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El malestar entre los indígenas crecía a medida que tanto portugueses como españoles aumentaban la presión para que abandonaran esos siete pueblos de las reducciones cuyos territorios iban a cambiar de dueño. Colaboraba con ello la desinformación, ya que los portugueses recelaban de mostrar sus cartas. Solo era seguro que tenían una enorme prisa por ocupar las tierras a las que renunciaba España en el tratado de 1750 a favor de la corona de Portugal. Los rumores estaban a la orden del día y tan pronto aseguraban unos que el tratado había quedado sin vigencia como otros urgían su cumplimiento a la brevedad posible. Muchos misioneros que alentaban la mudanza sintieron que corrían peligro de ser muertos por los indígenas que se negaban a abandonar sus casas. La tensión llegó a tal punto que uno de los misioneros que estaba en San Miguel huyó del pueblo con la ayuda de un indígena que fue luego muerto por haberse prestado a ello.
El padre Juan de Escandón, en su largo relatorio de todos estos hechos enviado al padre provincial, le pide que reflexione sobre la muerte de ese indígena: «Antes de pasar adelante –escribe– haga V. R. (y cualquiera) la reflexión de que de este tal cura es de quien dijeron poco después los demarcadores, que en Santa Tecla [hoy desaparecida pues fue destruida después de la expulsión de los jesuitas. Quedaba al sureste del actual estado de Rio Grande do Sul, Brasil] les habían asegurado los indios que era el que les había aconsejado se opusiesen a la entrega de su pueblo, y a que pasasen por sus tierras ni aún las pisasen los portugueses (de lo cual hablaré en su lugar) y sobre que nos formaron acusación, y la enviaron a esta nuestra corte, en donde por la carta que el señor Carbajal escribió al padre comisario se deja ver que su excelencia no tuvo por del todo increíble la tal acusación, acaso por verla tan autorizada de portugueses y aun españoles mancomunados a calumniarnos, sin que tengan ni puedan alegar, mintiendo, otro algún fundamento, en que apoyar sus calumnias, sino el insinuado caso de Santa Tecla» (1).
«De San Lorenzo pasó el dicho cura a Santo Tomé, en donde informó al padre comisario (supongo que sería con juramento) de todo lo que en San Miguel le acababa de pasar, dándole menuda relación de la ninguna disposición que allí había de que los indios jamás se mudasen. De la cual relación y del buen proceder de dicho cura quedó el padre comisario tan satisfecho, que luego inmediatamente lo señaló por cura de otro pueblo del Paraná en premio de lo que había hecho y padecido en San Miguel, y fue entonces y después uno de los misioneros de que más confianza hizo el padre comisario en este punto de evacuación de pueblos y transmigración de los indios a otras tierras. La cual confianza es sin la menor duda una de las muchas eficaces pruebas de que fue una mera calumnia todo lo que de él se fingió en Santa Tecla, por más que lo juren y perjuren los delatores» (2).
«Para que en lugar de este padre cura lo fuese en San Miguel y procurase con no menor empeño la deseada mudanza, asignó el padre comisario a otro misionero de no menor confianza suya, y acaso de mayor porque era el que para que le sirviese de intérprete había llevado desde Buenos Aires, y lo sería aún consigo en Santo Tomé. Fue este a encargarse de dicho pueblo de San Miguel aunque con muy poco consuelo por haber entendido el mal estado en que se hallaban en él las cosas, y aún parece que las halló peor de lo que pensaba. Ellas estaban tales que el nuevo cura, a pocos días con religiosa ingenuidad confesaba de su penoso curato que sería mucho más que ofrecerle a Dios en él que no entre los gentiles serranos de entre quienes pocos meses antes acababa de salir, gente que era constante, que había tenido que padecer muchísimo, y no es menos cierto que eso y mucho más ha tenido que padecer entre los nuestros de San Miguel, cuyos alborotos sobre no querer mudarse fueron siempre de mal en peor, con sola la diferencia de que a él no le echaban la culpa de haberles vendido su pueblo y tierras como a su antecesor» (3).
«El segundo pueblo que después del de San Borja empezó a mudarse fue el de San Lorenzo, y por ser el 2º no recibió el premio que el padre comisario ofreció al que empezase primero. El 3º fue el de San Luis. Cada uno de estos dos enviaba cien familias este al Miriñay [actual provincia de Corrientes, Argentina], y aquel al Tuyunguazu, lugares de sus futuras poblaciones. A los otros cuatro pueblos no se halló modo de persuadirles empezasen siquiera a moverse, ni se los pudo desquiciar de su firme o severa resolución de no dejar ni en todo, ni en parte, sus pueblos; no obstante que sus curas y aún sus compañeros de estos hicieron cuanto pudieron y se les había mandado de no perder ocasión de hablarles, y de escribir cada semana al padre comisario lo que hubiesen adelantado, y aún ejecutado para salir con su empeño. Y así dejemos a estos por ahora bien hallados en sus pueblos, y a los lorenzistas que prosigan su camino; y acompañemos un poco a los luisistas en el suyo. Los cuales unos por tierra y otros por agua llegaron todos hasta el pueblo de la Cruz distante del suyo que dejaban más de cuarenta leguas, y otras tantas del paraje del Miriñay adonde se encaminaban ya todos por tierra. Aquí en los luisistas en el suyo. Los cuales unos por tierra y otros por agua llegaron todos hasta el pueblo de la Cruz distante del suyo que dejaban más de cuarenta leguas hallaron una tan cierta como poco favorable noticia para la prosecución de su viaje: y que que los gentiles con quienes después de la guerra de un medio año antes estaban recién reconciliados, trataban de romper las paces si los luisistas proseguían su derrota las tierras del Miriñay; y que a protestar este su ánimo y a intimar la futura guerra hacía pocos días antes venido al Yapeyu los principales de ellos con un su cacique llamado Costero y díchole al padre cura (que había sido el medianero de las paces) que toda su nación estaba resuelta a no permitir que ni los luisistas ni otro algún pueblo de cristianos se estableciese en el Miriñay; y que de esto no desistían los luisistas desde luego les declaraban la guerra, y no se darían por obligados a la paz que con este y los demás pueblos habían tan poco antes apostado por medio de dicho padre cura. Y que la razón de todo era porque todas aquellas tierras de entre el Miriñay y Mbocoreta [actuales provincias de Corrientes y Entre Ríos, Argentina] las necesitaban ellos para sí y para sus caballos, sin poder ni querer aunque pudiesen cedérselas a nadie, y porque en suma no gustaban que cerca de ellos hubiese pueblo alguno de padres, que en su vocabulario es lo mismo que de cristianos» (4).
Notas
1. Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.
2. Ibid.
3. Ibid.
4. Ibid.