Medianoche y encrucijadas: el Club de los 27 y el Padre del Delta Blues

Una vieja leyenda del universo del blues dice que Robert Johnson le vendió su alma al Diablo en el cruce de las actuales autopistas 61 y 49, en Clarksdale, Misisipi, y, de hecho, la letra de dos de sus canciones más conocidas –«Crossroad» y «Me and the devil»– parece aludir a ello.

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«I’m a drunken hearted man»

Robert Leroy Johnson (1911-1938)

EL CLUB DE LOS 27

La extraña y terrible muerte de uno de los miembros más jóvenes de la saga galáctica Star Trek, el actor ruso Antón Yelchín, el domingo pasado, atropellado por su propio coche, desató un alud de tuits, notas y posteos que lo sumaban a la lista de los miembros del Club de los 27.

El mito es muy conocido. Brian Jones, por ejemplo, entró en el club en 1969, al mes de haber sido expulsado de los Rolling Stones, cuando se ahogó en su piscina a los veintisiete años de edad. ¿Otros miembros? Aquí va uno: su carrera terminó solo un año después de su triunfo en Woodstock, cuando, al volver de una fiesta y antes de irse a la cama, tomó nueve pastillas de un somnífero, Vesparax; había bebido, y la mezcla del barbitúrico y el alcohol lo sumió en un letargo del que no despertó nunca: el 18 de septiembre de 1970 su cadáver fue encontrado en su departamento de Londres, a los veintisiete años. Y tal vez porque nada en Hendrix era discreto, ni su llamativa ropa, ni su stratocaster invertida, ni el overdrive de su amplificador, al saber la noticia alguien dijo: «Me pregunto… si muriera, ¿hablarían de mí tanto como de Jimi? ¡Sería buena publicidad! Pero no creo que pueda morirme también en 1970; dos estrellas de rock no pueden morir el mismo año». Con veintisiete años de edad, Janis Joplin –aquí va otra– se equivocaba: el 3 de octubre también ella fue encontrada muerta en su habitación, por sobredosis de heroína.

¿Otro? Cuanto más crecía el éxito de The Doors, más perdía el control de su vida. Cuando Jim Morrison se mudó a París en 1971, a los veintisiete años, no sabía que ese sería su último viaje: el 3 de julio, su novia encontró su cadáver en la bañera. Según la versión oficial (no se le hizo una autopsia), fue un paro cardíaco debido al excesivo consumo de alcohol.

¿Otro? Después de que Nirvana desplazó a Michael Jackson del primer puesto de las listas de Billboard con «Smells Like Teen Spirit», el grunge inundó en los noventa las ondas de radio. Al ver el recital acústico para MTV de 1993, sigue dando escalofríos la performance de Kurt Cobain, cuyo último álbum se tituló I hate myself and I want to die y que el 8 abril de 1994, cuando tenía veintisiete años, no vio la luz del nuevo día. Junto a su cadáver había una nota. Y también una escopeta.

¿Más? Aunque el primer tema suyo que escuché, una noche del 2006, creo que en La Tabernita, fue «Rehab» («They tried to make me go to rehab /but I said no, no, no…»), lo cierto es que sí entró en rehabilitación, y luego, a los veintisiete años, comenzó esa gira europea en cuyo primer concierto, al verla demasiado ebria para poder recordar las letras de sus canciones, la abuchearon, y que fue cancelada, y unas semanas después de la cual Amy Winehouse, voz sonora y valiente capaz de cantarlo todo, adicta al alcohol y a todas las drogas que infectan las amadas y odiadas calles de este tercer planeta, fue encontrada muerta el 23 de julio del 2011 en su departamento de Londres.

Como se ve, pese a los comentarios de estos días en internet sobre la muerte del joven actor Antón Yelchín, según el mito, el muerto debe ser un músico. Y, para los más ortodoxos, además de veintisiete años, debe tener una jota en sus iniciales –requisito que cumplen Jim Morrison, Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones y Amy (Jade) Winehouse–.

Pero, ¿de dónde vienen esta leyenda y sus curiosos detalles?

La leyenda, y también la profesión, la jota en el nombre y la edad, vienen del primero que entró al club.

