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«El nacionalismo catalán, y su hermano más joven, el vasco, surgen en la España del siglo XX del seno de la burguesía industrial y financiera, la única clase que podía engendrarlos». Emilio G. Nadal, «Notas para un ensayo español», Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles, París, 1946
El conflicto español de estos días entre el gobierno central y los independentistas catalanes ha revelado varias cosas. Voy a señalar dos.
Una: la ideología nacionalista impuesta en Cataluña desde el primer gobierno de Pujol ha terminado marginando incluso –o sobre todo– en su propia tierra a todos los catalanes que no concuerdan con ella (y ha permitido insultar a personas como Serrat –«fascista»– o Marsé –«botifler de merda»–).
Y otra: los mecanismos de marginación y proscripción social son amplificados irresponsablemente hoy por muchedumbres ubicuas en las redes.
Hay mucho más que decir. Vaya por ahora eso.
Por el derecho a opinar
El linchamiento en las redes sociales, mecanismo de proscripción social de ideas impopulares, por su impunidad conduce con frecuencia a la autocensura preventiva y está atentando contra el derecho a opinar. A pareja situación se ha llegado en Cataluña con el viejo método de imponer durante décadas una política lingüística y cultural excluyente y discriminatoria.
Aunque su eco puede haber repercutido más debido a las redes, lo de Serrat y Marsé no es nuevo. Por esta política lingüística y cultural, que desde los ochenta ha hecho sentirse a muchos españoles –y catalanes– extranjeros en Cataluña, Francisco Caja, que encontraba injusto excluir del espacio público al castellano «por ser la lengua de la mayoría de los catalanes» (1), tuvo que pedir escolta en el 2007 para poder ir a dar sus clases de filosofía en la Universidad de Barcelona.
Caja, Serrat y Marsé tienen dirección física y cara, cara que se puede reconocer por la calle, y eso puede volver muy incómodo el odio al disidente. Cada vez se necesita más valor para expresar ideas impopulares. Y con las redes sociales, eso va a ir en aumento. Vamos hacia la sociedad del miedo y del silencio, en la que no hará falta policía, porque policías seremos todos. El poder se perfecciona, y esa es una pesadilla que pronto vamos a vivir con los ojos bien abiertos.
Ese control social que ejercen todos y nadie en el panóptico actual comparte con el nacionalismo la hostilidad hacia lo otro, lo foráneo, lo extranjero, y su inconsciente, sordo, lógico complemento, el miedo a la libertad. A las derechas, por eso, se asuman como tales o se pretendan izquierdas, las delata el nacionalismo, excluyente por definición y opresivo siempre, con su autoritarismo de esencias patrias y sus metafísicas cosificaciones de la identidad.
No hay nacionalismo bueno
El nacionalismo siempre y por definición es discriminatorio porque supone la creencia en una desigualdad entre las personas y la refuerza en los hechos si tiene el poder de hacerlo. En Cataluña no hay escuela pública en castellano, así que la burguesía, si no quiere que sus hijos hablen solo catalán, resuelve el caso con su ilimitada soberanía económica y los envía a estudiar al extranjero, pero un inmigrante murciano pobre que no pueda permitírselo se tendrá que resignar a que en sus hijos se pierda su idioma, si bien eso quizá les ahorre lo que la discriminación nacionalista y clasista –que van juntas– ha vuelto en Cataluña un estigma social. Si tienes un negocio con nombre y rótulo en castellano, desde 1998 la Ley de Política Lingüística te obliga a ponerlo en catalán so pena de multa (y cualquiera te puede delatar –como tú puedes delatar a cualquiera– gracias a un formulario de la Oficina de Garantías Lingüísticas en internet). Cuando Cataluña fue invitada de honor a la Feria del Libro de Fráncfort, el Parlament aprobó la moción de elegir como representantes solo a los que escribiesen en catalán e instó al Govern a dar «prioridad a la presencia del libro y el sector multimedia en catalán como identificador único de la literatura catalana», así que entre los más de cien escritores catalanes que llegaron a Francfort en el 2007 no estuvieron ni Vila-Matas ni Mendoza ni Marsé ni «botifler» alguno. Y basta de hipocresías: el nacionalismo que sirve a los intereses del gobierno de un Franco y el que sirve a los del gobierno de un Pujol, o no son repudiables en absoluto, o lo son por igual. Lo segundo es lo cierto, por supuesto. No hay nacionalismo bueno. El nacionalismo es la dulzona cobertura (fea, falsa y de mal gusto) con la que, para adular los apetitos más egoístas y crasos, se recubre desde el siglo XIX la torta del poder estatal y el capital a él asociado en Europa y en el mundo.
E hicieron bien en no invitar a Marsé a Fráncfort, porque a esa mitología que presenta los valores e intereses de la clase dirigente, de la clase burguesa, como el reflejo de toda una supuesta nación, de toda una supuesta identidad, sus novelas, retrato mucho más justo de la sociedad real que esas irrealidades «históricas», sencillamente la destripan.
