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Luz baja
Si usted, paciente lector, piensa que la angustia de la muerte no le da respiro para tirarse en una hamaca («la literatura duerme despatarrada en una siesta eterna») bajo un frondoso mango purulento de frutos y cazar una hora de evasión a la tempestad de nada del tiempo, este libro no le va a servir. Luz baja más bien realza la sensación de ahogo de nuestras vidas, para alcanzar un cerro Lambaré de sentido: porque en esta era de aceleracionismo digital hemos olvidado las enseñanzas del abate Dinouart, que arremetía contra el exceso de palabras y, sobre todo, contra la difusión del libro, contra el «veneno» de los libros y contra el escritor como «envenenador público», que corrompe el Estado, las costumbres y la religión.
El envenenador público (el escritor) es lo que recuperamos leyendo Luz baja.
Del título no puedo decir nada (nunca tuve auto, estoy fuera de esa jerga). Acaso una luz de precaución, que no enceguezca al lector.
Leí la nouvelle en un banquito soleado del estacionamiento del súper lambareño El Pueblo. En una hora 15 minutos.
Es un Julio Verne barrial (pienso en Dos años de vacaciones, o en La isla de coral, de Ballantyne), jóvenes de vacaciones, o mejor pre-vacaciones, de fin de curso, en libertad ambulatoria hasta que esa cárcel llamada colegio los vuelva a convocar o sean escupidos a la siguiente, la cárcel universitaria, en transición de dejar de ser pendejos, pensar en la vida adulta, interzona de inquietudes, frontera critica, plagada de ritos iniciáticos, etc.
Suenan en el libro Bowie, Guns, Pearl Jam, algo de vallenato. Son hijitos de papá, chetitos, con una lengua española salpicada de kurepismos («armando bardo», «bondi», «tacho») y algunos tics guaraníes (pio, nio, nderakóre, japiróna, tembólo, gua’u). Vidas vacías, banales, ahogadas en ñoños, Instagram, quilombos, peleas, pubs, discotecas, fantasías sexuales, etc. La ciudad que habitan es un basurero. La civilización empieza en una avenida llamada Mariscal López, suponemos el mismo Mariscal Genocida de la monografía traumática del último curso. El narrador es Javo, la conciencia de estas vidas zombis. O, más concretamente, el supergo de la pandilla («es absolutamente necesario saber qué vamos a hacer cuando terminen las clases»). En suma, se nos presenta la dolce vita ava (colegial, en guardapolvo) de la juventud parawayensis de estos años democráticos. El libro pudo llamarse Barrio adentro o Unas vacaciones de mierda. No hicimos nada, recuerdan en un momento único de lucidez los personajes, que forman una tribu urbana, posmo, arquetípica, chicas bobas riendo todo el rato, hombres pateando y bebiendo, fumando y carajeando la vida aburrida que deben sobrellevar.
Luz baja es la escritura de un texto no querido, pues, como dice Javo, «no creo que pueda escribir sobre lo que quiero».
Un no libro «para ella» (Susana, la chica narigona, que termina en brazos de Arturo cuando este se queda sin Naty, que pasa a manos de Jorge, uña y carne del Bicho, hete aquí el grupo completo, especie de horda postpaleolítica donde las mujeres pasan de uno a otro en circulación endogámica, casi incestuosa) es un posible sentido de Luz baja. Otro, mi hipótesis preferida: un libro que no mate (que al menos muera en el intento de matarlo) a su lector no merece la honra de llevar tal nombre y categoría. Oteando desde el cerro Lambaré, uno de los personajes, acaso el joven más obtuso del grupo, lo expresa así: que «haga que su abuelo muera en ese momento seguro de que la poesía aún existe».
Cave Ogdon: Luz baja, Asunción, Aike Biene, 2018, 70 pp.
Tris
Tris, el trombón del deprequiebre, es un mix de poemas postparnasianos, con fuerte aroma simbolista, y de narrativa breve punkie, agónica… Un Herrera y Reissig rescatado de la vida dandy, un Verlaine achispado con vino en cartón de Clorinda.
Son poemas que salieron descalzos del karaoke, muertes que alzaron su mano como ataques al corazón…
A Tris le resquebraja una mística de las palabras, o del más allá de las palabras, al modo de Oscar del Barco, expandiéndose en una especie de intemperie sin fin… Tiembla con una «Luz de otra vida, luz del más allá».
¿Qué es la poesía?
Acqua mischiata da bella neve.
«Intentar comprender el alma humana es como querer vaciar el mar con una taza» (Pandora and the Flying Dutchman). Esto expresa de alguna forma la función imposible de la poesía: el flujo sin fin alfanumérico del mundo (el alma humana / el mar, según la cita de la peli de 1951) sintetizado en un par de versos (la taza).
Pero Tris no llega al pesimismo sardónico de Adorno, que considera que la aventura poética de un Rimbaud (la poesía como malditismo par excellence) como un fracaso por el hecho de que este hubiera cambiado la poesía por un «trabajo de asalariado».
«Nunca digas en un poema lo que puedes decir en un suicido apoteósico».
¿Qué es el poeta?
Alguien que traza una constelación de guiños luminosos bajo cuya irradiación, influencia y fatalidad estelar quisiera vivir, amar y morir.
La astronomía mística de O. O. está formada por estos nombres, Artaud, Blake, Bloy, Novalis, Keats, Ducasse, Vallejo, Byron, Baudelaire, Edgar Pou…
Un mandala astral es su casa, una figura mistagógica su cielo, una interminable bruma espirituosa el río que desea navegar en sus noches alucinadas. Su tarea esotérica es rescatar al Rimbaud asalariado de Adorno y nuevamente desnudarlo de su mono de fajina bajo el enceguecedor desierto asunceno.
Crucificarlo por poeta tembo e inútil.
Divinizar la vida, esa mujer aborto, el tiempo de dos versos.
Quebrarse, romperse, hacerse tris, ofrendar un pedazo de sí para la erección del templo de la poesía… «Aullar con el gato la desgracia del poema», como dijo Orué en algún pedazo de Tris.
Orlando Orué: Tris, el trombón del deprequiebre, Asunción, Arandurã, 2018, 84 pp.