Marcelina

«Adiós palomita pura, adiós clavel de ilusión Marcelina Rosa Riveros. Adiós de todo corazón»

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Alipio Pereira llegó hasta la Plaza Uruguaya. Se detuvo, jadeando, bajo la sombra de un frondoso tajy. Allí, sobre los pisoteados pétalos color violeta, bajó su grasiento maletín negro y se puso a silbar muy bajito. El viejo cartapacios comenzó a bambolearse atrayendo, rápidamente, la atención de los transeúntes y de esa población local compuesta de vendedores ambulantes, quinieleros, prostitutas, mendigos y canillitas descalzos. Los inquilinos perpetuos de la célebre plaza, atentos a cualquier hecho insólito que fuera a interrumpir la rutina cotidiana, comenzaron a congregarse en torno al misterioso valijín. Las pitadas del tren lechero —desde la cercana estación del ferrocarril— contribuían, con su rítmico acompañamiento sonoro, a la atmósfera de expectación generada por la insólita conducta del bolsón de cuero. El arribeño miró a los circunstantes con los ojillos pícaros y burlones de un auténtico «Perú-rimá» y se agachó, lentamente, para descorrer —con indolencia premeditada— el cierre de la mugrienta maleta.

Los esbeltos cocoteros, que parecen montar guardia alrededor de la rotonda, despeinaban sus penachos resecos bajo el implacable manotón del viento norte. Pasó un tranvía destartalado, traqueteando con dificultad en dirección al centro, distrayendo —momentáneamente— con sus relámpagos raquíticos la atención de la multitud. Un rato después, en medio del silencio dejado por el paso del vetusto vehículo, se escuchó en el maletín un chasquido —como de una lengua minúscula— que aumentó el suspenso en el rostro de los curiosos hasta que, unos segundos más tarde, el grito de sorpresa de las mujeres coincidió con la aparición de la achatada cabeza del reptil.

Era un truco que no fallaba jamás. Lo había aprendido en la cárcel, de un preso que había trabajado en esas kermeses que recorren los pueblos del interior durante las fiestas patronales. Eulalio Morales (así se llamaba el compañero de celda) le había indicado la manera de ganar dinero con la ayuda de esas serpientes amaestradas, de aspecto terrible, que servían para atraer a los incautos y vender un tónico o una pomada milagrosa. «Todos los santos del Almanaque Bristol no van a poder competir contra tu maravilloso elixir de aceita de víbora», le había predicho el ahora finado Eulalio.

Pereira había adquirido la mentada serpiente de un indio maká, a cambio de una botella de caña. La había bautizado, cariñosamente, con el nombre de su exnovia Panchita. No le costó mucho acostumbrarse a que la viscosa Panchita se le enroscara alrededor de su nervudo brazo y le colgase del cuello, como una perezosa bufanda. El sexo débil, como de costumbre, era el más impresionable. Algunas mujeres desahuciadas hasta se desmayaban ante la vista del formidable símbolo fálico, olvidando —con el sobresalto— la conocida historia de Adán y Eva. Las solteronas y beatas que frecuentaban la iglesia vecina ya ni se animaban a pasar por la plaza maldita. A las desgraciadas que caían sin sentido durante el espectáculo, el porfiado mocetón las reanimaba —después de sobarlas, descaradamente, con sus velludas manos de sátiro montés— friccionándolas con su pomada de aplicación universal. Así había conquistado a «María-Cachí» —la chipera más codiciada de la estación—, quien se había convertido en ayudante del encantador de serpientes. Al principio, ella le retó y le trató de zafado y ordinario, pero al final se le entregó cuando Alipio le dijo que era más linda que la estatua de «esa mujer desnuda» que adorna la entrada de la plaza. María-Cachí era una mujer retobada, pero ahora fingía desmayarse en el momento culminante de la actuación, aumentando con su comedia el efecto terrorífico que producía la aparición de Panchita. Compartían, más tarde, las ganancias y el desvencijado catre de lona que ella tenía en su rancho de la Chacarita. Los infaltables fotógrafos de la plaza —apostados, como cuervos, tras sus incansables ojos de vidrio— sacaban también su tajada de la insólita función, pagando un jugoso porcentaje al improvisado fakir.

