por ende, el mundo que vemos, esto es, el mundo a secas, no serían lo que son sin Marx. Aun en el sentido más literal, más óptico, mucho de lo que vemos –o intentamos no ver– a diario sería invisible sin Marx. Todos nosotros somos lo que somos, para bien o para mal, por Marx. Tanto si uno se considera marxista como si no, tanto si ha leído a Marx como si no, después de Marx el mundo es marxista, en el mismo sentido en el que después de Freud es freudiano, después de Kant, kantiano, o después de Baudelaire, bodeleriano. Sus ideas lo animan todo, desde las series que vemos hasta los discursos que nos mienten, la publicidad que nos roba y las canciones que nos gustan. Incluso los enemigos de Marx están en deuda con Marx. Hay pensadores, y Marx es uno, que no solo interpretan el mundo con sus ideas, sino que lo transforman.

<b>Pensar peligrosamente</b>

Lo último fue una paráfrasis de la famosa undécima tesis sobre Feuerbarch –«Los filósofos no han hecho más que interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo»– que, leída como desvalorización de la actividad teórica, suele citarse para acusar de incoherencia a Marx por dedicarse ante todo a pensar y escribir. Se trata de una simplificación extrema. Por un lado, «pensar» es un verbo, y, por ende, es pura acción, igual que escribir, igual que publicar, acciones todas con sus propios riesgos y, a veces, con efectos muy reales. Lo que ocurre es que la praxis, la actividad práctica, para la tradición filosófica clásica está dirigida por el pensamiento, por la actividad teórica, mientras que para Marx, por el contrario, esta última está determinada por las condiciones materiales de la vida social. Por ejemplo, Aristóteles consideraba que la filosofía nace de la contemplación desinteresada, fruto del tiempo libre; en un análisis marxista exprés, tal teoría estaría determinada por la asociación establecida por el Estagirita, hijo de una sociedad esclavista (en la cual sería muy difícil imaginar un esclavo filósofo) entre su actividad –la filosofía– y su clase social: el modo de producción, se reflejaría, así, en las ideas de la época en general, y en las de Aristóteles en particular.

Es un ejemplo muy burdo, pero sirve para conducirnos a otra simplificación frecuente al leer a Marx, y que se relaciona con esta. Si muchos –quizá por desconocimiento de la tradición con la que Marx (que, al fin y al cabo, estudió filosofía) dialoga– creen que la undécima tesis sobre Feuerbach descalifica el trabajo intelectual, muchos también creen que para el análisis marxista las ideas de una época son como la espuma de la cerveza, un epifenómeno agradable, aunque superfluo, de la sustancia esencial, que sería la estructura económica. Pero si el determinismo económico fuera tan absoluto, no quedaría sino entregarse al curso fatal de sus mecanismos, y resultaría tan contradictorio como paradójico que Marx escribiera textos acerca de la inutilidad de escribirlos, y que los publicara dada la inutilidad de publicarlos. Lejos de la incoherencia que se le achaca por haber volcado su existencia entera y toda su enorme capacidad de trabajo a interpretar el mundo como actividad fundamental de su vida, Marx confirma con ello que esa actividad encierra para él la capacidad de transformarlo, y si algo se le debe a Marx no es el descrédito del pensamiento, sino la medida real de su importancia y de su peligro.

