Más de tango

«Como lector asiduo del Suplemento y de las publicaciones que firma la directora, me extrañó que quien en sus colaboraciones demuestra una cultura indudablemente proveniente del Viejo Continente se ocupara de un género musical popular y hasta “barriobajero” nacido en el Río de la Plata», comenta en este artículo el doctor Alejandro Encina Marín.

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Cuando leí quién firmaba el reportaje que semanas atrás le hizo la directora del Suplemento Cultural, Montserrat Álvarez, a la consagrada concertista de guitarra Berta Rojas, como lector asiduo del Suplemento y de las publicaciones que firma la directora, me extrañó que quien en sus colaboraciones demuestra una cultura indudablemente proveniente del Viejo Continente se ocupara de un género musical popular y hasta «barriobajero» nacido en el Río de la Plata; no condecía con los temas habituales de quien, mente de por medio, se junta con Nietzsche, Pasteur, Humboldt, los modernos rockeros, los poetas más importantes que en el mundo han sido y aborda sucesos bélicos tan importantes como la Guerra Civil española.

Mi extrañeza se debía a los inicios del tango como música de baile, baile practicado por gente considerada «de clase inferior», y con frecuencia en ambientes prostibularios. Tuvieron que pasar décadas para que los poetas populares permitieran con sus letras que hombres de buena voz cantaran sus amarguras y las hicieran famosas por la exquisitez que cobraba esa música prohibida. Con el tiempo, a las varias formas y motivos de las tristezas tangueras –la desilusión, la soledad, el desengaño– se sumaron las nostalgias de los amores truncados, y fue, así, «Nostalgias» uno de los primeros tangos cuya letra emocionó al público:

«Nostalgias

de escuchar su risa loca

y sentir junto a mi boca

como un fuego su respiración...»

Fueron los tiempos en los que «Volver» cantaba el regreso de quien, tras haber vivido lejos de su tierra, la encuentra cambiada, y cambiado se encuentra también a sí mismo:

«Yo adivino el parpadeo

de las luces que a lo lejos

van marcando mi retorno...»

A comienzos del siglo XX surgieron lugares de entretenimiento para los varones con pistas de baile, donde se inventaban pasos cada vez más difíciles y se escuchaba a las «orquestas típicas». Uno de los locales más famosos de Palermo lo abrió el inmigrante alemán Hansen. Los bailarines impusieron allí los más difíciles pasos: nacieron ahí el «corte», la «quebrada», el «lustre sobre el pantalón» y el celebérrimo y nunca bastante bien ponderado «ocho». En lo de Hansen había mujeres entre las cuales elegían los varones sus parejas para bailar tangos y milongas, y payadores que improvisaban versos, tocando su guitarra o, acompañados por la viola, relataban sucesos nocturnos, querellas de amor o algún episodio de un 25 de mayo o un 9 de julio que casi siempre terminaba con el grito popular: «¡Viva la patria!»

Luego de bailar con las damas de Hansen, los bailarines las convidaban con bebidas espirituosas, por cada una de las cuales a las chicas les correspondía un porcentaje, lo que les valió el sobrenombre de «coperas». Ellas hacían servir a los noctámbulos ginebra de porrones de barro mientras, también en pequeños vasos, apuraban un mejunje amarillento que, decían los malpensados, no era sino té frío que, bebido a gran velocidad y sin daño, obligaba al caballero a empatarlas en las rondas, aumentando los pesos que desembolsaba el «gil» por los alcoholes reales y los supuestos.

Había en lo de Hansen coperas muy disputadas por sus artes en los tangos y las milongas, como la Rubia Mireya, recordada en el tango «Tiempos viejos»:

«¿Te acordás, hermano, la Rubia Mireya

que quité en lo de Hansen al guapo Rivera?

¡Casi me suicido una noche por ella,

y hoy es una pobre mendiga harapienta...!

¿Te acordás, hermano, de lo linda que era?

¡Se formaba rueda pa’ verla bailar!

Cuando por la calle la veo tan vieja,

doy vuelta la cara y me pongo a llorar...»

Para no cansar a las chicas, en lo de Hansen había intervalos: ahí entraban los payadores, a los que el público recompensaba poniéndoles billetes en el hueco de las guitarras. Los hubo de mucha fama, como Gabino y Cazón, recordados en el tango «Café de los angelitos» –un café que, por cierto, allá por el año 1955, en la esquina de la calle Rivadavia con Rincón, reconocí por su nombre escrito en el dintel e ilustrado con dos imágenes que representaban a los pequeños personajes celestiales–:

«Café de los angelitos,

bar de Gabino y Cazón,

yo te alegré con mis gritos

en los tiempos de Carlitos

en Rivadavia y Rincón».

Y si fuéramos argentinos, nos hubiéramos puesto de pie al leer ese nombre, Carlitos, pues no es otro que Gardel, cuya voz de tenor alto llenó todo el orbe de esa música que se sigue cantando con una emoción que mantiene viva la memoria del «Zorzal Criollo», fallecido en Colombia, cuando su avión se estrelló poco después de despegar.

En lo de Hansen, el Café de los angelitos y otros locales, al par que tangos, se bailaban milongas. La más conocida fue durante mucho tiempo «La puñalada», a la que solo igualó, años después, «Taquito militar», de Marianito Mores, sin olvidar un clásico, «El cachafaz». ¡Ah! Y recuerdo una milonga de corte jocoso, y muy alegre a pesar de su nombre, «El velorio». Un velorio que terminó en trifulca:

«Garabito y Chicharrón

se piantaron con el vino,

y el muerto fue detenido

por un novicio botón,

que lo llevó de testigo

pa’ prestar declaración».