En estos últimos tiempos los negocios no marchaban muy bien. Las muestras gratis de los visitadores médicos competían cada vez más con el mágico ungüento que curaba «el pasmo», «la tiricia» y «el fuego de San Antonio». Era cierto que los lustrabotas de la plaza cazaban ratones y pajaritos para saciar el voraz apetito de la serpiente; y que la hora de alimentar a la causante del pecado original era esperada con gran regocijo por parte de la gente menuda. Así y todo, Pereira no estaba contento con su trabajo. Y capaz que hasta hubiera vendido su querida Panchita al Jardín Botánico o a aquel taciturno taxidermista alemán, para mandarse a mudar a la Argentina, si no hubiera ocurrido lo que vamos a relatar.

Todo comenzó con la llegada a la plaza de aquellos harapientos guitarristas ciegos. Eran tres viejos canosos venidos de un oscuro y polvoriento pueblo de la campaña. Se ganaban la vida tocando antiguas canciones de amor, en esas dilapidadas estaciones de ferrocarril que jalonan con sus herrumbrados galpones los caminos de fierro de la patria. Con dedos achacosos y eternas uñas de medio luto, rasgaban maquinalmente sus manoseados instrumentos, desafinados por la pobreza. Fue el segundo día de la llegada de los músicos que Alipio Pereira escuchó, por primera vez, la canción que iba a cambiar su destino. Al comienzo ni les prestó atención, pero a medida que la recurrente melodía resonaba en la voz lastimera de aquellos seres sin luz, la letra le iba penetrando en el alma. Las voces lanzaban sus quejas como en esas letanías de Semana Santa, que el pueblo entona para implorar al cielo el fin de su miseria. El monótono estribillo le horadaba el corazón, como la púa del trompo «arazá» perfora la piedra de las veredas:

«Con lágrimas de mis ojos

voy a cantar en mi guitarra

en la ciudad de Asunción

Paraje de Varadero...»

Así musitaban con rostros impávidos los anónimos cantores vagabundos.

Alipio Pereira, como la mayoría de sus conciudadanos, no había tenido la suerte de conocer a su padre. Este había desaparecido, sin dejar rastros, abandonando a su mujer al terminar una zafra azucarera. La madre de Alipio, enferma del corazón, no pudo soportar tamaña infidelidad y había muerto unos años más tarde, maldiciendo al causante de su desdicha.

El niño había recibido de su madre, Marcelina Rosa —como único legado—, un polvoriento manuscrito que contenía lo que, aparentemente, era un poema que le habían dedicado en su juventud. Antes de morir, le había entregado aquel ínfimo recuerdo, asegurándole que en él encontraría —alguna vez— la clave de su desdicha.

Era, justamente, el recuerdo de este poema el que había surgido en su memoria, tan pronto escuchara los versos de la quejumbrosa canción. A medida que aquellos extraños entonaban las penas del amor y su ausencia, el joven comprobaba que coincidía —letra por letra— con la del ajado pedazo de papel que había heredado.

No pudiendo contenerse por más tiempo, el impetuoso muchacho enroscó a Panchita alrededor de su robusto brazo derecho y mirando de soslayo a María-Cachí, se dirigió a largos trancos en dirección al trío, precariamente instalado en uno de los desteñidos bancos de la plaza. Acercándose —entre emocionado y perplejo— al que parecía llevar la voz cantante, así nomás, sin preámbulos, le preguntó:

—Maestro, ¿dónde aprendiste esa canción tan triste?

El anciano, sorprendido por la intempestiva interrupción, movió ligeramente su plateada cabeza en dirección al sitio de donde procedía la voz y, esbozando una tenue sonrisa —como para mostrar que estaba contemplando al impulsivo jovenzuelo— respondió con ronca entonación.

—La compuse yo mismo, mi hijo, durante la revolución del 17, cuando era conscripto de la marinería y montaba guardia cerca del Varadero. ¿Conoces ese lugar? —agregó, mientras trataba de adivinar el rostro y la figura del mozo a través de las inflexiones de la voz. (El barrio de Varadero, con sus antiguas casas de profundos zaguanes, balcones con persianas destartaladas y descascaradas paredes amarillas, se adivinaba como una mancha parduzca en la ciudad de Asunción).