Tontos útiles
En 1977 el gobierno de Adolfo Suárez estableció la Generalitat Provisional, recuperando la Generalitat de la II República, cuyo primer Consejero fue Josep Tarradellas, militante de Esquerra Republicana exiliado desde 1954. Suárez lo nombró presidente de la Generalitat Provisional, y volvió del exilio a asumir el cargo. Sus disputas con Jordi Pujol, famoso por haber entonado delante de Franco el Canto de la Señera en 1960 en el Palau de la Música, se volvieron por entonces noticia en la prensa diaria. Las elecciones autonómicas de 1980, a las que no se presentó Tarradellas, las ganó él, Pujol, candidato de la coalición nacionalista de derechas Convergencia i Unió (CiU, actual PDeCAT), y Tarradellas vivió hasta 1988 para ver cómo bajo Ubú President –tal llamó a Pujol Albert Boadella en su homónima comedia– se perseguía a los profesores que no dictaran la historia aprobada por los ideólogos del Govern y cómo el nacionalismo convertía a los disidentes en parias.
Ni al citado satírico de la prepotencia nacionalista, ni a muchos otros catalanes los representa el Govern. Acosado –«Mort al Porc», le arrojaban–, con las obras de Els Joglars invisibles en la prensa, el boicot a su trabajo artístico hizo de Boadella un exiliado en su tierra. ¿Y cómo creería mitos nacionalistas un Marsé, cronista del racismo y la xenofobia que separan a xarnegos stendhalianos como el Pijoaparte de la pura y blonda burguesía catalana? La ideología nacionalista impuesta por la fuerza marginó a todos los que pensaran diferente. ¿«Porc», Boadella? Preso con Franco, paria sin él: menudo avance. ¿«Fascista», Serrat? ¿«Botifler de merda», Marsé? ¿Según quiénes? ¿Los intereses de quiénes defienden –haciendo, como hacen siempre, en toda época y lugar, de títeres y tontos útiles– los nacionalistas con sus insultos cobardes?
Ciudadanos de segunda
Hace décadas que la cultura en Cataluña es un instrumento para los fines políticos de un nacionalismo cuyo poder ha crecido desde la Transición. Aunque margina y divide, censura y excluye, se lo percibe como justiciero debido a los años de dictadura durante los cuales el catalán fue una lengua perseguida. El castellano es, sin embargo, el idioma de muchos catalanes, y aún más tras las oleadas de inmigrantes asentados en Cataluña desde las décadas de 1950 y 1960. Aunque se trate de inmigrantes pobres y por ende ciudadanos de segunda, claro.
El Manifiesto de los 2300 protestó en 1981 porque «derechos tales como los referentes al uso público y oficial del castellano, a recibir la enseñanza en la lengua materna o a no ser discriminado por razones de lengua» eran pisoteados por los poderes públicos sin que el Gobierno central interviniera. «La mitad de la población de Cataluña» hablaba castellano y era «injustamente discriminada» por las «connotaciones racistas» de lo que los «altos cargos de la Generalitat» aducían para justificar la «sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los inmigrantes»: que no era un atropello, porque «los inmigrantes “no tienen cultura”». Solo una malévola ignorancia podía negar que «los grupos inmigrantes de Cataluña» venían «de solares históricos cuya tradición cultural» nada tenía «que envidiar a la tradición cultural catalana», seguían los firmantes del Manifiesto, que, testigos de que el catalán se había convertido en un «arma discriminatoria» y una «forma de orientar el paro hacia otras zonas de España», supieron ver lo que el nacionalismo es realmente: un «instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales» (2).
Meses después, Federico Jiménez Losantos fue secuestrado por el grupo terrorista independentista Terra Lliure. Rescatado por la policía con un disparo en la rodilla, él y otros firmantes del Manifiesto, como Amando de Miguel, Carlos Sahagún y Santiago Trancón, dejaron Cataluña.
Coincidencias
La frase del Manifiesto de los 2300 sobre el nacionalismo como «instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales» fue, más que acierto, profecía. Si en el 2011 la Plaza de Cataluña hervía de protestas –y de gente hablando tanto en catalán como en castellano– contra la política económica del Govern, meses después, por coincidencia, la erupción del nuevo independentismo volvió tan radicales las reivindicaciones identitarias como radical fue el giro de los motivos de indignación de aquel 15M al tema nacionalista (y a ideas afines del tipo «España nos roba» –ergo, la culpa no es el del Govern, es del Gobierno central–).
Volviendo a la historia del viejo Tarradellas, en los ochenta denunció todo esto. Dice un titular de El País del 2 de noviembre de 1985 que «Tarradellas asegura que en Cataluña hay “una dictadura blanca muy peligrosa”». Y, por su parte, Pujol el banquero siguió lucrando con Banca Catalana, aunque Cataluña (que desde su primer gobierno dejó de ser la región más pujante económicamente del país) no supo seguirlo en eso (3).
