Nochebuena en Donut Time, la fiesta de los marginados

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Mañana es un día especial, 24 de diciembre, víspera de Navidad, y con la puesta del sol llegará la Nochebuena. Hay muchas formas de vivir ese simbólico cierre de un ciclo que da comienzo a otro, esa bisagra del tiempo que la leyenda cristiana remite a un hito originario que es conjunción de opuestos –«Omnipotencia e indefensión, divinidad e infancia forman este definitivo epigrama que miles de repeticiones no podrán convertir en tópico», ha escrito Chesterton sobre la Navidad–, pero entre los varios 24 de diciembre que podríamos evocar hoy, elegimos el de los refugiados del Donut Time en Tangerine.

Tangerine es una película estadounidense del 2015 dirigida por Sean Baker. Comienza un 24 de diciembre, el día en que Sin-Dee Rella sale de la cárcel. Libre, esta trabajadora sexual transgénero que acaba de pasar veintiocho días presa se reúne con una amiga en el Donut Time, un anaranjado local de café y donuts de Hollywood, y se entera –a su amiga se le escapa sin querer– de que su novio y proxeneta la ha estado engañando con una colega de ambas, pero no trans, como ellas, sino cisgénero, lo cual la hiere profundamente. Y empieza a buscarlo.

Tal es la historia de ese día de víspera de Navidad. Cuesta creer que ese asfalto roto, esas fachadas de comercios cerrados, esas grises regiones, vertedero de sueños abortados y de ángeles caídos, sean parte de Hollywood, otrora meca del cine, juguete despedazado por los vientos de la historia, pero en su decadencia cabe encontrar también sórdida poesía. En los personajes –yonkis, sintecho, trabajadores del sexo, expresidiarios, etcétera–, que, más allá de sus diferencias, la comparten como denominador común, Tangerine explora la condición «marginal» no solo en lo explícito –la historia–, sino en la estética, los colores (cálida es la gama típica de los locales de fast-food, tonos «mandarina», tangerine), la luz, los interiores, los gestos, la melancolía callejera del paisaje. Son las áreas de Los Ángeles que no suelen aparecer en las películas, las mediáticamente menos representadas, murallas y contenedores banales y tediosos, ángulos y callejones sin el «reconocible encanto» de esa ciudad famosa, recodos prosaicos y sin sabor, interés ni «carácter» para el ojo turísticamente entrenado por la estética mainstream.

Todo sucede en Donut Time y sus alrededores. Como el presupuesto no permitía cerrar el café para el rodaje, los realizadores filmaron con sus Iphone la actividad real de sus clientes a diversas horas del día y de la noche, y parte de la película son esas filmaciones en el local –de grandes ventanas, ideales para avistar potenciales clientes y exhibirse un poco sin tener que levantarse de la mesa– que por muchos años ocupó la esquina del edificio de un centro comercial sin nombre y que, abierto las veinticuatro horas, fue refugium peccatorum, nocturno amparo de quienes se ganaban la vida en las calles cercanas.

Imparable como tantos subproductos del capitalismo, la gentrificación tomó el barrio y cerró las puertas del Donut Time en el 2016, un año después del estreno de este filme en cuyas escenas su fauna sigue viva y coleando. El avance de los procesos socioeconómicos que transforman el entorno y la forma de relacionarse y vivir de la gente ha supuesto, en la zona que es escenario de Tangerine, el reemplazo de antiguos locales de comida rápida por elegantes bares veganos y galerías de arte, y la progresiva desaparición de sus veredas de la industria del sexo (que se ha trasladado en masa a internet): Las escenas de este filme, que incluyen las actividades reales del lugar, grandes pedazos crudos de vida suburbana, nos han quedado, así, como registro de las postrimerías y el final de una época.

Cae la Nochebuena en medio de la frenética búsqueda del caficho infiel a través del bulevar Santa Mónica, entre traficantes, borrachos y clientes que buscan en la vía pública objetos de deseo para saciar sus apetitos antes de que llegue Santa Claus con su ¡Jojojó! Aunque pueda chocar a algunas personas, es una historia muy adecuada para la fecha. Los primeros que vieron la estrella que anunciaba el nacimiento de Jesús fueron los pastores, porque para guardar su rebaño tenían que pasar la noche en vela, al igual que los trabajadores del sexo y el resto de la fauna de Tangerine, que por eso de noche, aún si es Nochebuena, se refugian en la luminosa soledad compartida de los locales abiertos 24 horas. Fueron los primeros porque eran los últimos. Pocas historias habrá seguramente, sin embargo, tan poco apropiadas para la sensibilidad del público habitual de las películas navideñas, o, cuando menos, tan poco adecuadas a las expectativas que ese género de filmes por lo general despierta. Pocas habrá, al mismo tiempo, tan llenas de consideración, e incluso de amor, por sus personajes, en los que por momentos se revela una rara dignidad. Pocas habrá tan llenas de respeto por sus vidas inclasificables, por el cotidiano extravío interior que supone la falta de lugar reconocible en el mapa del mundo aceptado –falta más notoria durante la fecha «familiar» en la que transcurre el relato–, por sus secretos desconciertos, tristezas y soledades. Por su fortaleza, a pesar de todo.

Desde el antiguo corazón del mito, para siempre abierto las 24 horas, feliz Nochebuena y feliz Navidad.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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