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En una parte del cómic Palestina, Joe Sacco conversa con un tal Mohamed sobre la exposición de los árabes en condiciones en las que no son vistos «como seres humanos»: «ven a gente vestida como animales… sucia, sin acceso a una higiene adecuada… Y se les mete en la cabeza: “Estos son mis enemigos”», le dice Mohamed, despojado de su hogar y reducido a la sordidez sin futuro de los campos de refugiados (1).
Mohamed está hablando en esas viñetas sobre su vida en el presidio de Ansar, pero el alcance de sus palabras es mucho más amplio. Por ejemplo, tal como la imagen del judío «democrático-limpio-disciplinado-inteligente-etcétera» siempre se ha encarnado en figuras mediáticas gratas a mentalidades reaccionarias con barniz progre (Golda Meir o Gal Gadot, por seguir con los ejemplos, como emblemas de mujeres «empoderadas» –cuando son en realidad emblemas del poder, emblemas del establishment, que seducen, como es lógico, a espíritus, conscientemente o no, afines al poder), así, pero a la inversa, la imagen del árabe, en pesadillesca asociación libre, «sucio-atrasado-irracional-fanático-terrorista-etcétera» remite a una larga tradición de prejuicios –en parte literarios, como han analizado muchos autores, de los cuales probablemente el más popular sea Edward Said– que precede a la cruelmente irónica confirmación que, según el propio Mohamed apunta con agudeza, en las apariencias él, al igual que tantos otros, termina encarnando contra su voluntad.
Siguiendo con los ejemplos, de modo similar, antes de su reconocimiento como capital de Israel por el actual presidente de Estados Unidos hace unos días, la imagen de una Jerusalén históricamente israelí fue reiterada durante décadas en el discurso proyectado por diversas voces –periodistas, «celebrities», académicos, voceros de partidos políticos, intelectuales, etcétera– a través de los más diversos canales. La proyección de una imagen construida en el discurso precede así a su conversión en «realidad» en los hechos. El triunfo discursivo aparece como condición del triunfo de la política fáctica. Los hechos políticos se vuelven posibles después de su fabricación, en parte explícita, en parte llena de contenidos latentes, no manifiestos, id est, llena, por decirlo así, de metapolítica. Los supuestos metapolíticos invisibles anuncian su propia realización.
Sobre Jerusalén, por poner otro ejemplo, se dice con frecuencia que los judíos pudieron volver a rezar en el Muro de los Lamentos en 1967, es decir, cuando la ocuparon y expulsaron a cientos de miles de palestinos de su hogar. En Suráfrica se hicieron cosas parecidas durante el Apartheid sin que por ello los funcionarios afrikaaners sean vistos con piadosa simpatía en la imaginación popular, pese a que hablamos por igual en ambos casos de ciudades y lugares demográficamente manipulados, y cuya topografía y cuya historia han sido alteradas por la fuerza.
Se dice también, por poner otro ejemplo, que Israel, en Palestina, cultivó el desierto (pese a quienes lo desmienten –así, Israel Shahak, que escribió: «para crear la convicción de que antes de la existencia de Israel Palestina era un desierto, cientos de casas, con sus vallas, sus cementerios y sus tumbas, fueron eliminadas» (2)–. No importa: en el entramado simbólico que imbrica hechos y discursos, Israel cultivó el desierto, creó democracia, levantó un monumento al Holocausto, y en todo esto, bajo su aparente carácter de suma aleatoria de hechos dispersos, hay una subterránea conexión metapolítica. Así, respecto al monumento mencionado, por ejemplo, como se puede leer en cualquier medio de prensa de cualquier país del mundo, la presión internacional por el reconocimiento de un Estado judío creció tras el Holocausto (3). Como tampoco es azar, por cierto, sino metapolítica que nadie ose discutir que este fue el «peor» genocidio de la historia –pese a que aceptar eso es prácticamente aceptar que pueden existir «genocidios mejores» (¿y cuáles serían? ¿Los de Hiroshima y Nagasaki? Etcétera, etcétera)–.
