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RELACIONES SUBTERRÁNEAS
Existen relaciones subterráneas entre la constitución oculta de la mente y las teorías e ideas filosóficas en general y, en este caso, estéticas. Lo primero es como un supuesto ignoto, es algo «sordo», es como lo «implícito», y lo segundo es explícito, consciente, comunicable, evidente. Entre lo uno y lo otro, vinculada a lo tácito e ignoto del carácter, por un lado, y a las ideas por otro, media la experiencia en general, y, en este caso concreto, la experiencia de lo bello. Pero lo que conecta esa complexión íntima de la personalidad en lo que tiene de más enigmático, ante todo para uno mismo, con las ideas que uno pueda llegar a concebir y desarrollar suele ser misterioso. Pondré un ejemplo.
Por las razones que fueren, casi nunca dejo ni puedo dejar la impermeabilidad de la Primera Persona del Singular, que soy Yo, haciendo algo, lo que sea, al unísono con otras personas. Esto quiere decir que, si los demás saltan, yo no salto y que solo puedo saltar si nadie más está saltando; que si los demás gritan, yo no grito y que no puedo gritar lo mismo que estén gritando a la vez otras personas; que cuando todos cantan «cumpleaños feliz» yo finjo que canto si me miran, pero en realidad no puedo hacerlo; que si los demás se mueven, yo me quedo inmóvil, porque solo si los demás están inmóviles yo puedo moverme; etcétera. Si intento hacer algo, no importa qué, al mismo tiempo que los demás, no solo es desagradable para mí sino también, por decirlo así, «confuso» y, juro que no sé por qué, amenazante. Por eso nunca he podido bailar en los sitios hechos para bailar: porque en ellos, como es lógico, hay otra gente bailando. De modo que, si quiero sentir la música con la descarga física que exige el rock, aunque la electricidad y la adrenalina me hiervan en la sangre, tengo, o que estar a solas, o que estar en medio de gente que no sintonice en absoluto, por no ser, por ejemplo, adecuadas las circunstancias para ello, con la música, debido a que no me puedo sumir en lo que sería una indistinta pluralidad gritona o danzante con otros sujetos, porque ello me resulta tan angustioso que un retroceso instintivo bloquea todo movimiento que yo pueda iniciar. Esto me priva, en circunstancias colectivas, de la inmersión profunda en la experiencia propia de la belleza del rock.
SANTIDAD Y DESEO
El problema es que, en el caso del rock, la audición sedentaria usual en lecturas de poemas o conciertos de música clásica es absurda, porque su tipo de belleza compromete por igual el músculo y el oído, la mente y los nervios, la subjetividad que piensa y que siente y la vibrante epidermis que arrebata en goce físico. Su experiencia, sin dejar, en principio, de ser una experiencia estética, no admite la actitud contemplativa y se opone a la superación del ciego desear y de las locas pasiones y apetitos de la atormentada Voluntad que hizo que Schopenhauer viera en el estadio estético algo tan elevado que puso al artista por debajo tan solo del santo. La santidad así concebida no es, definitivamente, afín al tipo de experiencia estética propia del rock, en que la poderosa Voluntad habla al deseo. Su belleza es puro Eros, vida hasta la sobredosis –y digo sobredosis para sugerir la muerte, porque cuanto más brilla la luz de Eros, más oscura es la sombra que, a fuerza de luz, proyecta: Tánatos; y más intensa se vuelve, ante la proximidad de esta, la vida.
VIDA EJEMPLAR
Ahora, vamos al ejemplo. A veces hay en algunos supermercados un soundtrack increíble. Por ejemplo, en uno de la avenida Eusebio Ayala una vez sonó de golpe My Sharonna y luego Blur y Pink Floyd; la prueba de que no fue una alucinación mía es que, como me suele ocurrir en mi estado de consciencia más normal, no compré nada de lo que tenía que comprar porque olvidé lo que era apenas entré al lugar. Pero lo que viene al caso ahora es que la presencia de otras personas bailando no podía en tal sitio impedirme bailar, ya que el supermercado no es un lugar hecho para que uno baile, y por eso los allí presentes no bailaban sino que se dedicaban a pesar nabos o batatas, seleccionar apetecibles papas, sopesar latas de atunes o de salsas, llenar carritos, cuidar niños, pasear de la manito y todo ese tipo de originalidades supermercantiles.
