Miguel Ángel Asturias El Señor Presidente

Hijo de Ernesto, español, y de María, india, Miguel Ángel Asturias Rosales nació en Guatemala en 1899. Se doctoró en la universidad de su país con una tesis sobre el problema social del indio, tema que le preocupó siempre y que se refleja en buena parte de su obra. Desde 1929 a 1933 residió en París, ganándose la vida como periodista y estudiando historia de mitos y las religiones en la Sorbona.

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En París tradujo el Popol-Vuh, libro sagrado de los quichés, al castellano. Posteriormente fue embajador de su país en El Salvador, y luego en Buenos Aires, y por último en París, allá por el 67 hasta el 70 y tantos. En 1966 obtuvo el Premio Lenin de la Paz. Al concederle el Premio Nobel de Literatura de este año, la Academia sueca ha declarado que el motivo de la concesión se debe a “sus obras de alto contenido de colores, arraigadas en un individualismo nacional y en las tradiciones indias”. Quizá le faltó añadir que la tradición española nutre también la literatura jugosa y barroca de este gran escritor, que, al ser preguntado por los periodistas franceses qué escritor ha influido más en su obra, pronunció el nombre de un español: don Francisco de Quevedo.

La antigua cultura maya (denominada Viejo Imperio por los especialistas) floreció entre los años 300 y 900 de nuestra era. Y floreció en sesenta ciudades conocidas, pues aquel singular pueblo construyó una civilización urbana sin antecedentes, verdaderamente única por su fuerza, sus conocimientos, su modo de vivir y morir. En orden de antigüedad, de remota presencia en las selvas del Petén, están Uaxactun, Tikal, Copán, Oxkitok… y el resto, todavía no del todo estudiadas y cuántas quizás no descubiertas por nuestro tiempo.

El hombre de la cultura maya, representado en los monumentos y en los códices, es rechoncho, pequeño, cabeza deformada en la frente y las sienes, gran nariz, pronunciada y convexa. La figura física de los mayas clásicos está viva todavía en sus descendientes de hoy, que hablan el viejo idioma, según parece, que repiten la imagen, pero olvidaron la historia y también la cultura. Los mayas del siglo XVI ignoraban quiénes habían construido las poderosas ciudades abandonadas. Los mayas del siglo XXI están tratando de recordar el glorioso pasado.

Leyendas de Guatemala

Miguel Ángel Asturias, escritor guatemalteco, parece un maya antiguo; y lo parece tanto en el aspecto externo, de indio de cualquiera de las ocultas ciudades del Viejo Imperio, como en su proyección interior, en su literatura de profundas resonancias, remotas, indígenas. Elvio Romero, su amigo entrañable, de quien Asturias dijera de su poesía: “Poesía invadida llamo yo a esta poesía, poesía invadida por la vida, por el juego y el fuego de la vida”, lo recuerda de esta manera: “Tenía toda la fisonomía de un maya. Era además silencioso, callado. Neruda lo llamaba “chompipe”, que es pollo. En la época en que residí en Génova viví en su casa durante dos años. Y fui testigo de su gran cultura y de sus preferencias literarias”. Miguel Ángel Asturias, con nombre criollo, representa a los mayas entre los guatemaltecos e hispanoamericanos de hoy.

Pero ocurre que a los mayas les llegó un día don Pedro de Alvarado. La ciudad de Guatemala se fundó el 25 de julio de 1524. Allí comienza la nueva historia, con el idioma que un vecino de la ciudad dejó escrita. Bernal Díaz del Castillo y su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (Publicada en Madrid, 1632) le dan a Miguel Ángel Asturias el instrumento para expresarse, el idioma castellano.

Los libros de este escritor (Premio Nobel en 1967, ya lo dijimos) vienen, pues, de una profunda corriente cultural indígena, cuando toca la esencia de su pueblo viejo; pero se escribe en un idioma que se habla en la tierra sólo desde 1524. También a ese nuevo pueblo, el mestizo y suyo propiamente tal, representa el escritor.

