Para qué sirven los filósofos

EL PADRE DE NUESTRO GREMIO filosófico, Sócrates, fue invitado a proponer un castigo que le pareciera adecuado para sancionar su atentado contra la political correctness de Atenas.

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Los tiempos cambian, como se puede ver en esta celebración en el    palacio del Gobierno de Navarra. Según he oído, el presidente Miguel    Sanz nos va a ofrecer —aunque solamente hoy, y no a diario— algo de    comer y beber. Pero antes me ha hecho entrega de esta preciosa    medalla, que me otorgan mis colegas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra, después de que me hubieran hecho   uno de los suyos al concederme hace años el doctorado honoris causa.   
  
¡Y todo esto en el palacio del Gobierno! ¿Qué ha cambiado a este   respecto en comparación con los tiempos de Sócrates? Un filósofo tiene   que hacer aquí examen de conciencia. ¿Acaso se ha vuelto políticamente   correcto en lugar de ser un correctivo? ¿Es posible que la sociedad   llegue a interesarse por la filosofía? Se trata aquí del interés por   plantear públicamente cuestiones cuyo ocultamiento es, precisamente,   lo que asegura la estabilidad de nuestra vida cotidiana. Es decir,   hablamos de las así llamadas "preguntas últimas".   
  
Es justamente la reflexión y el discurso continuado acerca de estas   "preguntas últimas" lo que define a la filosofía. Para sí misma, la   filosofía no conoce tabúes. Pero ella piensa en el sentido de los   tabúes vigentes en la vida pública. "El que dice que no es necesario   honrar a los dioses ni amar a los padres no merece argumentos, sino   una reprimenda", escribe Aristóteles. La filosofía puede decir por qué   esto es así. Y lo dice con argumentos. Esto sólo es posible cuando   también se permite argumentar en contra, como ocurre en el seminario   filosófico. Aquí debe ser legítimo defender la inmoralidad, la ley del   más fuerte, la eutanasia o el racismo. Pero este es también el ámbito   donde se puede comprender por qué en la sociedad —allí donde no se   trata de la búsqueda de la verdad, sino de la praxis— no se puede   defender todo. La filosofía es esencialmente anarquista y sólo puede   cultivarse en un ámbito de anarquía teórica. Aunque ella está muy   lejos de trabajar a favor de la anarquía práctica.   

Estado, sociedad y filosofía

¿Qué interés pueden tener el Estado y la sociedad por la filosofía?  

¿Qué interés puede tener que los fundamentos del orden social se   conviertan en objetos de la reflexión crítica. Precisamente, el Estado   moderno no deriva su legitimidad de la verdad de determinadas   convicciones, sino de la corrección procedimental de sus mecanismos de   decisión. Non veritas sed auctoritas facit legem, dice Thomas Hobbes.   

Pero conviene tener claro que la legalidad procedimental proporciona   legitimidad tan sólo mientras esos procedimientos alumbran decisiones   que están de acuerdo con las intuiciones humanas elementales acerca de   la justicia. Se puede prescindir de las cuestiones relativas a la   verdad y la justicia sólo en la medida en que la paz interna   constituya el supremo valor absoluto.   

Pero hay siempre circunstancias en las que los hombres consideran que   no vale la pena conservar esta paz. Circunstancias en las que se puede   afirmar, con Bertold Brecht: "Hemos decidido temer más nuestra mala   vida que la muerte". No es posible desterrar del discurso público la   pregunta acerca de la vida buena. Pero esta es la pregunta propia de   la filosofía. Y una sociedad sólo es libre en la medida en que   posibilita ese discurso. La filosofía no depende del reconocimiento   social. La reflexión libre sobre las "preguntas últimas", en diálogo   con los que las han pensado desde antiguo, tiene siempre lugar,   incluso cuando los que lo hacen se ven obligados a ganarse a duras   penas el sustento como bibliotecarios, limpiadores de ventanas o   presidiarios. Pero la experiencia muestra que los sistemas que   intentan aislar a los filósofos de esta manera son mucho más   inestables que las sociedades libres, que pagan a los profesores de   filosofía sin prescribirles lo que tienen que enseñar.   

Cómo hacer inofensivas las opiniones

Esto se puede entender como una refinada estrategia de inmunización.   

Los filósofos y los otros intelectuales pueden hablar todo lo que   quieran. Es la manera más segura de hacer inofensivas sus opiniones.   

De hecho, los escritores han comprobado con frecuencia que la   influencia de los intelectuales disidentes es mucho mayor en estados   con una libertad de expresión limitada que en las sociedades libres.   

