María Bonita

El cine recorre la fantasía y la memoria de muchas generaciones desde los comienzos del pasado siglo XX, y de sus escenarios, historias y anécdotas hay testimonios llenos de encanto y emoción que preservan, vivos en este, otros tiempos.

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Allá por los años posteriores a la Guerra del Chaco, mediante la instalación de pantallas móviles en las plazas y los lugares donde funcionaban las fiestas patronales y quermeses, se empezaron a proyectar películas de cine en Asunción y en pueblos del interior.

La primera película que recuerdo haber visto fue un «corto», exhibido en alguno de los días cercanos al 8 de diciembre de 1936, festividad de la Virgen de Caacupé, en ese pueblo. Se trataba de una propaganda de Cafiaspirina en dibujos animados; los personajes principales eran unas calaveras cuyos dolores aliviaba la afamada tableta.

Recuerdo también de aquellos días de cine de mi infancia las películas de Charles Chaplin, como La fiebre del oro, Tiempos modernos y El gran dictador. Y que, antes de la llegada del sonido al cine, los espectadores de las películas mudas contábamos con el acompañamiento musical de un pianista instalado en la parte delantera de las salas de proyección. En las primeras películas sonoras, las letras de los diálogos, con intervalos de varios minutos entre una y otra frase en español, traducían lo que se oía en inglés.

Y en aquella época en la cual los personajes masculinos eran unos «buenos mozos», el público aplaudía a rabiar a Rodolfo Valentino, protagonista de filmes basados en novelas de aventuras celebres por entonces, como El árabe y su continuación, El hijo del árabe.

Valentino era un sheik (y su hijo) valiente y apasionado, que, montado en un brioso caballo blanco, hería y decapitaba con su sable, al galope, a gente de otras tribus, lo que permitía la aparición de su frase:

–¡Muere, canalla!

Y que, luego de estas hazañas rescataba, de una carpa, a una rubia despampanante de pelo cuidadosamente enrulado en una peluquería, lo que provocaba la risa del público ante la incongruencia de que en pleno desierto la damisela ostentara un impecable croquignol, que luego era imitado en los establecimientos de la capital y de otras ciudades con una curiosa herramienta cosmética: tenazas metálicas calentadas al fuego.

Estas películas eran todas de producción estadounidense, una fértil industria que, llegado el momento, hizo filmes que trataron de la Segunda Guerra Mundial, y que tuvieron por héroes a pilotos de aviones, submarinos y acorazados. En esa década, la de 1940, surgió una competencia: películas argentinas cuyas estrellas además eran cantantes de fama, como María Duval, Libertad Lamarque o las mellizas Legrand. Entre los varones, Hugo del Carril era uno de los galanes de Libertad Lamarque, como Floren del Bene. El tango Madreselvas se puso muy de moda luego de ser cantado en la película:

«Madreselvas en flor

que me vieron nacer

y en la vieja pared

contemplaron mi amor…»

Hugo del Carril, que era en todas sus películas el «galán joven», cantaba la música del arrabal porteño. Y en el filme Pobre mi madre querida, a más de una pieza del mismo nombre, cantaba también el vals paraguayo Desde el alma. Este vals, que habla de unos amores contrariados, creación de una niña santaniana (oriunda de San Estanislao o Santaní), luego se convirtió en la obligada primera composición de todas las serenatas de nuestro país. Y, aunque Argentina y Uruguay se disputaban la nacionalidad del autor o autora, nosotros la recordamos, y también su nombre, Rosita Mello.

Con el tiempo, los autores paraguayos invadieron lo que en Argentina se llamaba «el biógrafo», y Jacinto Herrera y Nelly Prono, que ya brillaban en el teatro, se hicieron célebres en el cine. Directores argentinos como Enrique Muiño y Elias Alippi se hicieron famosos (y ricos) con producciones acerca de La guerra del desierto, y otras que tenían como escenario la batalla de Curupayty, en la que falleció «Dominguito», hijo de Domingo Faustino Sarmiento, el insigne educacionista que, víctima de una extraña enfermedad por la que iba perdiendo la elasticidad muscular, terminó sus días en Asunción, en una casa especial, forrada de plomo, que así le otorgaba el calor necesario para combatir su mal. La peculiar residencia estaba en la calle que hoy lleva su nombre, a una cuadra del actual estadio de las Fuerzas Armadas, mientras su hermano, que llevaba el extraño nombre de «Belin», vivía en la calle España casi Brasil, donde muchos años más tarde estuvo el célebre night-club Intermezzo.

Súbitamente irrumpieron en las salas de los teatros Municipal y Granados películas de producción mexicana sobre los azares de sus guerras civiles y el curioso episodio que dio a Napoleón III la extraña condición de Emperador de México.