El primer libro de Miguel Ángel Asturias, Leyendas de Guatemala –un homenaje a las tradiciones y leyendas de su tierra nativa–, se publicó en Madrid en 1930. Tenía entonces Asturias treinta y un años, pero el libro había sido escrito años antes en París, donde el joven escritor siguió estudios en la Sorbona con el profesor Raynaud, en su cátedra de culturas y religiones de América Latina. Un año después, en 1931, Asturias terminó su primera gran novela El Señor Presidente, cuyo manuscrito dejó en manos del hispanista Georges Pillement, y que no iba a publicarse hasta catorce años más tarde, en 1946, en México. Su éxito fue fulminante. Dos ediciones argentinas (en ese momento), agotadas rápidamente, hicieron famosa esta novela en toda América y, al ser traducida al francés, obtuvo el Premio Internacional del Club Francés del Libro. La crítica señaló a huella de Tirano Banderas, la admirable novela de Valle Inclán, en El Señor Presidente, sátira feroz de la dictadura de Estrada Cabrera en Guatemala. El éxito de su novela estimuló la vocación narrativa de Asturias, que en los años siguientes continuó con vigor su carrera de novelista, publicando Hombres de maíz (1949), Viento fuerte (1950) y El papa verde (1954), que forman una trilogía novelística; Los ojos de los enterrados (1960), Mulata de Tal, El alhajadito y varios libros de narraciones breves, Weekend en Guatemala (1956) y El espejo de Lida Sal (1967).

Aquí están las leyendas propiamente tales, escritas con el expreso atributo de sacar a flote aquellas presencias telúricas de su pueblo; y al lado de las leyendas (el primero y el quinto de los libros) están las novelas, leyendas mayores, trabajadas con los mismos elementos oscuros de la fábula y los mismos componentes misteriosos del lenguaje (Hombres de maíz, Mulata de Tal y El Alhajadito).

“…aborígenes soterrados bajo siglos”.

Es, o será, tópico, pero es la verdad. Hasta la narrativa de Asturias llega, vivificado, el viejo mundo maya. No queremos decir reconstruido con la meticulosidad y erudición del novelista histórico –lo que no excluye pasión ni comprensión–, sino mostrado como puede mostrarse algo propio, que se lleva adentro, y de lo que se tiene conciencia.

Es conocida la anécdota del estudiante guatemalteco al que la persecución política ha alejado de su país y que encuentra, primero en Londres y luego en París, al viejo mundo indígena que desde las vitrinas de los museos le impone una presencia que los siglos no han podido borrar.

El joven estudiante es poeta. En su pugna creadora surgen voces distintas que probablemente no le parecieron conciliables en algún momento: unas actuales, haciéndole sentir que forma parte de ese conjunto de movimientos que tratan de abrir nuevas vías a la literatura y otras que le impulsan a tomar como tema los motivos aborígenes soterrados bajo siglos.

Es el momento de las “historias-poemas-sueños”, como Paul Valéry calificó aquellas Leyendas. Ciudades y leyendas viejas reúnen la inspiración salida de los viejos libros con la narración oída contar a los hombres viejos. Lo popular encaja a veces con los huecos de la teogonía destruida. Y entre sus vacilaciones aprende Asturias que ahí tiene su camino: buscar en lo propio, en ese pueblo que lo hace clamar por él con nostalgia. Sacar su propia inspiración y su propio estilo del intento de lograr una obra propia, en la que no se desdeñe lo que encuentre de más adecuado en los autores preferidos, de ayer o del momento.

En la muy mala edición de las Obras Completas publicadas en Madrid, en 1968, no hay referencias, ni bibliografía, ni un orden apropiado, ni están todos los libros. El prologuista José María Souvirón señala inteligentemente las fuerzas nutricias de la escritura del guatemalteco: “Una de las impresiones más definidas que produce la obra de Miguel Ángel Asturias es la de su profunda americanizada. Junto a esto, la de su innegable contacto con la tradición española. Ambos elementos, en justa combinación, ceden a sus novelas (y a todos sus escritos) el difícil equilibrio, el vehemente y fecundo equilibrio que caracteriza lo clásico. Al menos, lo que puede en algún sentido llegar a ser clásico. No es sólo el Popol-Vuh lo que suministra fuerza vetusta al escritor guatemalteco, sino el conocimiento de la otra fuente hispánica, el elemento que domina por encima de lo telúrico: la tradición llegada desde el Viejo Mundo”.