<b>La raíz, y no la flor</b>

Explica Engels en sus cartas que las ideas –políticas, éticas, jurídicas, religiosas, filosóficas, estéticas, etcétera– descansan en la base económica, pero que a su vez la afectan. Reflejo de los acontecimientos, pues, la ideología puede también ser su causa, y si la filosofía es para Marx capaz no solo de interpretar sino de cambiar el mundo eso se debe –creemos– a que atravesar la superficie –la maleza ideológica– para llegar a la raíz y pensar de forma radical, esto es, transformadora, es tarea filosófica. Más allá de los naturales cambios a lo largo de su vida en el desarrollo de su obra, desde el inicio hasta el final Marx fue radical, fue a la raíz. En algunos artículos de la década de 1840 para la Gaceta Renana habla del caso del «robo» de leña cometido por frío y condenado por Ley. Ley hecha a medida de los propietarios que le permitió analizar cómo se relacionan aparato jurídico, poder político y propiedad privada y cómo la Ley refleja la base económica de la sociedad que regula y preserva en los hechos la desigualdad mientras garantiza la igualdad en los papeles, y hallar en las leyes renanas que defendían la propiedad «sacrificando al pobre» a la Justicia el camino hacia el análisis de las incoherencias del Estado moderno, que pretende representar la res pública mientras defiende el interés privado.

Como organización económica y política basada en la propiedad privada de los medios de producción, el capitalismo divide la sociedad en propietarios y no propietarios; al segundo grupo pertenecemos la mayoría y por eso hemos de pasar por un mercado de trabajo para acceder a medios de subsistencia y producción. En la democracia moderna, todos somos jurídicamente libres (no somos, y en otras sociedades podríamos haberlo sido, siervos de la gleba, esclavos, etcétera) de firmar un contrato, o de trabajar sin contrato, o en la maquila, o para un proxeneta, o de volvernos ricos dejando de fumar, etcétera; los del segundo grupo, la mayoría, estamos además «cien por ciento libres» de lo necesario para hacer uso de nuestra libertad, libres de medios de subsistencia y producción, libres de lo que podría liberarnos de entrar en el mercado de trabajo libre, como somos jurídicamente libres de hacer. A la raíz oculta detrás de la maleza de los discursos oficiales, de la bruma de las ideas hegemónicas, de la hojarasca de la ideología apunta el pensador radical, el pensador peligroso.

<b>Lazos multicolores</b>

En tiempos de Marx, una cultura antigua, que en Europa ya no existe, que en otras partes del mundo está hoy acorralada por fuerzas e intereses en expansión, estaba desapareciendo. Marx, Engels y otros pensadores del siglo XIX predijeron la extinción del campesinado por la rentabilidad de la agricultura capitalista y el desarrollo industrial. La tierra daba hasta no hacía mucho al campesino posibilidades de supervivencia que estaba perdiendo. Como si se tratara de testimonios póstumos, en sus cuadros Millet pinta la poda, la siega, la siembra, la dura vida del campo, vida cruel pero que supo ver que sería sacrificada a la miseria de los suburbios y al mercado producto de la industrialización. Y de los campesinos que pintó al fin osaron decir los peores cuanto ni siquiera ellos habían dicho de los campesinos reales que aún trabajaban la tierra o que, ya desarraigados, llegaban a las ciudades: «son cretinos», «son animales», «están degenerados». Millet dedicó su vida a dar a este tema central de su obra dignidad y permanencia. Marx y Engels, por su parte, escribieron en el Manifiesto Comunista que su época había roto los idílicos lazos patriarcales –los lazos «multicolores»– que unían al hombre feudal con sus superiores para dejar por todo vínculo entre hombre y hombre el pago al contado, que había hecho de la dignidad personal un valor de cambio, que había sustituido todas las libertades por la libertad de comercio y que había trocado la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas en explotación desfachatada y sin velos.