CORAZÓN BORRACHO

De él nos quedan dos fotografías, veintinueve canciones y trozos de una vida que terminó muy rápido. Nació en Hazlehurst, Misisipi, el 8 de mayo de 1911, hijo de Noah Johnson y Julia Dodds, se casó a los diecisiete con Virginia Travis, que murió en el parto con el hijo de ambos y a la que sucedió una larga lista de amantes, y sopló la armónica y arañó la guitarra siguiendo por bares y tugurios a músicos como Charlie Patton, Willie Brown, Son House o Skip James. Tras la muerte de su mujer, se dio a la bebida. Cuando no trabajaba en el campo, tocaba. Según Son House, desapareció un año y el músico de Alabama Ike Zinneman le dijo que el chico había aprendido a tocar blues sobre una tumba a medianoche. Cuando volvió, el guitarrista mediocre había mutado en un virtuoso que hacía palidecer a los otros bluesmen, alteraba la voz con increíbles falsetes y tocaba de un modo que haría escuela, las cuerdas bajas marcando un walking bass hipnótico, las demás con vida propia y un slide que daba aullidos. Cuando, en casa de Brian Jones, Keith Richards escuchó por primera vez un disco suyo, preguntó: «Ese, ¿quién es?», Jones le respondió: «Robert Johnson», y Richards aclaró: «Me refiero al otro tipo que toca con él». No podía creer que fuera una sola guitarra.

El camino que, según la leyenda, siguió Johnson, ya lo habían seguido otros en ese mundo fabuloso del Delta del Misisipi. Tommy Johnson, otro músico de la misma zona y época, cuenta: «Para tocar y componer lo que quieras, lleva tu guitarra a una encrucijada. Tienes que estar ahí antes de medianoche. Toca algo tuyo. Vendrá un tipo grande y negro, tomará tu guitarra, tocará para ti tu canción y te la devolverá. Así lo aprendí yo todo».

Sobre la muerte de Johnson circularon muchos rumores. Johnny Shines dijo que había escuchado que estuvo varios días corriendo a cuatro patas, como un perro, hasta que vino a llevárselo el Demonio. La verdad se reconstruyó después. En 1938, una noche de ese largo mes cuyos peligros se conjuran en Paraguay con el «carrulín», y con veintisiete tacos, según los testigos, Johnson estaba tocando en un local de un pueblo llamado Three Forks. El dueño, un tal Ralph, de cuya mujer Robert era amante, le envió una botella de whisky, abierta. Sonny Boy Willianson, que estaba ahí, cuando Johnson empezó a beber, intentó quitársela: «No bebas nunca de una botella abierta», le dijo. «No sabes qué hay adentro». Y Robert, muy tajante, le contestó: «Y tú no trates nunca de quitarme una botella de whisky».

Y se la bebió toda.

Cantor de un folclore siniestro y alegre de pactos infernales, vidas desesperadas y rasgueos eléctricos y vibrantes que resuenan en el rock de las décadas siguientes, Johnson murió tres días después, por envenenamiento con estricnina. Sin el blues no existiría el rock, y sin Robert Johnson quizá no existiría el blues. Sin Johnson, y sin las voces de los trabajadores negros que se dejaron la piel en las plantaciones de algodón del Delta del Misisipi desde el siglo XIX. Han hecho versiones de temas suyos Captain Beefheart («Terraplane Blues»), White Stripes («Stop Breaking Down»), Rolling Stones («Love in Vain»), Cream («Crossroad»), Led Zeppelin («If I had possession over judgment day») y muchos más. Hace un mes, el 20 de mayo, Eric Clapton lanzó el álbum I Still Do, con versiones de Johnson, entre otros, y hace unos pocos días la banda californiana The Devil Makes Three adelantó un single de su próximo disco, que será lanzado (brrr) en agosto, preciosa versión –un asesino riff de banjo, un buen par de guitarras, un par de voces que se potencian y una velocidad refrescante para hacer honor a un clásico que está más vivo que nunca– de «Drunken Hearted Man», del tremendo Robert Johnson, rey de los pactos satánicos, el Padre del Delta Blues.

Juliansorel20@gmail.com

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