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Cuentan los biógrafos de Sarmiento que cierta vez, siendo ya este muy anciano, cubrió sus piernas con una gruesa manta de vicuña. Al verlo así tan arropado en un cálido día de primavera, un niño le preguntó ingenuamente: “¿Tiene Ud. mucho frío, maestro?”. Dirigiendo su mirada pensativa hacia el infinito, como si taladrara el tiempo, el prócer respondió: “Es el frío del bronce, hijo mío…”.
El frío del bronce…, esa gelidez tenaz, crucificante, del metal que perenniza, terco atributo de los grandes benefactores de las sociedades, prefigurado en la incomprensión, el odio o la indiferencia de sus contemporáneos…
Y es menester que el tiempo abra sus amplias perspectivas para que, ya serenados los espíritus, la objetividad prime sobre mezquinas subjetividades y permita distinguir lo falso de lo auténtico, lo magno de lo exiguo, y se descubran y exalten valores ignorados, y se rescaten del olvido a quienes la malicia o la miopía habían postergado.
Pero suele ocurrir que unos pocos carismáticos logren en vida el respeto y la comprensión que la posteridad guarda celosamente para sí.
Felicidad González, la ilustre educadora, la mujer de quien, como de ninguna, puede decirse que fue arquitecta de su propio destino. Porque la vida de Felicidad González no fue nunca fácil, y cada día, de los muchos que jalonan su larga y fructífera existencia, significó para ella una áspera, una dura batalla de la que siempre salió ganadora. Dura por las circunstancias que la rodearon y más dura aún por sus propias exigencias, por los estrictos cánones que se había señalado y a los que siempre permaneció y permanece fiel.
Huérfana a temprana edad, hubo de suplir al padre en los deberes del hogar cuando era poco más que una adolescente. En 1905 obtiene el título de Maestra Normal, pero deseosa de una mayor capacitación viaja a la ciudad de Paraná, en cuya Escuela Normal obtiene el título de profesora. Vuelta al país, se desempeña como directora de la hoy Escuela del Brasil. En 1909 ingresa a la Escuela Normal del Paraguay en calidad de regente. Y aquí comienza la brillante trayectoria de esa mujer múltiple, a cuya solvencia intelectual y poco común capacidad organizadora debió dicho establecimiento educacional el alto nivel logrado, en tiempos en que la educación en nuestro joven país —a solo treinta años de la guerra exterminadora— era obviamente muy rudimentaria.
Tras la regencia, desempeña la vicedirección y desde 1921 hasta 1932 la dirección de la escuela, circunstancia esta que le permitió cristalizar su viejo anhelo: elevar a la institución a la categoría de Escuela Normal de Profesores.
Once años permanece Felicidad González al frente del prestigioso establecimiento, once años a lo largo de los cuales impone su impronta de insobornable rectitud a las numerosas promociones de jóvenes educadoras formadas por ella, la anciana profesora, con el respeto y el afecto inalterable que supo granjearse.
Pero no conforme con la labor intelectual a alto nivel que desempeña —a más de directora, es titular de varias cátedras—, Felicita González quiere brindar a sus alumnas las ventajas que proporciona un edificio adecuado, dotado de amplias y cómodas instalaciones. Con la eficacia que la caracteriza, sensibiliza a las autoridades, moviliza a la opinión pública y emprende la construcción de la actual casa de estudios. Seguidamente, crea el kindergarten, la Copa de Leche y provee a la escuela de Sala de Proyecciones, Biblioteca Infantil y Laboratorio de Psicología Experimental. Funda, además, la revista El Hogar del Normalista, con el fin de conservar la tradición de la casa e informar sobre su funcionamiento. Paralelamente, publica dos libros que habrán de constituir una gran ayuda para los docentes: Misceláneas psicológicas y Organización escolar, y colabora regularmente en periódicos y revistas nacionales y extranjeros.
Consciente de la necesidad de una mayor proyección de la mujer en el ámbito nacional, funda el Consejo de Mujeres, iniciativa esta que fue cálidamente acogida por las damas asuncenas —entonces algo reticentes a desarrollar actividades extrahogareñas—, gracias al enorme prestigio que gozaba la educadora.
A Felicidad González le cupo el alto honor de representar por primera vez a la mujer paraguaya en congresos internacionales. Su actuación en el Congreso Feminista de Baltimore, en abril de 1922, y en la Conferencia Panamericana, de Montevideo, en 1933, le valieron el cálido elogio de las autoridades de los mismos.
Cuando en 1932 abandona la Escuela Normal de Profesores, para integrar el Consejo Nacional de Educación, la sociedad entera le tributa un multitudinario y apoteótico homenaje. Y aquí os ruego que me permitáis mencionar: aquella vez, hoy hace mucho, fue mi propia madre quien, con la elocuencia que la caracterizaba, dijo en nombre de los oferentes los méritos de la ilustre educadora.
Durante los años de la Guerra del Chaco, Felicidad González trabaja activamente en la Cruz Roja y en hospitales de sangre y, cuando el país vuelve a disfrutar de la paz, tan costosamente ganada, es incondicional colaboradora de numerosas obras pías y asistenciales.
El Gobierno de la nación reconoció sus méritos otorgándole la Medalla del Honor al Mérito Educacional, y designándola Miembro Honorario Vitalicio del Instituto de Historia y Museo Militar; y la sociedad paraguaya vuelve a distinguirla, declarándola Mujer destacada en el Paraguay, el Día de la Mujer de las Américas —mayo de 1949— y colocando una placa de bronce, con una leyenda alusiva a su trayectoria, en la Escuela Normal de Profesores, en setiembre de 1971.
Pero todos los galardones y homenajes recibidos por esta mujer paradigmática nos dicen menos que cualquiera de las anécdotas, tan conocidas, de su largo vivir, a través de las cuales se detecta incorruptible, conmovedora en su grandeza, el alma de la educadora.
Y citaremos una sola anécdota, que lo dice todo: a pocos días de ser ascendida a directora de la Escuela Normal, el Ministerio de Educación nombró vicedirectora a una docente, muy meritoria, pero a quien no correspondía el cargo, dejando de lado a quien era realmente acreedora al mismo. Felicidad González no duda un solo instante y, so pretexto de agradecer la distinción, visita al ministro y presenta su renuncia indeclinable a la misma. Sorprendido este, le pregunta los motivos de su insólita decisión, a lo que Felicidad González responde: “Jamás aceptaré ascensos mientras se marginen a mis eficaces colaboradores”. Democráticamente, el secretario de Estado responde que no se opone a que sea ella misma quien designe la persona que considere apta para el cargo, como en efecto se hizo.
Celosa en extremo de la dignidad de su profesión —auténtico apostolado al que consagró íntegros vida y afectos—, jamás aceptó regalos de ninguna clase, habiéndose hecho tradición en ella escurrirse en su día para que sus alumnos no tuviesen ocasión de agasajarla.
Y así se ha conservado siempre, digna y austera, consciente de haberlo dado todo sin esperar nada, serena, con la serenidad de aquellos que enseñaron con la obra, la palabra y el ejemplo, quien bien puede decir con Antonio Machado:
“Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligera de equipaje,
casi desnuda, como los hijos de la mar”.