Nada que celebrar

Leí con mucha tristeza, en la página 5 del periódico del 4 de noviembre, que «Cartes reivindica al dictador Stroessner y hace intenso proselitismo en el Este». Como en ciertos filmes de terror, el muerto resucita para recordarnos lo que creíamos superado. Y encontré el siguiente artículo, que escribí para Acción, la revista de los sacerdotes jesuitas del Paraguay, en el 2002; creo que hoy no borraría una letra, aunque tampoco, sobre el tema, agregaría otra:

Placa en el exterior de la sede del Departamento de investigaciones de la dictadura de Alfredo Stroessner (AFP)
Placa en el exterior de la sede del Departamento de investigaciones de la dictadura de Alfredo Stroessner (AFP)152134+0000 NORBERTO DUARTE

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LA REVISTA CRITERIO

En el dormitorio estaban mi señora y mis tres hijos: José Nicolás, de siete años, Manuel Francisco, de cuatro, y Javier Ernesto, de cinco meses. Al abrir la puerta, me preguntaron dónde estaban las armas. Todavía tenía cierta tranquilidad y les mostré unos zapatos de mujer con tacos y plataformas muy altas que se usaban en esos días. Esos días que parecen tan cercanos cuando pienso en ellos y a la vez tan lejanos cuando los comparo con la vida cotidiana actual.

Nunca escribí sobre esos hechos. Es como si la necesidad de ser feliz impusiera la condición del olvido. Pero muchas casualidades se dieron este domingo. No puedo dejarlo pasar sin sentir que es necesario revivir y contar esos días en que algunos «eran felices y no lo sabían».

Había pasado desapercibido para mí y mis hijos este 21 de julio. Sucedió que, más tarde, mi señora me leyó unas páginas en donde se registran hechos del pasado con páginas de color sepia como para insinuar que ya forman parte de la historia. Tenían, sin embargo, un error: los detenidos no pertenecíamos a la Organización Política Militar, sino al Movimiento Independiente.

Por otra parte, además, este domingo me detuve ante el televisor buscando algo que ver. Aunque para muchos es imposible, para mí es una necesidad distinguir el relato del tema. El relato es la sucesión de hechos; el tema expresa algo más. La película, cuyo título desconozco, era sobre el juicio de Núremberg. El relato, por consiguiente, se relacionaba con el proceso jurídico, pero el tema se desdoblaba en tres ideas claves: primero, cómo era posible explicar el influjo perverso del nazismo sobre un pueblo tan culto y noble como el pueblo alemán (tema que también desarrollaron otros, como Adorno, Habermas, Fromm, etc.); en segundo lugar, cómo la creencia y la fidelidad a una ideología son capaces de ocultar la realidad para justificar los actos humanos más perversos; y finalmente, en tercer lugar, la necesidad de recordar el pasado para evitar que se repita en el futuro. La película, el día, el recuerdo, me impulsaron a escribir este artículo.

Hace veinticinco años, esa noche, entraron a casa. Revisaron todo. Se llevaron algunos libros; entre ellos, El comunismo en las misiones, de Blas Garay. El título era elocuente. Solo después me dijeron que me preparara para salir, porque el Jefe quería verme. Ingenuamente, me vestí con lo mejor que tenía, incluyendo un saco sport que utilicé como colchón durante algunos de los fríos días de julio.

Los sagaces investigadores habían llegado en tres vehículos que, al salir con el «peligroso delincuente», iniciaron una alocada carrera en medio de risas y gritos, en plan francamente festivo.

Al llegar al Departamento de Investigaciones, me registraron en un cuaderno, me sacaron el reloj y me hicieron pasar a una pieza en donde pude reconocer a otros amigos.

Desde que llegamos, esa noche estuvimos parados contra la pared. El color amarillo dejaba ver manchas de sangre. Nadie podía hablar, ni moverse. Solo en ese momento comprendí lo que realmente significa estar bajo la voluntad de un poder absoluto.

Las noches fueron dramáticas. A los sones de la polca Santaní se iniciaba la tortura. Cerrábamos los ojos cuando nos ordenaban acostarnos. Después de media hora, un oficial nos llevaba a declarar. Entraba, caminaba en medio de quienes simulábamos dormir, para después elegir a la víctima de la noche. En ese momento de la elección, el miedo me consumía el alma.

A Ursino Barrios, que llegó después de nosotros, lo golpearon toda una noche. Recuerdo los gritos de Ursino. Como al comienzo eran potentes, para después, paulatinamente, convertirse en un gemido, y luego, el silencio total. O los resultados, comprobados la noche siguiente. A Jorge Canese lo vi sentado en un pasillo, exhausto por una larga sesión de pileta. Solo lo recuerdo, y lo veo ahora con toda claridad, levantándome la mano en señal de saludo, físicamente destrozado. A Bogado Gondra solo lo pude ver después de ser torturado salvajemente; lo trajeron al mismo lugar en donde estábamos Óscar Rodríguez, Antonio Pecci, Adolfo Ferreiro, Eduardo Arce y José Carlos Rodríguez.