En aquella época los uniformes policiales llevaban botones metálicos que les valieron a los agentes del orden el apodo de «botón». Y a propósito de Marianito Mores, en una época en que viví en Buenos Aires, él, que fue mi ídolo, imponía en el Teatro Nacional «El firulete» y «Taquito militar», bailados por Tita Merello y Tito Luciardo, que brindaban una refinada exposición de todos los pasos del baile popular. No quiero recordar a cuántos amigos llevé como cortesía, o, mejor dicho, como coartada para ver una y otra vez este espectáculo, por entonces el más importante de la noche porteña.

Y también en Buenos Aires, cuando, adolescente, fui a seguir un curso de verano, descubrí un local en la calle Maipú 555, cerca de Radio El Mundo y del negocio de música paraguaya, mechada por chamamés, de un compatriota medio bohemio y medio exiliado, Rubito Larramendia, que, con sus hermanos y su conjunto, me llevaba a escuchar polcas y guaranias para mantener vivo en mí el recuerdo de la patria y evitar que se cumpliera aquello que escribió Neruda: «Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido».

El local que descubrí era del estilo Hansen: muchas chicas disponibles para bailar o enseñar a bailar (que era mi caso) con un ticket que costaba cincuenta centavos y que tenía varios números que las chicas que elegíamos iban cortando a medida que, utilizando sus servicios, bailábamos. No es raro que cada pieza que tocaba la vitrola durara solo un minuto.

Es importante consignar también que las damas de compañía eran de diverso pelaje: las había rubias y morochas. Como una morocha que elegí y que, a la cuarta pieza cargaba ya con tantas averías a causa de mi inexperiencia en la música rioplatense y lo mucho que la había pisado, que prefirió devolverme el ticket.

Ya que entramos en las anécdotas, no quiero dejar de contar una del año 1954, cuando vivía en España e hice un viaje a París, donde, acaso porque el mundo se está achicando, una tarde, en las cercanías del Arco del Triunfo, me encontré con un amigo salteño, que, luego de ser abanderado del Liceo Militar, había estudiado Derecho. Él estaba con unas chicas argentinas, las hermanas Zuberbülher, una de las cuales era su novia; años después se casarían, y la dolorosa muerte en su luna de miel, cuando viajaban a Bariloche, pondría un triste final a tan bella historia. Pero aquella tarde aún no había sucedido nada de esto, y nuestro encuentro nos llenaba de alegría. Mi amigo, el doctor Humberto Pasquini Usandivaras, dado el número impar de su grupo, me invitó a acompañarlos al Lido, y, luego de cenar, y de cambiarse las chicas, cerca de la medianoche, fuimos. La orquesta empezó tocando una selección de tangos argentinos que nos empujó a todos a bailar, y, ya al final, un tango gitano, «Celos»; en esa pieza, mi amigo y su novia dieron una verdadera lección de cortes, quebradas y dibujos del ocho, a tal punto que en un momento dado las otras parejas optaron por retirarse de la pista y aplaudirlos: nos habían deslumbrado.

Al terminar la música, entre ensordecedores aplausos, el maître, con un mozo que nos traía una botella de Veuve Clicquot Ponsardin, obsequio de la casa, vino a nuestra mesa y habló unos minutos con mi amigo, para luego retirarse, sonriente. Le pregunté a Humberto por su diálogo y él, con la cara sonrosada, me contó que, enviado por el gerente, el maître le había preguntado su nacionalidad y consultado la posibilidad de que él y su pareja fueran contratados como bailarines de tango para actuar en los espectáculos de las noches de los sábados y los domingos, con una buena paga. Mi amigo le explicó que era estudiante y pronto volvería a Argentina, y su interlocutor le preguntó si en un futuro no lejano podrían intercambiar correspondencia para suscribir un contrato. Todos soltamos una carcajada y, tras prolongar un poco más nuestra estancia en el cabaret, nos retiramos, todavía emocionados por el frustrado convenio.

Vuelven a mi memoria, al recordar esos años, los éxitos, dos pasos atrás de esta anécdota, de Marianito Mores en las voces admiradas de Julio Sosa, el «Varón del Tango», de Alberto Marino y de cuantos se ganaron el aprecio y el aplauso de los tangueros en la década de 1940. Y aquellos tangos que criticaban la sociedad moderna con términos lunfardos, como «Yira, yira», del que copio estos versos:

«Cuando rajés los tamangos

buscando ese mango

que te haga morfar,

la indiferencia del mundo,

que es sordo y es mudo,

recién sentirás.

Verás que todo es mentira,

verás que nada es amor,

que al mundo nada le importa.

Yira... yira...»

Y ese ritmo doloroso de la ausencia de un amor perdido en «Mi noche triste»:

«Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida,

dejándome el alma herida y espina en el corazón...»

Todo este arrebato musical llega más allá del mundo porteño; no en vano algunas de las composiciones más famosas son de la Banda Oriental, como la propia «Cumparsita», de Gerardo Matos Rodríguez, que fue el tango más bailado cuando «El día que me quieras» era el mejor cantado por Gardel. Pero, como todo termina, es preciso también terminar por hoy estos recuerdos, y por eso me retiro dedicando a los lectores el final de «Caminito» a modo de melancólica despedida:

«Desde que se fue,

triste vivo yo;

caminito amigo,

yo también me voy…»

Y si este repaso tanguero no les hubiera gustado, les recomiendo esa sabia palabra que la música de D’Arienzo hará más grata: «Paciencia»...

aencinamarin@hotmail.com

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