Un análisis metapolítico, un detectivismo metapolítico conduce a pensar, entre otras cosas, que quizá el poder no radique tanto en la capacidad de hacer algo cuanto en la capacidad de narrarlo del modo preciso que después los hechos «confirmarán» –del modo, pues, que se convertirá en «real»–. Conduce a pensar, por ejemplo, que tal vez la construcción discursiva de Jerusalén, punto de confluencia de culturas desde hace diez mil años, como ciudad judía, construcción discursiva que precede a la consumación en los hechos de la metamorfosis capaz de volver «real» esa imagen así construida, sea el mecanismo nuclear del verdadero poder, de un poder que no solo controla la geografía, sino también la memoria.
La conversión discursiva –que mutila una vieja y rica historia– del sitio de una milenaria mezcla de pueblos en hogar de uno solo ha precedido al reconocimiento, hace unos días, de una ciudad en disputa, igualmente inserta en esa tradición plural y compleja, como capital de una sola de las partes. Con ese reconocimiento, corolario de un largo proceso, discursivo y fáctico, de ocupación, lo que el actual presidente de Estados Unidos reconoce en realidad es a esa ocupación como empresa conjunta. Lo hace en este año en el que se cumple un siglo desde que –al tiempo que decía: «Poco importa el método si conservamos el petróleo de Medio Oriente» (4)– lord Balfour prometió apoyo británico para dar un «hogar nacional» a los judíos en una Palestina entonces con más de un noventa por ciento de población árabe, este año en el que cumple medio siglo la ocupación militar más larga de la historia moderna, este año en el que hemos aprendido que el calentamiento global no existe y que Jerusalén es la capital de Israel. Muy variadas imágenes se asocian –de modo evidente algunas, velado otras, indirecto todas– a lo que se sobreentiende –pero no se entiende, porque el sobreentender, y no el entender, es lo propio de la metapolítica (del objeto de estudio de la propuesta metapolítica, para ser exactos)– por valores democráticos e ilustrados de la cultura occidental moderna, y se oponen en un esquema dualista a lo construido como su opuesto por el subconsciente metapolítico. A lo construido como su opuesto no siempre de modo fácilmente reconocible ni solo desde posturas consideradas (con acierto) de derecha sino también desde posturas consideradas (erróneamente) de izquierda. Resueltas al cabo todas, bajo sus discrepancias aparentes, en la comodidad de los consensos e impuestas sin coerción por esa hegemonía que Gramsci supo ver. Sin embargo, la construcción discursiva de estos viejos –y actuales– esquemas dualistas –occidentales contra orientales, cultura laica contra cultura religiosa, emblemas empoderados de sociedades del bienestar contra sucias hordas feas, pobres y desharrapadas, como sabe Mohamed, etcétera– no lo es todo ni será el final de todo, porque la raíz del poder metapolítico –su carácter velado, inconsciente, invisible e inobjetable, por ello mismo, en la práctica– es también su punto débil –de hecho, el propósito de mi propuesta, de la propuesta metapolítica, es en última instancia llegar a esos cimientos que sostienen tantas cosas sin ser vistos y en los que una fisura puede en consecuencia decidir la caída de las más imponentes y grandes construcciones–. En la guerra metapolítica también hay cazafantasmas. El discurso no solo ni siempre enturbia. También la generosidad de la palabra y la buena puntería de las ideas son armas que permiten enfrentar al poder y derrotar a la muerte, tal como, según aquel antiguo tesoro de relatos recogidos a lo largo de varios siglos en las tierras del Oriente Medio, hizo una vez Shajrazat, que se enfrentó al Sultán, salvó la noche y la volvió infinita.
Notas
(1) Joe Sacco: Palestina. En la franja de Gaza, Barcelona, Planeta-D’Agostini, 2004, 285 pp.
(2) Israël Shahak: Le racisme de l’État d’Israël, París, Guy Authier, 1975, 282 pp.
(3) Ver, por ejemplo, «8 preguntas para entender por qué pelean israelíes y palestinos», en: BBC Mundo, 15 de febrero del 2017.
(4) Kimhe John: Palestine et Israël, París, Albin Michel, 1973, 220 pp.