No iban a vender sus pueblos por oro, sino por sangre

El Tratado de Límites firmado en 1750 por las coronas de España y Portugal con relación a sus dominios de ultramar tuvo consecuencias imprevistas en esta parte del mundo.

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Después de los desórdenes que se registraron en San Miguel, en los que un regidor estuvo a punto de ser muerto de un flechazo disparado por su propio hijo por haberse mostrado favorable a los padres misioneros, el padre comisario, que estaba recorriendo los siete pueblos reclamados por los portugueses, comenzó a pedir a quienes fueron testigos directos de aquellos acontecimientos que ofrecieran su testimonio bajo juramento. No es que no confiase en ellos ni que pensase que pudieran estar mintiendo, sino que era consciente del cariz que iban tomando los acontecimientos. La situación empeoraba cada día y pensaba ya que, en algún momento, iba a tener que rendir cuenta de todo lo que estaba sucediendo y para ello deseaba tener documentos que respaldasen sus declaraciones. Nada mejor, entonces, que contar con esas declaraciones juradas.

En su relatorio, el padre Juan Escandón se refiere a la primera declaración jurada hecha por un misionero que había estado en San Miguel y al que pidió que saliera de allí pues su vida corría peligro. «Fue este el primero de los muchos juramentos que el dicho padre comisario pidió a los misioneros, así curas, como compañeros en las relaciones de lo que pasaba tocante a su comisión de entregar. Y lo pedía así por la razón ya insinuada; y no sin especial providencia de Dios para con esta provincia. Porque aunque los simples dichos de tantos y tan venerables sacerdotes bastaba para refutar y desvanecer del todo las feas calumnias que habían ya pensado levantar contra ella y sus misioneros los portugueses, quienes ya allá en Castillos se las iban empezando a levantar y habían de proseguir levantándoselas después; pero parece que quiso su majestad que no sólo bastasen sino sobrasen, y tanto que sin una gran temeridad no se les pudiese a dichas relaciones negar un entero crédito; el que no se les puede negar, sin hacer el juicio más que temerario de que todos los dichos sacerdotes fueron en sus declaraciones unos perjurios» (1).

«Lo que no creo yo –sigue diciendo– que digan ni aun los portugueses, siquiera por que no se ría de ellos todo el mundo. La otra parte fue también muy convincente, que así asegurasen con juramento sus deposiciones; porque en ellas hay algunas que aun muchas cosas tales que (como solemos decir) es menester que se juren para que se crean, principalmente de las que los padres hicieron y padecieron, y del ardor y constante empeño con que tomaron con que tomaron este negocio, que si personas tales como testigos de vista no lo jurasen, parecerían las dichas cosas solamente increíbles. Y digo personas tales, porque sé y sabe V. R. y nadie lo ignora que no todas las deposiciones juradas, que de Indias van a España no son tan verdaderas, que no se pueda dudar de muchas de ellas» (2).

«Tomada así la declaración al dicho padre cura le ordenó el padre comisario que volviese otra vez a su pueblo de San Miguel el día 11 del mismo mes de octubre, juzgando acaso no ser tanto el peligro de la vida como el cura se recelaba. Y desde allí también envió su primera carta circular o común a todos los misioneros en que segunda vez intimaba los preceptos de Nuestro Padre General, comunes a toda la provincia y ponía de nuevo otros cinco a los misioneros, en orden a la prontitud de la mudanza. Y aunque acerca de estos últimos le propuso el padre superior de misiones sus dificultades, no desistió el padre comisario de imponerlos, aunque no podía dejar de ver que las dificultades eran grandísimas; pero las prisas que en el negocio a él le daban los comisarios reales, no eran menores. Y así señaló para la efectiva mudanza de todos los pueblos un mismo día; que fue el tercero del noviembre siguiente; agregando en orden a esto se intimasen los dichos preceptos a todos, como con efecto se las intimaron, no más de porque así al padre comisario le pareció conveniente. Porque en esto de imponer preceptos sobre casi todas las cosas que mandaba, sí eran de alguna monta en el negocio de entregas, parece que discurría el padre del mismo modo, o muy semejante al que ya dije de pedir juramento ; que o no sería dificultad ninguna, o sí alguna sería, las vencía todas, siendo en uno y otro más liberal de lo que acaso jamás se ha visto en la Compañía como V. R. lo podría ir observando en lo que irá viendo; y esto no porque temiese que acaso no se le obedecería a sus solas órdenes, y aun a sus meras insinuaciones, según nuestras santas reglas; sino porque así quiso hacer más creíble (según yo discurro) y a aún más indubitable a cualquier malicioso incrédulo, que la Compañía de Jesús, esta provincia y sus misioneros habían hecho cuanto el padre comisario mismo había juzgado por conveniente se hiciese en orden a la evacuación de pueblos y tierras; y que así nadie aún de los mismos interesados pudiesen sin temeridad decir ni aún recelar, que no se hubiese hecho; pues al decir esto, o recelarlo, era en buenos (o en malos) términos decir, o recelar que unos tan buenos y edificativos misioneros no hubiesen obedecido a dicho padre comisario aún en lo que había mandado con preceptos de santa obediencia, excomuniones y suspensiones. Este motivo junto con el de dejar así a cubierto e indemne contra la calumnia el honor de la Compañía puede librar de toda censura lo que con menos urgentes motivos apenas, ni aún apenas, pudiera dejar de parecer demasiada facilidad de poner preceptos sin necesidad, como entonces se juzgaba y ahora se ve que en nada dañó el haberlo impuestos. Y basta de digresión» (3).

«El día 15 del mismo mes se supo en Santo Tomé que los indios de San Juan hablaron y persuadidos o engañados de sus parientes y vecinos los miguelistas, ya tampoco querían mudarse sino permanecer y mantenerse en sus pueblos y tierras, y juntamente con la noticia de esto vino un billete o carta de ellos para el padre comisario en que allá a su modo le decían mil males de los portugueses, a quienes quería el padre que ellos diesen sus dichos pueblos y tierras; y todo venía a parar en que aunque el padre y los padres misioneros quisiesen, ellos, que eran los dueños, no querían. Súpose allí, casi al mismo tiempo, que los del pueblo del Santo Ángel eran del mismo sentir, y que por eso habían pedido al padre superior que les quitase al padre cura que tenían, porque (según ellos decían) los molestaba demasiado con sus importunaciones sobre que se mudasen y dejasen su pueblo y tierras a los portugueses; y esto porque tenía ente ellos a su Mosiohermano casado con una brasileña y avecindado en el Río Grande. Y esto del hermano casado, aunque no probaba nada era la pura verdad. Añadían también que si los dichos portugueses tanto apetecían su pueblo se lo habían de comprar, no por plata ni oro, sino aprecio de su sangre. Y parece aludían en esto a lo que ya se decía entre ellos de que los portugueses por oro y plata habían comprado a los padres las tierras y pueblos. Súpose también entonces allí mismo, como los de San Miguel habían dicho a su cura vuelto ya, y recién llegado de Santo Tomé mil libertades (por llamarles desvergüenzas) delante del superior improperándole sus traidores intentos de haber maquinado la entrega a los portugueses su iglesia, su pueblo y sus tierras; y que del padre comisario a quien habían ido a ver decían que no era español ni jesuita, sino un portugués seglar vestido con sotana de la Compañía, y que se afianzaba tanto en este su dicho, que algún otro de los mismos miguelistas aseguraba a los demás, que él mismo lo había visto de seglar entre los otros portugueses del Río Grande» (4).

Notas 

1. Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.

2. Ibid.

3. Ibid.

4. Ibid.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

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