Óscar Ferreiro, hombre de campo y de letras

Bueno es recorrer los márgenes de los relatos oficiales, con sus mitos –que en los márgenes no son mitos: no lo fue, por ejemplo, en el caso del poeta y veterano de la revolución del 47 aquí recordado, el del exilio–, sus prototipos ejemplares y sus sesgos, acercarse a la historia real de las letras y de los hombres de letras y, en tiempos de jactancia, recordar a quienes no se jactaron de cuanto supieron hacer fácilmente, aunque no fuera fácil.

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Si la memoria no me falla, llegué por primera vez a la casa de Óscar Ferreiro en la camioneta de su sobrino Adolfo Ferreiro; hoy senador y entonces estudiante del Colegio San José como yo. Esa Volkswagen kombi fue el medio de transporte favorito y gratuito de quienes colaboraron con la revista literaria Criterio: los hermanos Juan Félix y Basilio Bogado, Jorge Canesse y otros que ya no están, como René Dávalos, Juan Carlos da Costa, Nelson Roura y Emilio Pérez Chaves.

Óscar Ferreiro vivía entonces en Capilla del Monte (San Lorenzo), donde por entonces había mucho monte y poca edificación. Yendo por la ruta hasta donde hoy está la Estación Meyer (no recuerdo si ya estaba), uno doblaba a la derecha por la calle que en aquel tiempo era un camino de tierra apenas transitable y con arboleda a los dos costados. Así se llegaba a la granja del poeta y agrónomo, que no tenía teléfono, electricidad ni agua corriente. El agua venía de un pozo; la luz, de los faroles de querosén; la comida, de la huerta, el gallinero y las vacas lecheras.

Aquella primera visita habrá sido en 1964 y yo, que había vivido siempre en Asunción, me preguntaba cómo se podía prescindir del agua corriente, olvidando que Asunción comenzó a tener el servicio regular de Corposana (hoy Essap) en 1959. Dicho sea de paso, el presupuesto inicial de Corposana fueron siete millones de dólares, el monto de una estafa menor de nuestros días, porque el valor del dinero ha variado mucho: por entonces, había pensiones de doce guaraníes mensuales para los lisiados de la guerra. Prosigamos. Uno se habitúa con demasiada facilidad a los llamados adelantos de la vida moderna, como el agua corriente, sin percatarse de que se puede prescindir de ellos, como prescindía Óscar, quien había recorrido todo el Paraguay, aún cubierto de montes, trabajando como agrimensor y con placer, para familiarizarse con la vida campesina y la cultura de los grupos aborígenes; recorriendo, preguntando y leyendo, se convirtió en antropólogo autodidacto. Tenía un sólido conocimiento del francés, y de una lengua antigua y hoy muy poco hablada, el provenzal, lo cual asombraría a mi amigo francés Jean Claude Follin años después.

En el campo no se trabaja menos, pero sí con menos prisa: no es necesario mirar el reloj en forma compulsiva. Ese era el tiempo de Oscar (él no me permitió decirle don Oscar), quien recibía cordialmente, en cualquier momento, a quienes iban a visitarlo. Sin embargo, también recibía en ocasiones más formales; formal es una manera de decir, porque sus grandes almuerzos, cuando lo permitía el tiempo, eran magoguipe. Uno de aquellos fue en 1966, cuando llegaron varios visitantes distinguidos, como Augusto Roa Bastos, Gabriel Casaccia, Mario Vargas Llosa y Rubén Bareiro Saguier; creo que también el poeta francés Pierre Emmanuel. De todos modos, en una larga mesa puesta bajo unos mangos, un domingo almorzaron treinta o más personas en casa de Óscar y de Ana Iris, su esposa y escritora también; tantos invitados no hubieran cabido en el pequeño comedor. Recuerdo que Dora Gómez de Acuña, no tan vieja como a mí me parecía a los veinte años, contó que practicaba yoga. Estaban en aquella ocasión José Luis Appleyard, muy amigo del matrimonio, Osvaldo González Real, varios muchachos de Criterio y Olga Blinder, quien dibujó una figura en un cuaderno de diseño, la hizo firmar a los presentes y se la entregó como recuerdo a Augusto Roa Bastos. Roa, con Vargas Llosa, se dio un paseo por el río Paraguay en el velero de Adolfo, tan literario entonces como su kombi.

Con el tiempo y con el crecimiento de la familia, la modesta residencia de Capilla del Monte se convirtió en una casa vasca de dos pisos y sin puertas en el primero, donde había una gran sala, cocina y comedor. Desde el balcón del segundo, leí unos versos en la jornada de poesía organizada por Carlos Villagra, en la que participaron el dueño de casa, José Luis Appleyard, José María Gómez Sanjurjo, Ricardo Mazó y varios más. Aquello en 1976; años después, Oscar se vio obligado a ponerle puertas y llaves al espacio abierto de la planta baja como símbolo de hospitalidad, a causa de la creciente inseguridad. La última vez que estuve allí, en 2004, me encontré con Jorge Rubbiani, quien también había ido a consultar la asombrosa memoria del anfitrión. Yo no sabía, porque el afectado no lo demostraba para nada, que Oscar se encontraba muy enfermo del cáncer que se lo habría de llevar poco después.

Óscar Ferreiro fue un hombre sobrio, para nada jactancioso, y que hubiera podido jactarse de ser un precursor de James Bond. En una película del Agente 007, este sale del agua con un traje de hombre rana y, al quitárselo, se ve que lleva debajo un traje de gala. Durante la revolución de 1947, Óscar se encontraba en una de las cañoneras rebeldes, anclada en medio del Paraná y sin autorización para desembarcar en la Argentina. Para transmitir un mensaje a los compañeros de la costa, él se echó al río en pleno invierno, previo trago de caña para ingerir calorías, y con el paquete de hule que protegía el traje, la camisa y la corbata con que debía manejarse en Corrientes. Llegó a tierra por ser un gran nadador, cumplió su misión y asombró al veterano oficial Carlos José Fernández, que lo dio por muerto al verlo echarse al agua. Nadar es muy fácil, es cuestión de relajarse y uno flota sin esfuerzo. No he podido aplicar esta recomendación de Óscar, a quien le parecían fáciles muchas cosas que él podía y no lo son, como la natación y la poesía.

guidoprodriguez@gmail.com

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