El Señor Presidente

El maestro Anderson Imbert dedica dos páginas de su Historia de la Literatura Hispanoamericana a este autor y concluye con esta aseveración: “Sin duda es Asturias uno de nuestros mayores novelistas, por el vigor de su imaginación, la audacia con que complica la estructura interior del relato y el lirismo violento o enternecido con que evoca las tierras de América”.

Ese lirismo evocador de lo americano debe ser lo que lleva a Luis Harss a titular el capítulo de su libro Los Nuestros, en torno a nuestro autor, del modo siguiente: “Miguel Ángel Asturias o la tierra florida”. Es allí donde expresa este juicio: “El Señor Presidente seguirá interesando quizá como una vistosa reliquia, pero es probablemente por Hombres de Maíz que Asturias será recordado”.

En el conjunto de estudios publicados por el editor Helmy F. Giacoman, son los de Fernando Alegría, Enrique Anderson Imbert y Jorge Campos los que permiten una aproximación crítica al autor, con mano segura.

Dice Alegría: “Las criaturas de Asturias se mueven trabajosamente hacia la consecución de un destino que no pueden cumplir sino por medio de la transfiguración mitológica. En vida les atormenta la diabólica fatalidad de las almas perdidas de Dostoievski. A los buenos, es decir, a las víctimas, les toca la gracia divina, también dostoievskiana, que va con los pobres de espíritu. Las víctimas llevan la aureola del santo, ya sea en forma de corona de sangre o en forma de lazo, la soga del ahorcado maya que vuela al paraíso desde el árbol donde cuelga. Seres como el idiota llamado Pelele, como la Mazacuata, el Cara de Ángel, Vázquez y las numerosas prostitutas y presidarios, son seres de un primitivismo esencial y básico, en la cual Asturias parece ver la condición indispensable de la salvación en un sentido metafísico. En este plano se explican y resuelven sus terrores, sus cóleras, sus claudicaciones y su crueldad animal”.

El estudio de Anderson Imbert valoriza del modo siguiente: “La mejor novela de Miguel Ángel Asturias, y una de las mejores en toda la novelística hispanoamericana, es El Señor Presidente. Su composición fue lenta: de aquí las fechas 1922, 1925 y 1935 quedaron señaladas al publicarse en 1946. No se menciona a ningún país, pero se sabe que Asturias elaboró allí recuerdos de su infancia y adolescencia, en Guatemala, bajo la tiranía de Estrada Cabrera. Como quiera que sea, nos proponemos analizar El Señor Presidente como obra de arte, no como documento histórico”.

Por su parte Jorge Campos, crítico español, con obra literaria muy sólida en el ensayo, el cuento y la crítica literaria, resume su posición con este párrafo: “El valor de Asturias está en haberse compenetrado con el trasmundo de su pueblo. Al impregnarse de los códices, han salvado del antiguo sentir espiritual y haberlo reforzado con la asimilación de lo popular ha preparado bien el terreno para que brotara la cosecha de su obra. Como el semillero, ha sabido eliminar la literatura gastada –la “tradición” seudo-histórica, el relato realista y localista, los provincianismos– para buscar el suelo virgen. Luego ha elegido y pulido sus herramientas. Como pertenecen al habla castellana ha elegido en ésta sus preferencias y modelos. De ellos brotará, pronto, casi en su adolescencia, un lenguaje propio”.