My Sharonna se me trepó como dos litros de vodka y me arrastró al loco placer de bailar en un desatado goce tan magnífico que los intentos de interrumpirme y privarme de ese frenesí exquisito de los acosadores sexuales de rigor y de las miraditas burlonas o pomposamente indignadas o estudiada y venenosamente despectivas de los varios tipos de mujeres pesadas que allí habían me parecieron muy poco a cambio de tal placer, y no me importó pagar por él tan barato precio. Entró el encantador y divertidísimo «Boys who want girls who want boys to be girls who want boys…» y luego la redundante doble negación absoluta de «We don’t need no education…», y no temo, en fin, exagerar si digo que nada de lo que sonó a continuación era el tipo de música que uno podría escuchar estando quieto.
En este punto debo señalar que mi planteamiento de una estética erótica contra la naturaleza contemplativa de la experiencia de lo bello tal como la concibe Schopenhauer se inspira en la evidencia, entre otras cosas, de que es literalmente imposible escuchar rock sin moverse. El acuciante compromiso físico que acompaña a ciertas emociones y a ciertas expresiones y formas artísticas es un fenómeno que yo explico, por ahora hipotéticamente, como efecto de que la experiencia real de la belleza del rock, y, a partir de aquí, tal vez la de la belleza en general, no es (no principal ni exclusivamente) contemplativa, aunque nuestra tradición filosófica asocie el arte a la contemplación.
ERGO…
Tiendo en el fondo, y eso de vez en cuando se manifiesta en acciones, a un cierto impudor, y su causa es, lo confieso, cierta ocasional pero profunda y realmente olímpica indiferencia, e incluso, aunque sé que esto puede parecer un poco inhumano (lo lamento), su causa es en parte también cierto burlón o divertido desprecio por lo que la gente pueda no solo pensar u opinar de mí, sino incluso por lo que de mí pueda ver. Debido a que esta era una de tales autistas ocasiones, no me interesaba en lo más mínimo la reacción de la clientela de aquel supermercado. Pero, aun tomando este eventual impudor propio de mi perversa naturaleza en cuenta, nada es tan fastidioso como dar pie, con estos u otros gestos o motivos, a que te aborden en público, así que el hecho de que me haya permitido el delicioso lujo de bailar a pesar de esa considerable molestia, y sin que esta me importase siquiera, pone en evidencia el poder de esos ritmos e indica que la experiencia estética afecta a la mente y al cuerpo y los altera y compromete por igual a ambos.
Y si señalo que ese sustrato, que es para cada uno lo más íntimo de uno mismo y a la vez lo menos explícito o aprehensible de uno mismo, muestra su impronta decisiva en los hechos biográficos y en el carácter de uno, pero también en las ideas y teorías que uno pueda concebir y desarrollar, es, por ejemplo, porque justo esta anécdota, entre otros hechos e ideas favorables a tal línea de pensamiento, es lo que me permitió imaginar, entender y postular, como señalaba más arriba, la posibilidad, frente a la estética schopenhaueriana, de otro tipo de experiencia de lo bello, de una experiencia estética cuya intensidad completa no se pueda alcanzar ni tan solo ni principalmente mediante la contemplación.
IMITATIO ANTICHRISTII
Por esta capacidad de involucrar integralmente al sujeto con la experiencia que cada tema musical hace posible (o, según la ocasión, inevitable), hay que apuntar aquí adicionalmente que, excluyendo los obvios aspectos mercantiles y no artísticos del fenómeno sociocultural y económico que es el rock, creo que la poesía actual podría aprender cosas importantes del rock como forma estética.
