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Quien pueda leer el Borges de Adolfo Bioy Casares sin embotar su propio sentido de las reiteraciones, advertirá que cada cincuenta páginas el poeta argentino cada vez más ciego encuentra nuevos, pronunciados defectos a «Luz de provincia» de Carlos Mastronardi y «Oda provincial» de Horacio Rega Molina: poesía sonora, musical, magnífica, de una rareza y perfección única en la literatura rioplatense.
Son poemas largos y continuos, cuyo tema crece en intensidad y cuya extensión no se debe a la yuxtaposición de varias brevedades.
Según Borges, la forma mayor de la literatura, que él nunca practicó, que admiraba en la Eneida o El Paraíso perdido, pero que estaba mucho menos dispuesto a admirar en periodistas o peronistas. Tierras firmes, islas y mares de por medio, tal vez estuviera dispuesto a reconocer los méritos que retaceaba a sus contemporáneos en el caribeño de lengua inglesa Derek Walcott, autor de las largas narraciones en verso Another Life (1973) y Omeros (1990), muerto el viernes 17 a los 87 años.
Como a Borges en tantos cuentos y poemas, a Walcott las epopeyas homéricas le sirvieron de marco y cañamazo para hilar las figuras e historias de una vida cotidiana americana. Solo que la forma poética preferida por Walcott fue la epopeya propiamente dicha, donde pescadores o dueños de cafés eran Aquiles y Héctor, «abono griego bajo los bananeros verdes».
Como Borges, nacido en Argentina, «the land that England lost» («la tierra que Inglaterra perdió»), Walcott prefirió la tradición canónica de la literatura a las aventuras y riesgos del talento individual.
Nacido en 1930 en Castries, en la isla de Santa Lucía, por entonces parte del Imperio Británico, jamás pasó a militar en ese post-colonialismo cultural que hizo de las políticas de las victimización a la vez programa de facilidades estéticas y reclamo de derecho adquirido al lugar que en el canon se reserva a las capacidades diferentes que marchan con disciplina y orgullo militantes y militarizados.
Tanto performers de las Panteras Negras como profesores progresistas de Oxford organizaron en la década de 1970 audibles protestas épico-líricas en contra del refinamiento de la obra de Walcott. Pero de sobra había sufrido su isla, Santa Lucía, llamada «la Helena de las Indias Occidentales», como la princesa griega secuestrada por el troyano Paris y disputada en prolongadas guerras.
Santa Lucía fue siete veces posesión francesa, y otras siete dominio inglés. La condición isleña, como la del Paraguay, isla entre tierras, es contraintuitiva, y no es necesario sinónimo de aislamiento forzado ni de homogénea pasteurización.
A pesar de que desde su independencia en 1979 retuvo como jefa de Estado a la reina Isabel II, Santa Lucía es bilingüe en su territorio de 617 kilómetros cuadrados y 185 mil habitantes, en un 85 por ciento, negros descendientes de africanos esclavos trabajadores en las plantaciones de bananas.
En la poesía inglesa de Walcott, de lengua castigada y clásica, el conocimiento cultural de la tradición francesa es parejamente pleno –otra constante borgiana, la centralidad de los cartabones sociales franco-británicos. No menos borgiana es la atención, que sólo puede llamarse amorosa, por autores «menores», como el poeta católico converso Max Jacob, que los nazis fueron a buscar al monasterio donde vivía, para deportarlo a un campo de exterminio para gasificarlo, clasificado doblemente, «judío» y «homosexual».
La historia de este surrealista de la noche y la niebla está referida en los tercetos de Omeros, dantescos, pero sin la triple rima constante de la «Oda provincial» de Rega Molina.
Que con sus libros un poeta negro caribeño hiciera realidad los ideales estéticos máximos del horizonte áureo de un poeta porteño de visión progresivamente debilitada es una paradoja mayor que, a diferencia de las chestertonianas, no es tan seguro que hiciera feliz al propio Borges, ni siquiera en su formulación.
En 1992, cuando el cuarto centenario de la llegada de Colón al continente americano, Walcott ganó el Premio Nobel de Literatura, la distinción que se había interpuesto, como una rosa, como el oro, entre los cuerpos de Borges y la Academia Sueca que durante décadas bailaban el mismo tango feroz o doméstico.
Uno de los primeros efectos del Nobel fue que la Plaza Colón, en Castries, la ciudad natal del premiado, cambió, por orden de las autoridades, en ese mismo 1992, su nombre a Plaza Walcott: el hispano genovés era reemplazado por el cholo afroamericano. Al cual le cupo su lugar de escándalo cuando quiso suceder a Christopher Ricks como Profesor de Poesía en Oxford.