El muchacho, bajo el impacto de la inesperada revelación —furioso y contento a la vez—, reculó, mentalmente, unos pasos y quedó como desatinado, sin saber qué rumbo tomar. Cerró los ojos y arrugó la frente como para ordenar sus pensamientos y recuperar su compostura, antes de proseguir:

—No, no conozco el lugar. Llegué a Asunción hace poco, nomás.

Luego, sin importarle aparecer cargoso, agregó:

—Pero, ¿conociste de verdad a la mujer de quien habla tu canción?

El curtido semblante del trovador se sacudió, imperceptiblemente, como si quisiese espantar las moscas de algún recuerdo tenaz, mientras sus dos compañeros escuchaban con atención. Golpeó, impaciente, con sus huesudos dedos, la caja de la enmohecida guitarra y exclamó con un dejo de amargura:

—Existió, de verdad. La conocí hace mucho tiempo. Fue mi mujer. Compuse esta canción después de separarme de ella. Un día, agarré y le envié una copia de los versos con la esperanza de obtener su perdón. Nunca me contestó. Pienso que me hizo adrede, para castigarme. Más tarde, me metí en política y las revoluciones me arrastraron a su antojo, como hoja que lleva el viento. Después, me desgracié de la vista. Jamás podré volver a contemplar su rostro. Me uní a estos compañeros en la desdicha para ganarme la vida. Mi destino fatal es rodar de pueblo en pueblo, como alma en pena, repitiendo eternamente mi sentida canción. Quizá, si ella alguna vez la escucha, podrá perdonarme.

A Pereira el corazón se le encogió en el pecho después de oír la sorprendente historia. Aquí, en este remoto lugar, por un azar inexplicable, tenía frente a sí al que debía ser su propio padre: este humilde guitarrero que, como trajinante cantor, iba en busca de un amor perdido. Tragó saliva, porque para entonces se le había hecho un nudo en la garganta y apenas pudo contener el ansia de abalanzarse a los brazos del anciano y gritarle: ¡Ché-rú! El fogoso muchacho se contuvo, sin embargo, y pensó que era mejor dejar las cosas como estaban. Mantendría el secreto de su descubrimiento hasta encontrar una salida honorable a sus sentimientos encontrados. Este hombre había cometido un gran crimen al abandonarlo a él, a su madre y sus hermanos, ¿podía acaso él convencer a este poeta campesino que estaba dialogando con su propio hijo, y contarle que Marcelina Rosa le había recordado hasta el final, maldiciéndolo en su lecho de muerte?

El gentío que había rodeado a la temible Panchita se trasladó, entretanto, alrededor de los músicos andariegos y del corajudo chamán, deseoso de participar de la escena que se estaba desarrollando.

Alipio miró de reojo a la concurrencia, acarició la cabeza de su fiel amiga, cuyos ojos sin párpados lo miraban sin ver y, sonriendo con sus dientes más blancos, anunció:

—Señoras y señores, el espectáculo va a continuar. ¡Vengan a ver la más grande maravilla del mundo! Una auténtica «jarará» recién traída del Chaco. Y... de paso, por tan solo 100 guaraníes, la pomada que usaba el rey Salomón: Aceite de víbora macho... Ya quedan pocas muestras... ¡Aprovechen, señoorees...!

La gente comenzó a agolparse y rempujar. Pereira miró a su compañera y le guiñó un ojo. María-Cachí hizo un gesto de complicidad.

El viejo payador, abandonado repentinamente, se alisó el pelo blanquecino con sus temblorosas manos y, después de unos instantes de incertidumbre, volvió a pulsar la guitarra.

Alipio Pereira giró sobre sí mismo. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo colorado y se puso a escuchar:

«Ay, mi vida solitaria,

ay, suspiro del dolor,

Marcelina se llevó

un pedazo del amor».

Fue entonces que decidió contratar al trío de guitarristas ciegos para reforzar el espectáculo.

Se abrió camino entre los que obstaculizaban el paso para dirigirse de nuevo hacia el anciano y sus andrajosos compañeros.

En ese preciso instante, el cansado cuerpo de Marcelina se revolvió en su tumba y, poniéndose de costado —del lado del corazón—, pudo, finalmente, morir en paz.

Así estará, arrullada en su sueño interminable, mientras alguien, en este mundo, siga entonando la triste y doliente canción.

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