Sus señores, por el contrario, prosperaron mucho. Es curioso que nadie recuerde en estos días las investigaciones que, iniciadas años antes, comenzaron a relacionar directamente en el 2012 la fortuna de los Pujol, entre otros, con los pagos de un 3% de comisión a CiU por cada contrato público concedido por la Generalitat. Digo «curioso» porque, por coincidencia, fue ese el año del despegue –con epifanía del entonces presidente del Govern, Artur Mas, de por medio– del actual proceso independentista.
Pujol (con un hijo, otrora diputado, en la cárcel por amañar concursos para empresas de inspección de vehículos), está procesado, y sus sucesores en el Govern –como el actualmente investigado (por saqueo de una empresa municipal de gestión del agua, si no yerro) impulsor del referendo y presidente de la Generalitat, Puigdemont– podrían estarlo pronto.
A menos, claro, que Cataluña, colonia pobre de un imperio expoliador, se independice heroicamente de tal yugo. Poniendo con ello a sus señores fuera del alcance, de paso, de la Justicia española.
Y entonces, con ayuda de las bajas pasiones que fomenta en las masas el nacionalismo, siempre útil a los intereses del poder y del dinero, quizá hasta las pruebas de su corrupción los engrandezcan –no sería raro, si hace poco, al verse hundido en los fangos del caso Palau, Mas se defendió diciéndose «perseguido por independentista»– como víctimas de calumnias vertidas por el «odio español» contra esos catalanes de los que se ríen a carcajadas mientras –ellos sí, y tal como hacen, sin distinción de nacionalidad, con todos– les roban.
Santas trinidades, Batman
Ningún alma libre cabe en moldes como la idea de «nación» y ningún corazón generoso los acepta porque esa homogeneidad enemiga de la diferencia es contraria a la igualdad en dignidad y valor de todos los seres humanos. Esto, como el perfeccionamiento de los mecanismos de control social, no solo se aplica al caso de España y Cataluña: este lo ilustra. Decir con Lamartine que el egoísmo tiene patria y la fraternidad no, y con Schopenhauer que quien no tiene motivos propios de orgullo se enorgullece de pertenecer a una nación; señalar la mezquindad de todo nacionalismo, en suma, es difícil en un país en el que la trinidad del Doctor Francia, C. A. López y el Mariscal López fue recomendada por O’Leary a Stroessner para reforzar su autoridad ante las masas (4).
La idea de «nación» legitima un Estado en nombre de cuya «soberanía» y so capa de cuya supuesta unidad territorial, cultural, identitaria y comunidad de intereses se defienden unas fronteras, se presentan como hechas para todos unas decisiones y medidas políticas y se rinde culto a unos «valores» patrios con los que se divide y se desprecia, como desprecia la burguesía nacionalista a los obreros xarnegos de sus fábricas que han invadido la catalana pureza de su territorio y les han llenado los bolsillos.
En Cataluña viven catalanes, sí, y también murcianos, aragoneses, castellanos, y seguramente suecos, etíopes y checoslovacos, pero, bajo Franco, ni los defensores de los catalanes por él oprimidos eran solo catalanes ni los catalanes defendían solo a otros catalanes, porque el amigo no tiene nación –o, mejor dicho, porque la nacionalidad no importa ni hace más ni menos amigo a nadie– si el enemigo es real y la lucha es justa. Hoy, cuando se dicen sin pudor cosas como «España nos roba», ¿qué puede defender tan mezquino lema, que hasta asquea teclearlo, sino los intereses de la burguesía catalana, que siempre ha perseguido, tan insolidaria como próspera, ventajas comerciales y tributarias del cómplice Estado español?
Cuando el golpe de 1936 impuso la dictadura, en Barcelona defendieron la República contra Franco los generales Antonio Escobar, ceutí, y José Aranguren Roldán, gallego. Ninguno era catalán. Ambos fueron fusilados.
También peleó en Barcelona Buenaventura Durruti, leonés, y en Barcelona cayó con una bala en la frente Francisco Ascaso, aragonés, de Huelva. Desde Barcelona marcharon a liberar Zaragoza catalanes y combatientes venidos no solo de toda España sino de todas partes del mundo a defender algo que no era su «nación» y a pelear, y miles de ellos a morir, en otro país, que no sentían «extraño». Se te ha olvidado, me parece, nacionalista –nacionalista de Paraguay, de Cataluña, de España, de donde sea– que somos tierra africana y polvo de estrellas. Qué muy pequeña tiene que ser el alma para poder caber en una cédula. Qué la verdadera patria no puede tener fronteras. No hay que pelear para multiplicarlas, sino para que no existan y no se excluya a nadie más con ellas. Una tierra en la que no quepamos todos por igual es una cárcel.
Notas
(1) Marc Wieting: Ciudadanos de segunda (documental, 50 minutos), El Mundo TV, 2007.
(2) Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña, Barcelona, 25 de enero de 1981. Disponible en: https://es.wikisource.org/wiki/Manifiesto_de_los_2.300
(3) VV. AA.: Informe. Panorama de la fiscalidad autonómica y foral, Madrid, 2017, 340 pp.
(4) Juan E. O’Leary: «Una carta al presidente», en El País, Asunción, 21 de mayo de 1959.