También hay que apuntar en el haber de Asturias su pronta concepción de que le era necesario modificar lo necesario sus instrumentos de trabajo: el lenguaje, la sintaxis, el estilo. Está sin apurar la investigación que nos diga la relación del novelista guatemalteco y las más avanzadas innovaciones de la literatura, especialmente en la Francia de su estancia en París, y aún más especialmente el surrealismo.

El hecho es que encontramos ya en sus leyendas, es bueno recalcarlo, muchas de las que son sus características y que acentuará en libros posteriores: cuidado de la palabra, buscando la precisión y la sonoridad dentro de la frase; el gusto por la enumeración, el juego con los vocablos, con las sílabas. O sea, resumiendo y simplificando, la participación decisiva del lenguaje en su creación literaria.

El hito, sin duda, en su obra es: El Señor Presidente, de 1932, sobre un cuento anterior, prolongado y probablemente reescrito. En él se juntan las dos posibles direcciones que podría tomar su obra: lo mágico y la realista denuncia del estado en que vive su pueblo. Asturias acababa de vivir en su propia vida lo que estaba viviendo todo su país: la imposibilidad de atender a cualquier otra cosa que no fuera a la dictadura que padecía. Se encontraba con algo más inmediato e ineludible que la busca del viejo fondo indio latente en los campesinos, porque también en las conversaciones y preocupaciones de éstos había algo más urgente.

La denuncia social y política viene hecha con lenguaje literario. Asturias elige entre las herramientas que ha perfilado y modificado, las que cree más eficaces. Y va a la pintura de una realidad con los mismos procedimientos que ha ido consiguiendo: el juego con los sonidos, con las palabras, las repeticiones, las aliteraciones, la onomatopeya… Recordemos, por ejemplo:

“Cara de Ángel abandonó la cabeza en el respaldo. Seguía la tierra baja, plana, caliente, inalterable de la costa con los ojos perdidos de sueño y la sensación confusa de ir en el tren, más atrás del tren, más atrás del tren, más atrás del tren, cada vez más atrás, cada vez más atrás, cada vez más atrás, más y más cada vez, cada vez cada vez, cada vez cada vez, cada vez cada ver cada ver, cada ver cada ver cada ver cada ver, cada ver…”.

Tirano Banderas

¿Hasta qué punto entró el conocimiento de Tirano Banderas en el estirón que dio el cuento primitivo para convertirse en la novela? Asturias nunca ha negado ese cierto discipulado –no tan servil como ha llegado a decirse–, que consiste en el modo de cómo entrarle a un tema más que en afiliarse a un estilo. Ni inventó a Estrada Cabrera ni tuvo que forzar la pluma para mostrar tipos, luces, secuencias. La similitud con la gesta de Santos Banderas es óptica.

Y no deja de ser curioso que esa óptica nos lleve a México por vías de Díaz Mirón, y a la esperpéntica realidad histórica de Lope de Aguirre, el Marañón.

Se ha señalado una visión cubista de la escena de la cárcel; se ha hablado del surrealismo, pero lo que más pesa en la construcción del personal ambiente que vive en la novela es ese mismo hechizo que envolvía sus libros anteriores y que aquí se adapta a época y tema.

Más allá de El Señor Presidente, decíamos. Si el propósito, en parte esteticista y puramente literario de Valle-Inclán, era el de lograr una síntesis del español en América, aprovechando, precisamente, sus diferencias, Asturias trata de lograr un “idioma americano” buceando en la lengua del pueblo y dejando correr sobre ella capacidad creadora e intuición.

Para muchos, es su mejor obra. El parecido con la arquitectura verbal valleinclaniana ha desaparecido. Tiran del relato las palabras y las cosas usuales en los campesinos. “Hay momentos en que el lenguaje no es sólo un lenguaje, sino que adquiere lo que podríamos llamar una dimensión biológica”, ha dicho Asturias. Y en otro lugar, y hablando precisamente de esta novela, teoriza que las palabras tienen un papel profundo, por lo que hay que explorar sus dimensiones ocultas, su resonancia, sus matices, su fragancia.

Por Armando Almada-Roche
(Buenos Aires, especial para ABC Color)
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