Narcos, cine e ideología

La historia del cine paraguayo aún está a la espera del filme que refleje la complejidad de los conflictos de poder involucrados en el narcotráfico, dice Gustavo Reinoso en este artículo sobre una reciente producción nacional.

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Un episodio ficticio y paraguayo de la guerra global contra el narcotráfico es el marco argumental de Leal, solo hay una forma de vivir, película dirigida por Pietro Scappini y Rodrigo Salomón sobre un guión de Andrés Gelós. Estrenada en agosto y aún en cartelera, inaugura en el ámbito de la producción nacional uno de los géneros cinematográficos con más seguidores y, por ende, más rentables, el del cine usualmente llamado «de acción». Aunque, salvo honrosas excepciones, sus tramas suelen ser sencillas, facilitando su aprehensión al espectador, el género no carece de virtudes cinematográficas que apreciar. Nos incumbe, en estas líneas, analizar si Leal cumple el propósito que estas producciones persiguen: entretener.

Una guerra justa de las fuerzas de la ley y el orden, encarnadas en agentes de la Secretaría Nacional Antidrogas (Senad), contra malvados narcotraficantes es el punto de partida del filme. Decidido a emprender una lucha frontal contra el narcotráfico, el presidente de la República del Paraguay (la película fue filmada y estrenada durante el mandato de Horacio Cartes) designa como ministro secretario ejecutivo de la Senad al coronel retirado Ramón Fernández (Silvio Rodas), quien conforma un comando élite antidrogas liderado por el sargento Carlos Gorostiaga (Luis Aguirre), que frustra una gran operación de contrabando de narcóticos de la banda del capo Javier Salcedo, personificado por el actor chileno Gonzalo Vivanco. La narrativa visual de Leal salva con austeridad bien llevada la falta de escenas de acción verdaderamente espectaculares. Se nota además cierta estética gamer y el uso de drones para tomas aéreas de plano general, recursos dirigidos al público joven. Quien busque referencias o influencias de los viejos clásicos de los años 60 y 70, como, pongamos por caso, Bullit (1968, dirigida por Peter Yates, con Steve MacQueen y Jacqueline Bisset) o The Gauntlet (1977, dirigida y protagonizada por Clint Eastwood, con Sondra Locke como coprotagonista), no encontrará nada. La ya mencionada austeridad, un guión que plantea multitud de potenciales subtramas que se comprimen mal en los 107 minutos de duración del filme y una dirección que no consigue sacar lo mejor de los actores conspiran contra Leal y anclan la película en el mar de los Sargazos de la medianía.

El elenco principal, Silvio Rodas, Félix Medina, Roberto Weiss, Luis Aguirre, Andrea Quattrocchi, Dani Da Rosa, se desempeña con aceptable corrección; ninguno desentona, pero ninguno sobresale. Aprisionados en una trama carente de matices, sus personajes resultan anodinos y predecibles. No pasa lo mismo con el villano: Vivanco logra brindar una buena actuación, que no alcanza mayor altura por lo caricaturesco del personaje. Mención especial para el ridículo matón brasileño Dante, interpretado por Bruno Sosa, quien en sus intervenciones deja a su personaje no como implacable asesino sino como risible patán. Experiencia y capacidad muestran, cada uno por su lado, Rafael Rojas Doria y Andrea Frigeiro, cumpliendo esta, en su rol de viuda de mafia, una labor convincente; el espectador acaba echando en falta que la historia no saque más partido de tan interesante personaje.

Ideología, cine y narcos

Temas tan arduos como el narcotráfico, las drogas y sus múltiples implicancias exigen examinar connotaciones y motivaciones tras bambalinas de las políticas del poder y el tratamiento del narco por los mass media para discernir y llegar a una reflexión ecuánime. Claramente, la película se sitúa en una posición de total prohibicionismo; incluso, en alguna escena el uso recreativo de la marihuana es despreciado por uno de los personajes. El fragmento no es irrelevante: hace décadas que el debate jurídico y criminológico busca diferenciar entre «tenencia», «uso» y «tráfico» de estupefacientes. El filme privilegia, sin matices, la persecución policial y penal como única perspectiva, obviando la problemática de salud pública que conlleva la adicción. Mientras políticas innovadoras en lo referente a las llamadas «drogas blandas», como la marihuana, son experimentadas por países como Uruguay o Canadá, con el interesante antecedente de Holanda, que registra niveles de consumo por debajo de la media europea, el liderazgo hemisférico de Estados Unidos, más allá de excepciones locales al interior de la propia unión americana, persiste en el prohibicionismo total y la guerra contra el narcotráfico. En ocasiones, los bandos de esta guerra no son claros ni categóricos, empezando por las propias agencias del gobierno estadounidense.

