Olga Blinder Mater et magistra

Escuchando y mirando a Olga, muchas veces me vino a la cabeza esa primera frase de la famosa encíclica de Juan XXIII: “Madre y maestra de pueblos…”, que me volvió cuando creía tenerla olvidada, cuando un triste mensajero me anunció su muerte, el triste 19 de julio de 2008. Mater et magistra, no en el sentido maternal biológico del término, no en el sentido de maestra que enseña las letras, sino en el más ambicioso que dio aquel papa breve, que convulsionó al mundo con un mensaje que se adentraba profundamente en la vida mundana, social y económica de las sociedades, blandiendo a diestra y a siniestra la maternidad y la prédica para todos los pueblos, a favor de los derechos, contra las ideologías dominantes en ese entonces, que estaban derrochando tracción a sangre en su no declarada Guerra Fría, reclamando el bienestar aquí en la Tierra para todos los seres, para todos los pueblos.

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Giuseppe Roncalli, el que tendió la mano a las otras religiones, especialmente a los judíos, como Olga, el que tendió la mano a las otras ideologías, a todos los perseguidos por su forma de pensar, como Olga.

Mensaje, revolucionario por cierto, que habría que reivindicar hoy cuando el “bienestar” de los humanos ha pasado de nuevo a ser tema de balance contable, y nada más.

Juan XXIII era cristiano y Olga, judía, pero a ninguno de ellos les importaría que los pusieran juntos, sino todo lo contrario. Es más, no es casual el encuentro en mi memoria, ya que ambos pensaron, no en uno u otro hijo, o en uno u otro pueblo, sino en los pueblos. Ambiciosa pretensión que compartieron, sin distinción de credo ni color, como todos los grandes humanistas que en el mundo han sido.

No hay que envejecer

Fue unos pocos días después de que el hombre posara pie sobre la Luna, después de seguir la información y ver las imágenes del histórico momento, cuando las televisiones transmitían todavía en blanco y negro.

Llegué al estudio de Olga, al fondo de la casa de Teniente Fariña, tras recibir la bienvenida de Isaac, con su mate inseparable, con su sonrisa inseparable, con su calidez inseparable.

“Me decepcionó Picasso”, me dijo casi a bocajarro, antes de que tuviera tiempo de saludarla. Me sentí espantado sabiendo la admiración que tenía por él. “Dijo que no le importaba la llegada del hombre a la Luna. Ha perdido la capacidad de asombro. Se volvió viejo”. Hizo una pausa, reflexionó y añadió, advirtiéndose a sí misma: “No hay que envejecer”.

Me miró y sonrió ante mi asombro. “No, no hay que temerle a la vejez del cuerpo, sino aquí y aquí…”, me dijo poniéndose una mano sobre la cabeza y otra sobre el corazón.

“Y, bueno, del cuerpo también, por qué no…”, cerró la reflexión, riéndose.

Y creo que siguió su consejo. Olga no envejeció. Hasta el último día que charlamos, pese a los achaques del cuerpo, estaba arreglada y elegante, lúcida de la cabeza y con el corazón latiendo, como siempre, a mil por hora, buscando y creando, viviendo, descubriendo y disfrutando el día. Por eso no pudieron con ella.

Así mismo estaba al día siguiente de que la dictadura, con apoyo de varios cómplices, le clavara el puñal y se lo revolviera en las entrañas, al echarla de la Escoliña que tanto amó, en la que puso tanto de madre y de maestra.

Lloró, vivió su duelo y empezó a preparar otra escuela para seguir siendo maestra de su pueblo de niñas y niños, de adultos y viejos.

Y así hasta este triste amanecer de ese cálido invierno que le dijo, y nos dijo, que no era inmortal.

Podría repetir con Machado, que no nos debe nada, que le debemos cuanto enseñó, pintó y creó… pero estoy seguro de que si pudiera hablar declararía una deuda de miles de proyectos, de miles de cátedras sin aula, de madre y maestra, dadas generosamente al que quisiera escuchar.

Los recuerdos fantasmas

Releo la carta de su amigo Livio Abramo: “Lo importante de esa fase de sus ‘rostros’ reside en el hecho de que usted ha transformado, a buen tiempo, Olga, permítame decírselo, un tema social, humano, en una obra de arte”.

No es poca cosa lo que dijo ni quien lo dijo. Maestro inagotable, maestro como artista y maestro como incansable forjador de artistas. ¡Otro mater et magistra!

La obra de Olga es, sin duda –¡cómo discutirle a Livio!–, una gran exposición de rostros. Rostros que son reflejo de seres humanos, marcados por su destino social, marcados por la condena de opresión, por el pavor de la injusticia; o rostros cotidianos laboriosos, cansados; o rostros escondidos, ocultados, pero rostros, espejos de las almas.

Y recuerdo otros rostros diferentes, rostros pintados en pasteles melancólicos, poblados de gente, de imágenes interiores, no son rostros a descifrar desde su expresión, sino rostros dentro de los cuales habitan otros rostros, caminan con sus rostros los habitantes de sueños antiguos y actuales, de imágenes perdidas en recuerdos borrosos, de pesadillas o de sueños que convierten los deseos en realidad y la realidad, en deseos, pero los rostros no tienen los ojos cerrados, sino abiertos; es una duermevela, una vigilia eterna desde el cuadro desde donde nos miran.

Muertos en vida o vivos en muerte nos están mirando; nos están contando su historia, historias que hacen a una vida, dentro de un país, habitantes de un pueblo, de un destino y una marca, común y semejante a tantos otros rostros de tantos otros pueblos.

Recuerdos y fantasmas, como titularía una de sus exposiciones, o, más bien, recuerdos fantasmas… ¿Hay algún recuerdo que no lo sea? Fantasmas que asustan desde el otro lado del espejo en el que no queremos mirarnos.

Los rostros de Olga nos golpean, nos gritan, nos llaman y nos enseñan… de la muerte en vida y de la vida en muerte; de las penurias, de los sueños y, si las hay, hasta de las alegrías.

Mujer, casi sin proponérselo

“Desde hace muchos años, mi tema es la mujer, casi sin que yo lo eligiera…”, escribe cuando recuerda que “los fantasmas no se eligen”. Es cierto e incierto. El tema de la mujer, como el de los rostros y los fantasmas, lo eligió a ella, pero también ella se quedó prendada; podría haberlo desechado. Pero era parte de su destino de mater et magistra, que se lo había trazado ella.

Y me vienen otra vez los pueblos a la cabeza, porque Olga tuvo que enfrentar al dictador todo poderoso, que le sacó su cátedra, y los minúsculos trashumantes que querían como los perrillos morderle los tobillos, porque no alcanzaban más alto.

Fue la doble grandeza de Olga: no se dejó intimidar por el poder ni amilanar por los cascotazos que la mediocridad le tiraba a la cabeza para que bajara. Recibiendo los golpes y contestándolos con la cabeza en alto, como si no le alcanzaran.

Comenzando por ser mujer, fue una mujer que ejercía como mujer y se vanagloriaba de serlo, desde los tiempos en que serlo y ejercerlo y vanagloriarse de serlo era un acto individual de orgullo y valentía, de desafío y vértigo.

Por eso no puede morir, porque se negó a envejecer… Y no hay que permitir que su cátedra de vida y de arte caiga.

Parafraseando a César Vallejo: “¡Si la madre Olga cae –digo, es un decir– salid niños del mundo; id a buscarla!”.

Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py

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