En el local de Investigaciones, frente al altillo donde nos encontrábamos, existían unas celdas pequeñas en donde guardaban reclusión inhumana algunos detenidos. Las celdas se abrían dos veces al día, cinco minutos, para que tiraran al baño sus necesidades realizadas durante el día y la noche. Eran recogidas en una lata de leche Nido. Cuando estas personas salían, nosotros teníamos que mirar hacia la pared. Eran los prisioneros que, según las circunstancias, seguirían con vida, o simplemente serían considerados desaparecidos.

No sé dónde habrá terminado un hombre adulto con acento uruguayo, que a la noche era salvajemente golpeado. El edificio tenía espacio descubierto, y cada vez que esa persona salía a la noche, dirigía la mirada al cielo para decir que su madre lo estaba mirando. Eso enardecía a los celadores, que lo golpeaban sin piedad. Él repetía la misma frase hasta que su voz desaparecía. Entonces era nuevamente conducido a la celda.

El lugar era insólito. A la noche, en medio de los tachos de comida, unas inmensas ratas hacían su aparición para deleite de los pyrague vigilantes, quienes, con unas hondas, se convertían en cazadores furtivos. En medio de la suciedad, al día siguiente era grotesco ver a mozos de smoking llevando a la mañana cafecitos para el Jefe y sus ilustres visitantes.

La razón de nuestra detención era tan absurda que tuvieron que inventar razones aún más absurdas. Por ejemplo, nos acusaron de ser «cartercomunistas»; es decir, dado que el presidente Carter era defensor de los derechos humanos y en ese entonces el embajador norteamericano Robert White había actuado con fuerza intentando que nos devolvieran la libertad, la policía estronista encontró una nueva ideología subversiva y violenta, el «cartercomunismo».

Pero no solo eso: en pleno proceso de tensión entre la Unión Soviética y la República Popular China, nos acusaron, además, de recibir instrucciones del partido comunista chino y del soviético, lo que implica que, sagazmente, habíamos logrado la unidad del mundo socialista en beneficio de nuestros peligrosos objetivos políticos.

La única razón real de la detención fue el intento de conformación de un movimiento político que, en el marco del respeto a la ley, pudiera tener presencia en la vida política del país. Para esto trabajábamos en el Movimiento Independiente, algunos en la tarea de afinar una línea ideológica más seria, y otros en la organización del movimiento.

Para lograr la primera tarea editamos la revista Criterio, bajo mi dirección en la última época. Incluso el segundo número apenas logramos retirarlo de la imprenta, sin poder distribuirlo. Fuimos trasladados, después de pasar unas cuatro semanas en ese infierno llamado Investigaciones. Allí, la tortura física y psicológica había acabado con nuestros cuerpos y almas.

Era una tarde fría. Simplemente, vino un oficial que nos dijo que alzáramos nuestras cosas porque haríamos un viaje. A las cinco, más o menos, nos subieron a una furgoneta Volkswagen, y solo al llegar supimos que nos encontrábamos en el penal de Emboscada, en donde pasamos un año de nuestras vidas.

El estronismo no permitía el desarrollo del pensamiento crítico. Buscaba alcanzar la unanimidad por medio de la imposición de una ideología autoritaria que impidió el desarrollo crítico en la sociedad paraguaya aplastando sistemáticamente cualquier intento de educación personalizada. Por otra parte, sentó las bases de un esquema que vació de contenido ético la vida política.

La corrupción, de acuerdo a Stroessner, era el precio de la paz, aunque en realidad era el combustible que hacía funcionar un sistema despótico cuyo control final estaba en manos del autócrata, que repartía los beneficios en función del grado de lealtad y de obsecuencia de quienes formaban parte de sus diversos círculos de poder. Este legado perverso del estronismo hasta hoy no ha sido superado. Esa es una de las causas claves que explican la situación que vive nuestro país. El golpe militar no generó rupturas con el régimen estronista, y es necesario reconocer que los jóvenes de entonces nos dejamos atrapar por una esperanza que resultó ser falsa.

Hemos cometido errores claves: 1. No registrar y publicar sistemáticamente los horrores de la dictadura. 2. No haber confrontado en un sentido absoluto los supuestos valores de la dictadura y los valores de la democracia, de manera tal que la democracia no sea perversamente manipulada. 3. La cotidianidad de la vida actual pudo más que la necesidad de un esfuerzo orientado a alcanzar el objetivo de una sociedad más justa.

Hace veinticinco años. Ni siquiera lo hubiera recordado, pero las circunstancias y casualidades me hicieron comprender que los felices inconscientes de esa época («era feliz y no lo sabía») pueden impúdicamente expresar esa frase porque no fuimos capaces de sacarle la máscara falsa a una dictadura atroz e inhumana. Mea culpa.

* Sociólogo, politólogo y abogado

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