Partir al exilio

«Imagínese usted, tener que dejarlo todo, tener que partir para siempre, y encima tener que partir, un romano como Ovidio, a un lugar salvaje del norte, a una aldea absurda, a orillas del Danubio. Pero esa terrible desgracia nos ha dado las Epístolas desde el Ponto...» (Carlos Villagra Marsal, conversando una tarde sobre Ovidio, el exilio y otros temas)

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Abogado, catedrático y diplomático, poeta, narrador, ensayista y periodista, Carlos Villagra Marsal, nacido en Asunción el 30 de octubre de 1932 y uno de los principales nombres de la Generación del 50, aquella generación que, durante la posguerra civil de 1947, se formó en la Academia Universitaria, ha muerto el jueves. Entre las obras que deja están El júbilo difícil, Papeles de última altura y Mancuello y la perdiz.

EL SINIESTRO PANTALEÓN MANCUELLO

La obra mayor, o al menos la más osada e influyente, que deja don Carlos Villagra Marsal probablemente sea ese singular relato, o, más exactamente, «compuesto» –como se llama a este tipo de narración en verso, por lo general, de autor anónimo y de transmisión oral, uno de los derivados del romance traído de España–, escrito en 1964, en Santiago de Chile, que se titula Mancuello y la perdiz y que en 1965, con el seudónimo de «Compuestero», le valió el Premio literario del diario La Tribuna, de Asunción.

Ese mismo año apareció la primera edición, con prólogo de Julio César Troche; la segunda salió de la imprenta, con cambios y correcciones, en 1991, dentro de la Biblioteca de Estudios Paraguayos de la Universidad Católica, con un prólogo de Rubén Bareiro Saguier y un epílogo de Ramiro Domínguez.

Según don Carlos, un anciano le contó en 1957, en algún paraje del departamento de San Pedro, la historia, que siete años más tarde él escribiría en guaraní y después traduciría al español, del insensato Pantaleón Mancuello, antihéroe trágico que, a fuer de tal, cae en esa fatal suerte de exceso que los griegos llamaban hybris al ganarle en una partida de truco, y con trampas, su dinero a la cruz de «Gringo kaigue», y que encuentra un rival tan temible como él en un arribeño que en realidad no es humano –es el arcángel «Grabiel»-.

FURIAS LEGENDARIAS

Es recordado el encendido y ya legendario debate que enfrentó a don Augusto Roa Bastos y a don Carlos Villagra Marsal en las páginas de los diarios Hoy y Última Hora a finales del año 1989. Si para Roa la literatura paraguaya no existía, en la medida en que la producción local no había logrado dar forma narrativa a ninguna «identidad nacional», para Villagra la tradición de la literatura paraguaya –y la de toda la literatura latinoamericana– existía en la medida en que era la propia tradición occidental –argumento que Roa rechazaba por ser a su criterio dicha tradición, en Latinoamérica, capital simbólico solo de las élites con acceso a cierta formación–, si bien con la salvedad de que, en el caso de Paraguay, la tradición oral en guaraní –y en este punto cabe recordar que la diglosia era para Roa el problema central de la narrativa paraguaya– no había sido, a juicio de don Carlos, bien aprovechada, realmente asimilada, incorporada creativamente a la literatura escrita por los autores nacionales. En esta medida, pienso que la nouvelle de don Carlos, Mancuello y la perdiz, relato oral en guaraní de un arriero transmitido bajo la forma de un «compuesto», podría interpretarse como el correlato práctico de la tesis que lo enfrentó a don Augusto en aquella memorable y furiosa polémica.

EL ESPAÑOL PARAGUAYO

Don Carlos explicaba que, al traducir su compuesto, había intentado llevar la sintaxis y las estructuras del guaraní al español, español que, de este modo, resultó un «español paraguayo», tan lleno de arcaísmos como de rasgos semánticos y sintácticos guaraníes. Precisamente, de la presencia del guaraní en el castellano de la segunda versión de Mancuello y la perdiz trata el prólogo de Rubén Bareiro Saguier (que señala que el sentido de los términos en guaraní se infiere con soltura del contexto, por lo cual todo glosario sería superfluo) a esa segunda edición, la de la Biblioteca de Estudios Paraguayos. «De esa manera», escribió en la introducción a la edición del 2005 de Mancuello y la perdiz (por El Lector) Helio Vera, Carlos Villagra Marsal «pudo llevar al texto las formas propias de este idioma e infundirle ese acento entre barroco y arcaico que le otorga su encanto».

«ESCRITOR DESDE ADENTRO»

Hablando de sus compañeros de generación, decía don Carlos hace un par de años que sus intereses eran vastos; tanto como, por ende, sus lecturas: «Claro que leíamos a Lorca –pero sin quedarnos en Lorca– y a Cernuda, y Altolaguirre y Machado, y a Éluard y a Pushkin, y a Sartre y Dos Passos, y a Garcilaso y Góngora. Leíamos mucho. Teníamos veinte años, pero ya sabíamos, porque desde el primer momento lo supimos, que detrás de todo gran escritor hay un gran lector». Recuerdo haberle replicado que tal vez habría que definir a un escritor por sus lecturas y no por sus publicaciones, ya que, a fin de cuentas, en el fondo, publicar es más fácil que leer, y recuerdo mi secreto y vanidoso placer al escucharlo reírse de tan buena gana de mi ocurrencia, pero sobre todo recuerdo un dato singular: mi tonto orgullo, que me hacía sentirme envanecida por parecerle ingeniosa, algo que apunto como indicio de cierto curioso y enigmático efecto de respeto involuntario que, a mi parecer, imponía don Carlos –sospecho que no solo a mí–, y que considero un fenómeno independiente del mérito y de un orden más bien irracional e instintivo.