<b>No solo aprender</b>

Marx dialoga con muchas tradiciones. Las definiciones de libertad, igualdad, etcétera, y la naturaleza de la ley son temas caros a la filosofía desde la Antigüedad, y ya en la República Trasímaco define la Justicia como la conveniencia del más fuerte, que varía en cada polis según quién tenga el poder, lo que prefigura el análisis marxista del modo de organización social como sistema económico que genera una configuración ética con sus propios valores y definiciones. Por más que en el diálogo platónico Sócrates –el héroe de la saga, a fin de cuentas– lo derrote, la voz del sofista resuena en la de Marx. No estamos en nuestro tiempo como un vaso en una mesa, sino que somos ese tiempo, la subjetividad que, con sus configuraciones ideológicas y las relaciones de poder en él establecidas, ese tiempo forja. Por eso podemos tomar por justicia lo que no es sino la conveniencia del más fuerte. O por inevitable lo que podría ser diferente. Y esta es, desde Trasímaco de Calcedonia hasta Marx y hasta nosotros, la lección primera de la filosofía como praxis revolucionaria. A las instituciones e ideas que nos hacen creer que las palabras y las cosas coinciden siempre se opone la filosofía transformadora que Marx prolonga y reivindica. Observar lo que tu tiempo cree es filosofía. Dudar, pensarlo, buscar qué oculta, repensarlo, entenderlo al fin, ir a la raíz y, si es necesario, ponerte de pie y patear el tablero, también es filosofía.

<b>Engendrar el futuro</b>

«Reducid los gastos de fabricación de los sombreros y su precio terminará por descender hasta su nuevo precio natural aunque la demanda se doble, se triplique o se cuadruplique. Reducid los gastos de mantenimiento de los hombres bajando el precio natural de la ropa y del alimento que sirven para mantenerlos con vida y veréis que los salarios terminan por bajar aunque la demanda de brazos haya podido crecer considerablemente», cita Marx al economista inglés Ricardo, y comenta que «ciertamente, el lenguaje de Ricardo no puede ser más cínico. Poner al mismo nivel los gastos de fabricación de los sombreros y los gastos de sostenimiento de los hombres es convertir al hombre en sombrero. Pero no alborotemos hablando de cinismo». Este Marx de la Miseria de la Filosofía, con su estupendo y despiadado humor (tan duro en este caso con Proudhon y su Filosofía de la Miseria), por honesto, porque no busca agradar, tiene lo que necesita un filósofo. El Manifiesto Comunista es una lección de vigor y elocuencia, pero cómo no admirar a ese Marx negro y satírico que desdeña los sentimentalismos y nunca se rebaja a hacer exhibiciones de bondad o altruismo. En el ámbito de la militancia política, presto a aplaudir ideas simples y balar consignas a coro, debió ser una lucha feroz reclamar un espacio para el pensamiento digno de tal nombre, y estamos en deuda con Marx por eso. Y también por haber demostrado la vida indómita de los conceptos, insondables a veces cual deidades arcaicas, la pasión acerada de la lógica, la violenta poesía de las largas oraciones compuestas, el bramido subterráneo que alimenta las edificaciones teóricamente más complejas.

Y por mucho más, pero basta. Es imposible dar cuenta en un artículo de todas esas deudas, de todos los Marx que es Marx. Baste para terminar decir que, aunque se suele inferir de su condición de hijo de su tiempo que su análisis está limitado a este –lo que no se plantea, por cierto, a los lectores de Spinoza, de Kant, etcétera–, por desgracia Marx no es obsoleto. Pensar las relaciones entre democracia y mercado, el fetichismo de la mercancía, el núcleo autodestructivo del crecimiento del capitalismo, etcétera, es hoy aún más urgente que en el siglo XIX, que ya lo era. Hay desarrollos económicos y sociales, se suele decir también, no previstos en la obra de Marx. Por supuesto: no es una doctrina, sino un método. Hacer de tocarlos un anatema mantiene vivos los credos de los catequistas... y asesina las ideas de los filósofos. Contra esto también, entre otras cosas, reacciona la undécima tesis sobre Feuerbach que citábamos al comienzo: frente a una tradición clásica que prestaba carácter eterno e inmutable a las verdades filosóficas, el pensamiento como acción engendra futuro. Filosofía no solo es creer, sino descreer; no es solo aprender, sino desaprender; no es solo acatar, sino desobedecer. Cada sociedad es un complejo de cambios incesantes de toda índole, y lo que cree inevitable y cierto, natural y eterno, ya encierra en sí su opuesto, lo Posible, que es todo un universo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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