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Todo estaba más o menos bajo control mientras los eufemismos eran apenas fórmulas de cortesía para no herir innecesariamente los sentimientos ajenos con verdades dolorosas expresadas crudamente. Uno decía por ejemplo que una persona “es poco agraciada”, para no llamarla fea o que alguien “se nos fue”, para no decir que murió. Hasta ahí todo bien: un toque de sensibilidad y buena educación.
De todas formas, se digan como se digan, las cosas no dejan de ser lo que son, porque la significación es persistente. Intentar esconder los hechos con palabras es como barrer la basura debajo de la alfombra: quizás no se vea por un tiempo pero se percibe y, más temprano que tarde, la alfombra, que nunca fue capaz de contenerla, deja también de ser suficiente para ocultarla.
Los problemas comenzaron realmente desde que la “corrección política” ha convertido el eufemismo en norma rigurosamente obligatoria, por más que desquiciada y contraria al funcionamiento del lenguaje, para abordar cualquier tema que pueda presentar algún aspecto mínimamente desagradable. Llamar a las cosas por su nombre ha pasado a ser considerado una especie de delito.
El lenguaje y lo real
La significación no es más ni menos que el vínculo entre las palabras y aquello que designan. Ese vínculo es muy flexible, pero totalmente irrompible, literalmente a prueba de bombas. Por su naturaleza de nexo entre lo real y lo lingüístico (y no a la inversa) la significación simplemente convierte los hechos en lenguaje, pero no puede convertir el lenguaje en hechos.
Decía que la significación es persistente y no se deja avasallar por las palabras, sino que termina imponiendo la potencia significativa de lo real, sean cuales fueren las palabras que elegimos para expresarlo. Hay algunos ejemplos casi cómicos: digamos que la palabra viejo, que describe a las personas en la última etapa de la vida, parece algo dura; inmediatamente la “corrección política” obligará a buscar un eufemismo.
Así se comenzó a usar “persona mayor”, pero la fórmula duró pocos años en circulación. Enseguida, “mayor” comenzó a parecer demasiado fuerte a la hipersensible naturaleza de la corrección política y se sustituyó por “grande” que, por un tiempo, pareció suficientemente delicada.
Pronto grande (que de hecho no describe edad sino tamaño) también pareció un término agresivo y, entonces, por obra y gracia de algún genio del vuelterismo idiomático, apareció la expresión “tercera edad” de la que, más rápido que volando, los promotores de eufemismos obligatorios se arrepintieron… “¡Horror, un ordinal! ¿Y si alguien deduce que la tercera edad es peor que la segunda y que la primera?... ¡Esto es totalmente inadmisible!”, se dijeron. Así llegamos al actual “adultos mayores”.
No se acomoden. “Adultos mayores” tampoco está destinado a durar. No pasará mucho tiempo para que la necia, pero terca y sistematizada pretensión de ocultar o suavizar la realidad manipulando las palabras sienta que “adultos mayores” es insuficientemente eufemístico y se ponga en campaña para imponer otra fórmula que, más temprano que tarde, volverá a resultar demasiado dura y así continuarán encimándose las fórmulas, cada vez más disparatadas, nunca eficientes, de camuflar la realidad cambiando las palabras.
Significación versus (in)corrección
Lewis Carroll hacía decir a uno de sus personajes, el huevo parlanchín Humpty Dumpty: “Las palabras significan lo que yo quiero”. Efectivamente, todos los hablantes de todos los idiomas podemos hacer que las palabras modifiquen su significación casi a nuestro antojo. Lo que ningún hablante de ninguna lengua puede hacer es que la significación sea modificada por las palabras.
No importa cómo decidamos llamarle a la “vejez”, su carga de significación será siempre la misma. Si ser viejo implica canas, arrugas, achaques, pérdida de capacidades físicas y, por supuesto, la amenaza cada vez más cercana de la muerte, todas las formas alternativas imaginables de designar la ancianidad contendrán esos elementos que describen el fenómeno real.
Esas características son constitutivas del concepto –indistintamente si lo llamamos “vejez”, “ancianidad” o “tercera edad”– y no desaparecerán porque se cambie la palabra con que se designan, sino que se expresarán con la misma nitidez en cualquiera de todas las posibles expresiones que usemos para designarla.
Por eso “adultos mayores”, o cualquier otra floritura verbal que se nos ocurra, terminará fatalmente por tener las mismas cargas semánticas, exactamente las mismas que “viejo”. Simplemente describen el mismo hecho real, significan lo mismo y, en consecuencia, sus elementos constitutivos y, por supuesto, sus implicaciones positivas o negativas terminan invariablemente por ser idénticas.
Así, los sensibles sabuesos que rastrean expresiones “políticamente incorrectas” tienen un trabajo más infinito que la siempre inconclusa tela que Penélope, la esposa de Odiseo, tejía de día y destejía de noche… La realidad se encarga inevitablemente, cada noche, de devolver su amarga significación a todo aquello que ellos trataron, vanamente, de endulzar durante el día, jugando a buscar expresiones alternativas.
Lo negro es bello
Sin duda, mediante el lenguaje que, a pesar de todos los avances tecnológicos, sigue siendo la herramienta más sofisticada con que cuenta el ser humano, se puede influir en la realidad. Sin duda, las cargas de significación se pueden alterar y de hecho se han alterado notoriamente en el curso de la historia de todas las sociedades humanas.
