Mangoré: «Ni la tierra de los zapatos»

No, Mangoré no es de nadie. Mangoré era un artista. El arte no tiene cédula. La música no sella pasaportes en las fronteras. Escribe Montserrat Álvarez.

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UNA DE CAL

Anoche leí el artículo del cineasta Carlos Saguier sobre la polémica película Mangoré, por amor al arte que publicamos hoy en este mismo número de El Suplemento Cultural, ahora acabo de volver del cine y entro a terciar en el debate.

«¡Mozart, no eres digno de Mozart!», exclama un feroz Salieri en la obra que cierra así su voz amarga: «No pasaré a la historia por mi música, sino por haber sido el que mató a Mozart». Pushkin conjuró su malestar por las amenazas que lo rodeaban hablando de sí mismo y su entorno, de Mozart y Salieri y de realidades tremendamente complejas y profundas: de misterios. Bifrontes misterios gemelos nacidos en pares trágicos: amor y odio, bien y mal, admiración y envidia, cielo e infierno, lucidez y locura. Mozart y Salieri. Genio y asesino.

Si en la «pequeña tragedia» arriba citada, de 1830, en la ópera de 1897, en la obra teatral de 1979 y en la película de 1984 esa ecuación es la misma, ello no se debe a que Pushkin, Rimski-Korsakof, Peter Shaffer y Milos Forman ignorasen qué es historia y qué es literatura, qué es biografía y qué ficción, qué es veracidad y qué verosimilitud, sino a que, por el contrario, lo sabían tan bien como Aristóteles cuando lo expuso en el famoso capítulo IX de su Poética, y a que hablan en esas obras de la enajenación del homicida devoto de su víctima, de las paradojas de una projimidad inevitable e imposible, de polaridades oscuras y de antagonismos que fundan rencillas anónimas y corpus mitológicos, prejuicios banales y edificios teológicos. Reducir, como el señor Saguier en su artículo, esta antigua y terrible fábula en Amadeus a «la presencia del artista y su obra», afirmar que «lo que en realidad nos impactó finalmente fue el genio de Mozart» es de una naïveté francamente anonadante para mí. El terror ante lo ominoso del aniquilante desprecio del Padre, máscara negra y alter ego fantástico, en la mente del hijo rendido a pavores invisibles, del padre biológico real, es una de las muchas experiencias ajenas a un biopic que, tal como el lenguaje y el peso de los símbolos, indican desde el inicio de Amadeus que entramos en el campo universal, en sentido aristotélico, de lo «más filosófico que la Historia», mientras que Mangoré es un filme histórico. Esta, a mi criterio, incomprensión de la película de Forman es utilizada para descalificar las críticas de falta de rigor histórico que Mangoré, al parecer, ha recibido.

Del mismo modo, para refutar las críticas sobre los personajes que no envejecen en la producción paraguaya se recurre a una segunda comparación, de una arbitrariedad por igual pasmosa para mí, con la película de 1984 Érase una vez en América, en la que Deborah, interpretada por Elizabeth McGovern, no acusa, como es sabido, el paso del tiempo, pese a que, por si a alguien pudiera no quedarle esto claro, el propio Sergio Leone habló de este y de los otros anacronismos y detalles ambiguos en el filme por él dirigido como pistas para deslizar sutilmente en los espectadores la sospecha triste y sobrecogedora de que el final no fuera sino un alucinado sueño fruto del opio y De Niro no hubiera en realidad salido nunca de 1933. Que Deborah no envejezca tiene, pues, un sentido, señalado por Leone y, es de esperar, evidente para el espectador. No lo tiene, por el contrario, en Mangoré (acabo de ver por mí misma que no lo tiene), que el personaje interpretado por la joven actriz Lali González, Isabel, la primera novia de Barrios, tenga siempre la misma edad, mientras que él –interpretado por dos actores de distintas edades, Celso Franco como el joven Mangoré y Damián Alcázar como el Mangoré maduro– no. De hecho, sin la interpretación de Lali González –medida y precisa, sensible y conmovedora–, tan interesante por sí misma que consigue hacer pasar a segundo plano el craso error de ese anacronismo, sería insoportable la reiterada sensación de absurdo que frustra, con la verosimilitud, esa «epokhé» que se requiere para gozar de la ficción.

