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EN TORNO A UNA LECTURA EN PROCESO
De la más reciente novela del arquitecto Rubén Sapena Brugada, La difunta Aparecida (Asunción, Criterio, 2012, 183 pp.), apenas he leído –y encima acabo de hacerlo– el primer capítulo. (De modo que quienes hoy tengan ganas de enojarse por algo, pueden aprovechar y enojarse por mi osadía al escribir sobre esto. ¡De nada! Es siempre un placer.)
Desde el comienzo saltan a la vista dos cosas: primero, que la víctima no era inocente; y segundo, que el interés que tienen en el crimen los dos interlocutores cuyo diálogo informa al lector sobre este crimen no es altruista.
Y lo divertido es que el clima, pese a ello, no es de amargura ni de desencanto, sino más bien de comedia leve, incluso de discreto delirio hipomaniaco, cabría decir, como si la voz tácita del narrador nos diera a entender, por su tono y tal vez por algún ademán cómplice o un guiño de ojos, algo parecido a esto: «Oh, ciertamente, es todo tan absurdo, tan sórdido, tan craso, pero no me mire así; es solo que al mismo tiempo resulta… ¡tan hilarante!».
EL POLICIAL Y NUESTRAS INHÓSPITAS HISTORIAS
Señalé los dos rasgos que saltan a la vista en las primeras páginas de La difunta Aparecida porque hablan de un lugar y de un tiempo cuyos vicios y cuyas prácticas reconocemos clara y fácilmente como los de nuestro entorno. Y eso me lleva a pensar acerca de la localización del género en nuestro medio. La novela policial parece hecha para los escritores y lectores latinoamericanos: por los noticieros y periódicos se ve que vivimos en una sociedad llena de crímenes, y las historias que la gente suele seguir con interés tienen trama de novelas policiales.
Con una peculiaridad: en Latinoamérica yo no pondría en el centro del relato al detective o al policía, sino a la violencia misma, a la violencia como personaje principal. Una violencia urbana, de ciudades pobladas por el crimen, una violencia de ciudades siempre en crisis, crisis económica, política, moral, cultural, una violencia de ciudades latinoamericanas cada vez más caóticas, de ciudades y sociedades donde cabe pensar que la novela policial ideal tendría que contar en verdad la historia del miedo, tendría que hablar de lo que es convivir con el miedo en un tiempo en el que la supervivencia es inevitablemente sinónimo de delito para muchos, donde el lazo entre crimen e instituciones puede y suele ser turbio, temible, ubicuo, y donde investigar un crimen puede llevar, en última instancia, a arrojar una luz tal vez imperdonable en la lujosa trastienda de un mundo que es fundamentalmente y en sí mismo «criminal».
PROSPECTIVA: PARA PENSAR LO POSIBLE
La novela policial que narrara estas realidades aquí y ahora sería un espacio no ya solo para fantasear sobre delincuentes individuales, sino para retratar conflictos sociales en la medida en que los crímenes se enmarcan en este universo que los permite y que no solo los permite sino que incluso los hace, con frecuencia, inevitables. Así revelaría los mecanismos sociales, los engranajes institucionales, las trampas, el núcleo oscuro de nuestros problemas, ese fondo tenebroso que arroja su sombra sobre un entorno hace mucho ya corrompido, sometido al imperio de luchas darvinianas y de inequidades de todo tipo, de clase, de sexo, de estatus, de raza incluso (aún), etcétera: un cotidiano, edulcorado, maquillado infierno que por determinante no se perfila como el telón de fondo de nuestra historia «negra», sino como su subterráneo y fatal protagonista.
REGRESO AL INICIO Y SUSPENSO FINAL
Por todo esto, al comenzar a leer una novela sobre un homicidio, con personajes reconocibles, casi folclóricos, y que me remite al universo social que habitamos, me paro un rato a pensar que en la novela negra latinoamericana la solución de un crimen no será la lógica, limpia respuesta de los libros de, por poner un ejemplo muy ajeno a esta mi expectativa local (Think global, write local, podríamos acuñar como un eslogan aquí), Agatha Christie, sino que será insatisfactoria, pobre, parcial, incompleta. Porque la verdadera respuesta escapa ya a la definición clásica del propio género: la verdadera respuesta es una respuesta histórica.
Nada digo del nombre de virgen que lleva la modelo muerta en esta recién empezada, pero, como ven, estimulante novela, para no estropear la ironía. El sentido del humor del autor del libro es generoso, refrescante, grato, por cierto; pero sería precipitado lanzar algo más que un esbozo de opinión antes de haber concluido la lectura –y que conste que, sinvergüenza de mí, acabo de empezarla– así que me detengo para, con cierta perversión, compartir –sádico propósito final, pero tramado ab initio, de estas pequeñas digresiones– el misterio de una lectura iniciada hace solo media hora y en la cual, por ende –oh acuerdo fugaz con el rasgo distintivo por antonomasia del género–, el suspenso lo hace todo.
juliansorel20@gmail.com