Hay un ejemplo estupendo y relativamente reciente de ello. En las décadas del sesenta y del setenta, el activismo antirracista norteamericano hizo de una afirmación lingüística la idea fuerza para difundir su mensaje. Su lema central, la base de su reivindicación y su eslogan era sencillamente “Black is beauty”, lo negro es belleza. Nada de vueltas ni eufemismos. Si otros ponen en lo negro carga despectiva, nosotros oponemos una poderosa carga de orgullo.
La idea era influir sobre el núcleo de significación del concepto no sobre las palabras que lo expresan. Se podría pensar que una propuesta que resultó tan eficaz se habría convertido en la fórmula preferida para aliviar los frecuentes elementos discriminatorios que se acumulan en abundantes fórmulas del lenguaje; pero no. La honda light de la corrección política prefirió la ineficiente técnica del eufemismo.
Así los negros dejaron de ser designados negros y pasaron a ser “de color”, como si el resto de los mortales fuéramos incoloros. Con la misma dinámica fatal que en el ejemplo de “vejez”, pronto “de color” absorbió toda la carga despectiva y racista de “negro” y ahora se usa, sobre todo en Estados Unidos, pero ya ha empezado a extenderse por todo el continente, “afroamericano”.
Como a los eufemistas militantes la realidad les importa poco, han pasado tranquilamente por alto que, poco más o menos, la mitad de la población africana no es negra; pero de todas formas eso carece por completo de importancia, porque pronto “afroamericano” también se tornará inaceptable para la corrección política. El racismo, como cualquier otra carga semántica, no desaparece mágicamente, sino que se transfiere a la nueva expresión.
Cargas indeseadas
Dije unos párrafos atrás que las expresiones que describen el mismo hecho real significan lo mismo y, en consecuencia, sus elementos constitutivos y, por supuesto, sus implicaciones positivas o negativas terminan invariablemente por ser idénticas. Sin embargo el eufemismo, como cualquier otro recurso del lenguaje, tiene su propia carga semántica, que se yuxtapone a la significación básica de lo que decimos.
Así, un efecto colateral e indeseado de la corrección política es que enfatiza precisamente aquello que quiere suavizar. La mente humana es experta en rastrear en el lenguaje los elementos implícitos y no hay un implícito más contundente y obvio que la relación causa-efecto que genera los eufemismos.
Me explico: la única causa posible de que se busque un eufemismo para sustituir la palabra normal de designar a una cosa es que ese algo tenga elementos desagradables… Obviamente, nadie se pone a buscar desesperadamente alternativas a una palabra que no encierra en su significado elementos negativos o dolorosos.
Así – para volver a los ejemplos anteriores – si “viejo” es duro por los elementos desagradables que encierra el desgaste al que el paso del tiempo somete al cuerpo humano, “adulto mayor” no niega esos elementos, sino que los enfatiza claramente por el hecho mismo de que no se quiere mencionar la palabra “viejo”.
De la misma manera que en el caso anterior, “afroamericano” también reafirma y enfatiza, en lugar de desmentir que se desprecia todo lo que implica “negro”… ¿Qué pensaríamos de unos “Panteras Negras” que se llamaran a sí mismos “Panteras Afroamericanas”?
Paños fríos que recalientan
Ya nos contaba Barthes (el semiólogo, no el arquero de fútbol) en “Fragmentos de un discurso amoroso” que, con cierta frecuencia, el mensaje más poderoso no está en lo que explícitamente se dice, sino en aquello que está implícito, apenas sugerido… Pues bien: lo que sugiere el eufemismo es siempre: “es horrible la vejez”, “desprecio al negro”.
Resulta irónico que la corrección política termine agravando aquello que se propone camuflar y recalentando aquello a lo que pretendía poner paños fríos. De hecho, los eufemismos no solamente remarcan los elementos negativos o desagradables de aquello que se nombra, sino que también hace desaparecer sus elementos positivos.
Siguiendo la lógica con que la mente humana descifra los mensajes del lenguaje: al proscribir una palabra como políticamente incorrecta, automáticamente se proscribe el concepto. Cuando los viejos eran llamados “viejos” también había en ello respeto y reconocimiento.
Resulta casi divertido constatar que son precisamente aquellos elementos positivos, que también contienen los conceptos que expresan las palabras proscritas, y no los negativos los que, sistemáticamente, la obligatoriedad del eufemismo debilita, con frecuencia hasta hacerlos desaparecer por completo.
A modo de conclusión
Las palabras están siendo las primeras, pero no las únicas víctimas inocentes de la compulsión de la corrección política por escurrir el bulto a todo lo que parece problemático, duro o desagradable, de esconder los problemas en lugar de enfrentarlos, de evadir lo doloroso, en lugar de asumirlo.
Dentro mismo del lenguaje, la gramática y la sintaxis o, fuera de él, la historia y la sociología están sitiadas por una maraña de sustituciones políticamente correctas tan poco razonables como la obligatoriedad del eufemismo, pero eso sería objeto de otro tipo de análisis.
Por el momento, a modo de conclusión, lo que parece claro, absolutamente claro, es que lo más razonable, lo más realista y lo más eficaz continúa siendo llamar a cada cosa por su nombre porque, de todas formas, la realidad es terca y no existe nada más persistente que la significación, ese vínculo indestructible entre los conceptos y las palabras.
Editor: Alcibiades González Delvalle - alcibiades@abc.com.py