El primer actor famoso de este origen fue, en mi recuerdo, el charro, cantante y héroe de películas de acción Tito Guizar, con su caballo blanco, sombrero de alas anchas del mismo color y trajes de alamares y bordados que, cuando las películas eran en colores, tenían un atractivo singular. En 1954, estando accidentalmente en España, conocí a la familia Guizar. El padre era un médico muy reconocido; su hijo, y amigo mío, Roberto Guizar Quinteros, también era médico, y su simpática esposa, una vez que intenté indagar por Tito, con un dedo sobre sus labios me indicó que no debía recordar mucho al héroe cinematográfico en presencia de su familia, eminentemente universitaria, para la cual era una especie de oveja negra.

Más adelante, cuando Guizar ya contaba con la idolatría del público de las tres funciones –matinée (siesta, 13:30 horas), familiar (18:00 horas) y noche (20:00 horas)–, irrumpieron en el cine mexicano dos charros de impresionante estampa (dos «machotes»), Jorge Negrete y Pedro Infante, cuyas voces imitaba la muchachada paraguaya que cantaba las canciones de su repertorio, difundidas por todas las emisoras nacionales y por las victrolas y tocadiscos de los incontables dueños de placas de 78 rpm de vinilo que escuchaban y hacían escuchar los éxitos de estos ídolos, desde Allá en el rancho grande, Ay Lupita y Cucurrucucú Paloma hasta el último éxito de Jorge Negrete, México lindo y querido, en cuya letra presentía su muerte:

«México lindo y querido

si muero lejos de ti

que digan que estoy dormido

y que me traigan aquí...»

He visto a hombres y mujeres que, al escuchar esta canción, lagrimeaban en triste homenaje a aquel charro siempre vestido de negro y con dos revólveres en la cintura.

En Argentina, por esa época, la del gobierno de Juan Domingo Perón, gente del teatro y del cine tuvo con su esposa, María Eva Duarte de Perón, diferencias que obligaron a emigrar a México a algunos, y Libertad Lamarque, las hermanas Legrand y otros engrosaron las filas de las producciones mexicanas. Hugo del Carril se apartó del tango y, políticamente comprometido con el régimen, hizo famosa la marcha Los muchachos peronistas, que se convirtió en un himno de los seguidores del general presidente.

Pese a la intrusión de las divas porteñas nadie pudo derrotar en belleza entre las actrices del cine de México a María Félix, «María Bonita», como se la llamaba porque uno de sus más grandes enamorados, el compositor Agustín Lara, creó para ella el vals María Bonita, nombre que el público utilizó desde entonces al reconocerla y saludarla en los lugares públicos, donde su presencia hacía ponerse de pie a multitudes enteras y sacarse los sombreros a todos los hombres:

«Acuérdate de Acapulco,

de aquellas noches,

María bonita, María del alma…»

En 1954 se disputó en Cúcuta, Colombia, un campeonato sudamericano de baloncesto en el que participó la Selección Paraguaya, en la cual revistaba, como uno de sus puntos altos, el hoy doctor José Emilio Gorostiaga, ya entonces amigo mío, compañero de colegio y deportes y casi mi hermano. Quiso la casualidad que los integrantes de nuestra selección se alojaran en un hotel de mucha categoría en el cual estaba precisamente entonces pasando unos momentos de descanso María Félix. Otro miembro del equipo, muy cercano a nuestro héroe, era Manuel Calonga, jugador que se ocupaba también de recoger todas las anécdotas del viaje que le servirían después del regreso para transmitir crónicas, reales, o no tanto, de las aventuras de sus compañeros, aventuras que así, a la vuelta a Asunción, llegaban a tomar estado público.

Según Calonga, un encuentro casual vinculó a Gorostiaga con la bella María, con la cual nuestro ídolo llegó a consolidar un romance. José Emilio (apodado Casé), que es todo un caballero, negaba las fantasías de Calonga y contaba que solamente en una oportunidad algunos jugadores de nuestra selección coincidieron en un ascensor con María Félix y que ambos modelos de belleza encontraron sus ojos y hasta en un momento unieron sus manos (Calonga dixit), con lo que empezó la amistad, a pesar de que, al apearse ella del elevador, le dirigió una caída de ojos mientras su hermosa voz en Do menor se despedía diciendo: «Mucho gusto, buenos días». Siempre siguiendo a Calonga, lo curioso fue que esa noche, cuando Paraguay disputó la final del campeonato con Uruguay, María Félix estaba en una de las plateas privilegiadas del estadio aplaudiendo a nuestra selección, que esa noche se clasificó campeona sudamericana.

Las respectivas versiones de Calonga y de Casé me impiden continuar verosímilmente esta historia, pero lo que sí puedo afirmar para terminarla es que el cine mexicano despertó una gran afición en Paraguay.

aencinamarin@hotmail.com

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