Y OTRA DE ARENA

Los personajes, incluso los más interesantes, son indefinidos, confusos y parecen mal acabados desde su concepción, pero creo que hay una idea interesante en el guion. También creo que no está aprovechada en absoluto. Y que no por eso deja de ser interesante. No debería ser lo que es, o sea, un inconsistente montón de apariciones eventuales en un relato invertebrado y deshilvanado, sino, por el contrario, una poderosa constante que diera cohesión y significado a la historia hasta cerrarla con el peso de un verdadero final –el final de Mangoré, dicho sea de paso, para mí es de lo peor del filme–. Esa idea se esboza, sin estructurar nada, aquí y allá: en las palabras sin saña pero incontestables del padre de Isabel y en el silencio de Barrios cual tácita admisión de su duro acierto, en el estudio de grabación de Buenos Aires y su alusión a «Mangoré» en tercera persona, etcétera, y se explicita por último en el desdoblamiento del personaje en el andén.

Y aunque los parlamentos y los diálogos contienen muchos tópicos, Mangoré brinda también buenos momentos; si me permiten comentarlo, para mí esos buenos momentos son placeres del orden de la diversión y la emoción de los filmes de aventuras, sobre todo por la recreación de las humillaciones, conflictos y alegrías de la vida de lo que se llamaría en el siglo XIX un «bohemio», un artista como Barrios.

Hay que buscar a Barrios en su música, y también mediante la investigación y la creación, el estudio y la fantasía. Hay mucho Barrios por descubrir, y muchas películas por filmar. No deploraría ningún intento; sí pediría más y mejor. Siempre mejor, sobre todo. No he investigado la vida de Barrios, pero, por su música, creo que puedo entender algo de un espíritu como el suyo. Recuerdo siempre el relato del día en que dejó Paraguay con el propósito de no volver jamás, subió al tren, empezó a golpear sus zapatos y dijo a los allí presentes, que habían asistido a su último concierto en este país, antes de partir:

–Me marcho de aquí para siempre, y no me quiero llevar ni la tierra de los zapatos.

Se suele suavizar, edulcorar, adulterar tal vez incluso, esta rara escena en cuyo centro, solo contra el mundo, hay un hombre que habrá sido bastante extraño para los demás, de un individualismo absoluto, declarando algo que muy pocos podrían comprender o admitir. Suele decirse que ese repudio estaba dirigido a algún aspecto concreto de la sociedad local pero sin desmedro del amor por su patria, etcétera, etcétera. Suele omitirse que se sacudió la tierra; no se sacudió ningún aspecto concreto de sociedad local alguna, sino la tierra. La tierra es la clave. Por eso su gesto es así de lapidario. Por eso es tan solitario, por eso es tan atrevido.

Menciono la conocida anécdota porque en este tipo de polémicas suele aparecer la «patria». Mangoré era un artista, es decir, un espíritu libre, y no me parece justo que se lo utilice como un icono nacionalista. Ese gesto de Mangoré me recuerda al de Schopenhauer cuando, en su lecho de muerte, de otro modo –a su modo– «se sacudió la tierra de la patria» profiriendo estas palabras gloriosas e hilarantes, divertidísimas, libérrimas:

–En previsión de mi muerte, quiero decir una cosa: desprecio a la nación alemana a causa de su necedad infinita, y me avergüenzo de pertenecer a ella.

El señor Saguier escribe sobre Barrios que «proviniendo del Paraguay recóndito nos llena de asombro y legítimo orgullo (el talento a ese nivel siempre avasalla, provoca admiración y más aún cuando nos pertenece, ya que todos nosotros –los paraguayos–, somos un poco “dueños” de él, en el mejor sentido)».

No, Mangoré no es de nadie. El arte no tiene cédula. La música no sella pasaportes en las fronteras. Lo cual no quiere decir que en Barrios no pudiera haber contradicciones con ese adiós suyo tan distante de toda pertenencia a una grey, tan afirmativo de su completa singularidad, que no hubiera momentos de no sacudirse la tierra, nostalgias, participaciones, incluso en el indigenismo, tan nacionalista –y tan kitsch– notorio en su generación –de hecho, lo cultivó hasta en su imagen–.

Pero poco o nada de eso sabremos si nos limitamos a repetir el viejo culto, de tan gastado ya vacío, a los próceres nacionales, los «emblemas de la raza» o como se quiera llamar a esos signos de identidad colectiva que parecen dar tanta seguridad al común de la gente. «Ni la tierra de los zapatos» es una frase dura, de hierro, de piedra. Duro y bello también es imaginar el gesto.

Ese es el Mangoré que falta descubrir.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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