Aquí, lo que el filósofo sabe o cree saber no tiene más valor que el   de una opinión entre otras. Los filósofos no pueden pretender que la   distinción entre doxa y episteme, entre opinar y saber, o la   diferencia entre un filósofo y un sofista, encuentre un reconocimiento   social general.   

Es la misma filosofía la que hace inteligible esa diferencia. Para el   estado no hay diferencias entre filósofos y sofistas, como, por lo   demás, ya ocurría en la Atenas de los tiempos de Sócrates. No   obstante, ese estado tiene cierto interés en la existencia y actividad   de esos hombres: es el interés por que los procesos sociales no se   desarrollen de manera puramente espontánea y violenta, sino bajo la   forma de un debate basado en argumentos.   
  
Es el mismo interés que fundamenta la obligación de acudir a juicio   con un abogado. El hecho de que una de las partes disponga del mejor   abogado no significa que la justicia esté de su lado. Es igualmente   improbable que ninguna de las partes tenga razón. Puede ocurrir   perfectamente que una de las partes tenga toda la razón y disponga a   la vez del peor abogado. En cualquier caso, la obligación de contar   con un abogado defensor está bien fundada. No es deseable que las   partes se ataquen con violencia o que expresen mediante gritos la   urgencia de sus intereses. Deben más bien argumentar. Y es el juez el   que al final sopesa, no intereses, sino fundamentos y argumentos a   favor de intereses. Filósofos y sofistas, los intelectuales en   general, son abogados defensores del conjunto de la sociedad.  

Como a veces somos útiles...   
  
Los filósofos son también otra cosa, pero esto sólo lo entienden ellos   mismos y los otros filósofos. No hay motivo para pagarles por ello o   distinguirlos con premios. Pero como a veces resultamos útiles como   ciudadanos gracias a nuestra competencia argumentativa, de modo   ocasional se nos da de comer públicamente en el pritaneo.   

Doy gracias por ello sinceramente y de corazón. En este caso, mi   corazón latió más fuerte cuando oí el nombre del premio que recibo:   Roncesvalles. No hubiera sido posible imaginar algo más romántico. Ni   tampoco algo que fuera más importante para una democracia. Las   democracias sólo pueden resultar buenas y duraderas cuando las almas   de sus ciudadanos no son democráticas. Por fortuna, los demócratas de   los países libres emplean en el trato el término "señor" y no otros   como "ciudadano" o "camarada".   
  
En el ámbito político, hoy no sabríamos qué hacer con una figura como   Carlomagno. Por eso mismo es de la mayor importancia que encuentre un   trono en el corazón de cada europeo. En política es más importante la   capacidad para el discurso que la habilidad en el manejo de las armas.   
  
Pero sólo los que conservan vivo el recuerdo de la espada de Rolando   merecen ser escuchados. En política no importa tener razón sin más,   sino que esa razón sea reconocida públicamente.   

Pero sólo merecen ese reconocimiento los que consideran, siguiendo la   inspiración socrática, que es mejor sufrir la injusticia antes que   cometerla. Sócrates y Rolando merecen ser recordados más por su muerte   que por su vida.   
  
Si la filosofía deja de ser la doctrina de la buena muerte, tampoco lo   es de la vida buena. Entonces desaparece, deja de existir y ya no   quedarán más que los sofistas.   
  
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*Robert Spaemann es profesor emérito de la Universidad de Munich.   

Además, ha sido profesor visitante en las Universidades de Río de   Janeiro, Salzburgo, París (La Sorbona), Berlín, Hamburgo, Zurich o   Moscú. También se le ha galardonado con diversas distinciones: doctor   honoris causa por las Universidades de Friburgo (Suiza), Santiago de   Chile, Universidad Católica de América y Universidad de Navarra. Ha   recibido también la Medalla Tomás Moro (1982) y la Cruz del Mérito de   Alemania (1ª clase, 1987). Asimismo, es "Officier de I"Ordre des   Palmes Academiques" (1988), miembro fundador de la Academia Europea de   las Ciencias y de las Artes y miembro de la Academia Pontificia Pro   Vita en Roma.   

Su obra está principalmente dedicada al ámbito de la filosofía   práctica. Destacan sus escritos Crítica de las utopías políticas   (1977, 1980), Ética: Cuestiones fundamentales (1987), Lo natural y lo   racional: Ensayos de antropología (1987, 1989), Felicidad y benevolencia (1991) y    Personas: Acerca de la distinción entre algo y   alguien (1996, 2000).

 

 Por Robert Spaemann *

 

(El texto recoge las palabras de agradecimiento que pronunció el gran pensador alemán Robert Spaemann tras recibir el Premio Roncesvalles de    Filosofía).

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