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En el invierno parisino, dos acontecimientos del mundo de los libros saltaron desde los blogs y las redes, los twists and shouts privados, hasta la tapa de los diarios y noticieros franceses.
El primero, más discreto, sin debate, pero no por ello menos palabrero, fue el sorpresivo fallecimiento, en un accidente entre sportivo y vacacional, del editor independiente Paul Otchakovsky-Laurens, titular de las ediciones de nombre P.O.L., su acrónimo personal. Este final fue una tristeza y una derrota para los hombres y mujeres de letras que se expresaron finamente sobre el asunto del muerto.
En cambio, el mismo grupo social pudo conocer la satisfacción del triunfo con un segundo hecho. Más complicado en su intriga y desarrollo, en el largo mes y medio del frío corazón del invierno pluvial y nivoso, pero no por ello más complejo.
Este sí fue un debate, con idas y vueltas, pero con final feliz. Otro editor, Gallimard, había anunciado su proyecto de reunir en un volumen de un millar de páginas los panfletos antisemitas del escritor L.-F. Céline (1912-1961), propiciadores del Holocausto. Intelectuales, oenegés y aun el Gobierno hicieron saber y sentir su indignación: hacer hoy accesibles en una edición comercial Bagatelas para una masacre, La escuela de los cadáveres y Las bonitas mortajas era –la metáfora fue usada– arrojar nafta al fuego en momentos en que el prejuicio étnico, la violencia racial y la xenofobia virulenta crecen en Europa. Gallimard se retractó, y dijo que el plan quedaba para tiempos mejores.
La anterior es la crónica que se puede reconstruir leyendo los titulares de la prensa gráfica, y sus equivalentes en la radiotelevisión y los medios digitales. Crónica, como diría el escritor uruguayo Miguel Ángel Campodónico, a la que algunos agregados podrían volver más fiel a la realidad.
Si se comienzan a leer los argumentos de los victoriosos impugnadores de la publicación, se llega muy rápidamente al quid de la cuestión, en un Viaje al fin de la noche, como el título de la obra maestra novelesca de Céline. Los resortes y los móviles de los denunciantes se revelan bien pronto como muy alejados de todo higienismo social proteccionista, que busca poner barreras a la circulación social de bienes y capitales inflamables.
Lo que hay que decir de inmediato, ya lo ha sospechado el lector. Sí, estos libros abominables están subidos a internet, y están a un click de distancia de los dedos todos. Más aún, si alguien quisiera leerlos en papel, también puede hacerlo. La Universidad de Québec, aprovechando que para la ley canadiense las obras literarias entran al dominio público a los cincuenta años de la muerte del autor (y no a los setenta), publicó una abrumadora edición crítica hace unos años. Que iba a ser la base de le edición de Gallimard.
¿Cuál era entonces el genuino problema? Se resume en esta palabra: Gallimard. El país que este año va a celebrar el medio siglo de mayo del 68 es rígidamente jerárquico, obsesionado por la clase, el prestigio, la distinción. Si los panfletos antisemitas, que Gallimard, con un don muy francés para el eufemismo perverso, iba a publicar bajo el título común de Escritos polémicos, hubieran salido en P.O.L, no habría existido tan mayúsculo escándalo. Después de todo, el llanto de los escritores huérfanos de editor es que P.O.L. era la única editorial intelectualmente prestigiosa y elegantemente chic que publicaba textos, con franqueza, sí, muchas veces ilegibles, por su osadía vanguardista: los de ellos. Ilegibles, nadie los leía: a los volúmenes de P.O.L. se los distingue, en las mesas de saldos y usados, blancos, intactos, sin uso.
En cambio, los panfletos iban ver la nueva luz en Gallimard. Esa basura «¡en la misma editorial que Marcel Proust!», prorrumpe ante la pregunta de este cronista Alain Faudemay, uno de los mayores especialistas contemporáneos en literatura francesa y comparada. No pasarán, a Gallimard. Y no pasaron. (Paradójicamente, o todo lo contrario, Gallimard es hoy la dueña del 88% de P.O.L.)
El affaire Céline cruzó las fronteras. En el Times Literary Supplement, el crítico, escritor y guionista judío Frederic Raphael dijo que esos panfletos, los que iba a publicar Gallimard, resultaban indignos de la editorial: eran «en buena medida un plagio». La asociación sin fines de lucro SOS-Racismo acusó a Gallimard de algo más indigno aún que el racismo: el querer lucrar con la venta de ese volumen de inmundicias. Y además, segundo argumento de SOS-Racismo, con ello iba a contribuir al peculio de la viuda de Céline, una vieja dama indigna, Mme. Lucette Destouches, que acaba de cumplir 105 años. (Hay que decir también que a esta viuda faltó ese pan de los herederos que son las obras póstumas, los inéditos, los diarios, las correspondencias, los borradores: la modesta casa suburbana donde su esposo trabajaba de médico de pobres e indigentes –tema de su otra obra maestra, Muerte a crédito– se incendió con todos los manuscritos dentro).
Una tercera noticia literaria invernal saltó también a las primeras planas. Figuraba este miércoles 14, conspicua, en la tapa y en el editorial del diario Le Figaro, uno de los de más circulación. La alcaldesa de París, la socialista Anne Hidalgo, ha dejado como muerto sin sepultura a uno de los mayores novelistas y memorialistas franceses de la segunda mitad del siglo XX, Michel Déon, vinculado al grupo de escritores independientes de la década de 1950 «Los húsares», con la explicación de que no tenía domicilio capitalino, y de que los Derechos Humanos dicen que la Ley es igual para todos y todas. El mismo diario recuerda que los socialistas no tuvieron ningún problema, en 2004, en encontrarle con celeridad un lugar en el parisino cementerio de Montparnasse a la literata norteamericana Susan Sontag, domiciliada en Nueva York, donde había muerto. Claro, explicaría el antisemita Céline, si era una mujer y una judía.