Salieron a la luz estudiantes (Walcott era profesor universitario de literatura) que denunciaban que sus notas eran malas por no haber cedido a los requiebros del caribeño. La rival del negro era una mujer, Ruth Padel. Él y ella regalaron un dilema a los estudiantes y profesores de Ética: ¿era más censurable el poeta métrico interesado sexualmente en las estudiantes, o la poeta versolibrista que alentaba a los periodistas a que subieran el tono contra su adversario, y colaboraba con ellos buscando presuntas víctimas para que hablaran alto y fuerte contra su profesor? En 2009, Padel se quedó con la cátedra oxoniense.
Además de las de potencia y acto, otras empiezan a emerger en el meridiano que une y separa a la ciudad de Castries y a Buenos Aires. Y es que, tal como lo proclaman desde sus títulos los luminosos, jubilosos poemas de Mastronardi y Rega Molina que Borges encontraba en falta, Walcott siempre se llamó provinciano, poeta de una circunstancia única alejada de toda cosmópolis y metrópolis.
Walcott es el poeta de una particularidad absoluta, la de un paisaje, una naturaleza, unos puntos de fuga, unos cuerpos y unos rostros, unas historias y unos discursos, que son esos que son, y no otros. Es sabido, o predicado desde Hegel, que en la poesía lo universal rima con lo concreto, lo específico con lo genérico: es posible que esta regla tenga altibajos o excepciones, pero en el juicio de la historia a la estética hegeliano-marxista, Walcott es un argumento de la defensa.
La poesía de Walcott –y la lengua en que esta está escrita, o dicha– es densa, espesa, condensada y consistente, corpórea y aun táctil, pero al mismo tiempo parece aérea, ligera, porosa: es una respiración.
Si Omeros (1990) es la entera Historia del imperialismo y de la trata atlántica que arrancó a sus ancestros de África –con las mayúsculas de la interpretación abarcadora por oposición al simple relato–, no hay en ella, y los críticos la han buscado, una sola nota de rencor, de resentimiento, de regocijo en el abismo. Porque Walcott es demasiado racional, a mucha honra, y evita todo lo que nubla la inteligencia, que para él, como era para Bioy, es alegría.
Siempre hay otra noción de límite, de confín: una que escoge, en vez de la oposición antagónica, la relación agónica. El principio esperanza: cada segundo, como en la famosa tesis de la filosofía de la historia benjaminiana, es el la ventana por la que puede entrar un Mesías al que se le han cerrado las puertas.
El provincianismo de Walcott se vuelve relación reversible y revocable entre centro y periferia; la geografía, tensión no particularista ni localista entre lo finito y lo absoluto: los determinismos y determinaciones naturales e históricos se hacen conocimiento antropológico y filosófico.
Como en tantos poetas obligadamente marítimos, la poesía de Walcott es una poesía de las fronteras. De culturas y civilizaciones, de lenguas y etnias, de tráficos y descubrimientos, acciones y reacciones, créditos y débitos, límites y renovaciones; de paisajes, de dimensiones, de magnitudes, de sonoridades físicas y pinturas metafísicas, del caos de irrealidades que a veces pasa por realismo.
Cuanto más determinadas y fijas parecen sus imágenes poéticas de islas, botes, barcos, fugitivos, playas y puertos en la circunscrita circunstancia caribeña, menos se agotan en sí mismas, menos conclusivas y finales son, más se refieren a otros y a lo otro.
Por todo esto la luz, como en el poema de Mastronardi, y desde luego en el contraste con una sombra a la que jamás se elogia, tiene una importancia primordial en la composición poética de Walcott. Alto y bajo, épica y lírica, todo ocurre dentro de la luz.
Un poeta de las noches blancas, el ruso petersburgués Joseph Brodsky, había escrito de Walcott, mucho antes del Nobel y de la globalización de su fama que hace posible que hoy, aquí y ahora, estemos escribiendo de él: «El acto de conferir a un lugar el status de realidad lírica implica y requiere más imaginación y más generosidad que el de descubrir o disfrutar cualquier otra cosa ya artísticamente creada».
En el ruso y en el caribeño, parejo acto poético de devoción hacia la propia tierra. «Un fresco abrazo de aguas la nombra para siempre», es el primer verso de «Luz de Provincia»; «Una vez yo pasaba silbando entre arboledas», es el último. El lector de la Cuenca del Plata encuentra al caribeño: «The amen of calm waters» («El amén de las aguas calmas») es el punto omega de la poesía de Walcott.
* Desde La Paz, Bolivia