En estos días rota por las señales de HBO la película del 2017 American Made, titulada en español Barry Seal: solo en América, dirigida por Doug Liman y protagonizada por Tom Cruise. Historia dulcificada, en clave de comedia trágica y bastante alejada de los hechos reales con fines dramáticos, se basa en la trama urdida por la CIA en los años ochenta, durante la presidencia de Ronald Reagan, para traficar cocaína de los cárteles colombianos a Estados Unidos y así financiar armas y logística para los «contras» antisandinistas en Nicaragua. Centrada en las vivencias del piloto Barry Seal, reclutado por la CIA y la DEA, no podemos sino decir que la película es una más del montón de la factoría cinematográfica yanqui. Aunque no asoma en American Made la conexión entre la inteligencia americana y el narco, inicialmente se devela por declaraciones de traficantes procesados en Estados Unidos. El escándalo fue investigado por una comisión senatorial presidida por John Kerry, comisión que dio a conocer sus conclusiones en abril de 1989. Existió participación de integrantes del movimiento de los contras nicaragüenses en el tráfico de narcóticos. Existió participación de narcotraficantes en el suministro de armas y logística a los contras. Se comprobó la existencia de pagos a narcotraficantes y a empresas vinculadas a narcos efectuados por el Departamento de Estado de Estados Unidos. Se determinó que la CIA poseía información sobre los vínculos de sus aliados antisandinistas y el narcotráfico y que no obstante siguió con sus operaciones en Centroamérica. En 1996, en una serie de artículos de investigación publicados en el San Jose Mercury News, de San José, California, el periodista Gary Webb relató, basándose en confesiones de narcos centroamericanos, la operación encubierta de la CIA para financiar la Contra y su directa relación con la epidemia de crack en las calles de los barrios bajos de las urbes estadounidenses. Webb recopiló sus artículos en un libro, Dark Alliance: The CIA, the Contras, and the Crack Cocaine Explosion. Falleció en el 2004 en sospechoso suicidio con dos balazos en la cabeza. Existe sobre esto una película, Kill the Messenger (Matar al mensajero), del 2014, dirigida por Michael Cuesta y protagonizada por Jeremy Renner.

La administración Reagan se caracterizó por su discurso de guerra frontal contra el narcotráfico y coincidió con el surgimiento y crecimiento exponencial del tráfico y consumo de la cocaína y su derivado, el crack, que afectó particularmente a los barrios pobres de las grandes ciudades norteamericanas, poblados mayoritariamente por afroamericanos e hispanos. El involucramiento del organismo máximo de inteligencia norteamericana en el tráfico es muestra paradigmática del doble juego de mentiras, hipocresía y sideral corrupción que acompañan a esta ya larga guerra contra las drogas.

«Basada en hechos reales»

Aunque Leal, solo hay una forma de vivir se precia de estar basada en hechos reales, su perspectiva maniquea de la contienda contra el narcotráfico como un enfrentamiento entre buenos y malos sin fisuras ni ambigüedades nos parece quimérica, idealizada, casi banal, proveniente de un trivial paraíso habitado por mentes acríticas. El filme, coproducido por firmas vinculadas al expresidente Cartes y sostenido publicitariamente por medios de comunicación afines al exmandatario, adolece de un simplismo que lo torna poco creíble para el espectador paraguayo; las acusaciones y contraacusaciones de relaciones indebidas entre política, fuerzas de seguridad, poderes fácticos y narcotráfico, cotidianas en nuestro medio, vuelven imposible un acercamiento ingenuo al fenómeno narco. La historia de nuestro cine aún está a la espera del filme que refleje, aunque sea someramente, el enmarañado conflicto que escolta el tráfico de estupefacientes.

gustavoreinoso1973@gmail.com

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