MEMORABILIA

En fin, don Carlos rió, como decía, y después asintió, aquella tarde, añadiendo: «Nunca nos interesaron los signos exteriores que puedan rodear a un escritor –libros, premios, cargos, títulos...–, sino lo que lo define como escritor desde adentro».

Es una buena frase, ciertamente. Me parece que don Carlos era un hombre lo bastante culto y lo bastante agudo para resultar, supongo, un excelente contertulio, y me imagino que quienes hayan tenido el placer de tratarlo (yo lo traté muy poco, lamento decirlo) podrán citar más de una frase suya. Si las busco, incluso yo, que apenas lo conocí, encontraré unas cuantas. «Hay paradojas tan solo aparentes, pues, como usted sabe, las ideas políticas son bastante más complejas de lo que pretenden ciertas clasificaciones sumarias». Don Carlos solía introducir la cortesía en su discurso mediante fórmulas como esa, «como usted sabe». Viniendo de él, que imponía, como apunté ya, un involuntario respeto automático, tales fórmulas parecían aún más significativas, y doblemente magnánimas.

LA REVISTA ALCOR

Hablaba también don Carlos Villagra Marsal –y es oportuno recordarlo ahora, cuando para tantos ser «emergentes» supone ser mezquinos– de estar por encima de las pequeñeces que hacen a las diferentes generaciones literarias rivalizar por la notoriedad, e ilustraba esto con el caso de la revista que Julio César Troche y Rubén Bareiro Saguier fundaron en 1955: «Todos colaboraron en Alcor: los compañeros de generación, como yo mismo, desde luego, pero también los escritores más importantes de la generación precedente, la del 40, como Óscar Ferreiro, Josefina Plá o Augusto Roa Bastos, y los de la siguiente, la del 60, como Esteban Cabañas, Jacobo Rauskin o Guido Rodríguez Alcalá, entre otros. Suele suceder que los escritores son amigos del anteayer y enemigos del ayer; pero en nuestro caso no fue así. A tal punto no lo era, que Hérib Campos Cervera fue el maestro, el padre poético de todos nosotros, los escritores de la Generación del 50. Precisamente porque supimos desde el principio que detrás de todo gran escritor hay siempre un gran lector, el respeto por la obra ajena estorbó ese tipo de rivalidad».

LA ACADEMIA UNIVERSITARIA

«A la conquista del Paraguay por la cultura», era el aguerrido lema de la institución que en los lejanos días juveniles convocaba, junto con Ramiro Domínguez, Ricardo Mazó, José María Gómez Sanjurjo, Rubén Bareiro Saguier, Rodrigo Díaz Pérez o José Luis Appleyard, entre otros, a Carlos Villagra Marsal cada viernes para reunirse con un español de Zamora, el padre César Alonso de las Heras. El recordado «pa’i Alonso» («el maestro de más de una generación», como puntualizaba respetuosamente don Carlos, con su elegante cortesía y su grave voz), que «tuvo una ocurrencia genial: abrir la Academia Literaria del Colegio San José a estudiantes de otras instituciones y a jóvenes intelectuales con los mismos intereses, y formar la Academia Universitaria». De hecho, ni Rodrigo Díaz Pérez, ni Bareiro Saguier ni tampoco él mismo, apuntaba don Carlos, llegaron como alumnos del San José a la Academia, sino desde la Facultad de Filosofía.

PARTIR AL EXILIO

Si señalé que don Carlos tenía el noble hábito de introducir la cortesía en su discurso con giros del tipo «como usted sabe», «no olvide usted que», y otros similares, debo señalar también que, conversador perspicaz y elocuente, sabía dar en ocasiones, con cierto gesto, con cierta mirada, con cierto tono de voz, un tinte significativo y extrañamente personal a lo que, si viniera de una mente menos atenta, no serían sino meras fórmulas generales. Una de las contadas veces que conversamos, por ejemplo, me dijo, hablando del exilio, algo que –estoy segura de ello por la entonación, por la actitud, por el énfasis– no era dicho al pasar como un tópico vago, sino que me lo estaba diciendo muy concretamente a mí, y lo anoto como un indicio de otro rasgo característico y sutil de don Carlos, que es el refinamiento generoso que podía alcanzar a veces su cortesía:

«El exilio, como usted lo sabe muy bien, es uno de los castigos más terribles que se conocen en la civilización occidental. Lo es desde Grecia. Lo siguió siendo en Roma. No olvide usted que el momento más triste, el más amargo, en la vida de Publio Ovidio Nasón fue cuando supo que en un par de días tendría que marchar al destierro por orden irrevocable del emperador, Octavio Augusto, a una provincia romana distante, en Mesia, junto al mar Negro. Imagínese usted, tener que dejarlo todo, tener que partir para siempre, y encima tener que partir, un romano como Ovidio, a un lugar salvaje del norte, a una aldea absurda, a orillas del Danubio. Pero esa terrible desgracia que lo afectó nos ha dado algunos de los poemas más significativos de la cultura grecorromana, y me refiero a los versos de las Tristia en los que Ovidio relata cómo se despide de Roma, y a sus Epístolas desde el Ponto, por supuesto».

Y ahora que usted mismo, como me dijera de Ovidio aquella tarde, ha tenido que partir para siempre al exilio –al exilio final, al gran exilio–, gracias por dejarlo todo –sus palabras, su obra, su memoria– aquí, don Carlos.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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