Me refiero a que, si bien al comienzo de este artículo dije algo así como que, en el caso del rock, «la audición sedentaria que se estila en lecturas de poemas o conciertos de música clásica sería absurda», ahora añado que ante un poema auténtico, viviente, poderoso, esa audición sedentaria también es absurda. Que no solamente la del rock, sino toda belleza, involucra por igual la sangre y las ideas, el músculo y la mente, el espíritu y la epidermis, los nervios y los conceptos. Y que, por eso, podría plantearse, dada la actitud contemplativa que se asocia a las artes en general, que el rock tal vez ilustre una más radical experiencia del arte que la que suele darse en una sociedad como la nuestra, es decir, en una sociedad en la cual incluso algo de índole tan genuina y fecundamente desproporcionada como un poeta puede llegar a rebajarse hasta el extremo de ese organismo resignado, vacuo, inane y profundamente triste que se llama un «ciudadano». Como si el exceso de pasión, de belleza, de inteligencia y como si el exceso en general no incomodase a un mundo sin brillo. Como si uno pudiese bailar en el supermercado sin que los demás le «castiguen» (se agradece ese castigo) con el ostracismo. Como si la belleza fuera cosa de ratos de ocio, de horas libres, de vacaciones o de fines de semana y «lo importante» fuera otra cosa. Como si en tierra de ciegos el tuerto fuera rey en vez de estar en el Neuropsiquiátrico. Como si el arte pudiera salir gratis, sin perder a cambio algo (algo insoportable: una vida normal). Como, en fin, si ser poeta consistiera solo en escribir y leer poemas y no fuese, además, mucho más que eso.
MORE THAN THIS
El rock siempre fue música pero siempre fue, además, mucho más que eso. James Dean o Marlon Brando encarnaron al cinematográfico sobrino del «poeta maldito» del siglo XIX cuando, en la primera mitad del siglo XX, empezaba a sonar el rock: el «rebelde sin causa». El ascenso de Elvis Presley (contra los que sostienen que desplazó a otros solamente porque estos eran afroamericanos) se dio porque era un rebelde, pero tenía una causa. No cualquier causa. Una realmente importante. Que Chuck Berry, Little Richard o quien sea lo mereciera más, igual o menos no es tan fácil de saber. Presley era puro Eros destilado, crudo, furioso sexo, sexo hecho de poesía. Su estética abrupta de ritmos pélvicos bajo lánguida mirada de ojeroso vicio, su contagiosa electricidad quebrada, su inteligente, procaz provocación y su turbio encanto, el elegante descaro de su exquisita, sucia, sensual sonrisa obscena: todo eso y más. Un artista no puede ser menos. Apolo, modelo del poeta, no solo crea belleza, sino que además es bello. Porque la poesía no está solo en el papel, ni el rock tampoco.
Poetas: un poema se lee tan fuerte como el rock. Escribir no es suficiente. En poesía, en rock, en todo desafío no basta decir algo: hay que saber sostenerlo. No basta escribir un buen poema, como no basta componer un buen tema, porque hay que estar a su altura para poder interpretarlo. Esto se exige en el rock pero casi no se da entre los poetas. Casi todos los poetas son sus peores intérpretes.
Si la poesía está viva, que el público se pare en el asiento, que se mueva, que salga a la intemperie, que destape o que rompa las botellas, que grite cuando los versos lo enciendan y lo golpeen, que se ponga de pie en medio de los teatros y que se yerga en los anfiteatros, que desordene las aulas y las librerías, que rompa los auditorios de los centros culturales, y que allí donde suene un gran poema se celebre con la furia con la que se baila el rock.
Y RELACIONES SUBTERRÁNEAS, II
El verdadero arte nunca se portó bien. Los grandes nombres fotocopiados en facultades de literatura no eran buenos ciudadanos. El talento nunca cultivó buenas costumbres. El arte, el rock, la poesía son fuerza, exceso, risa, orgía, libertad, Eros, eterna y salvaje Voluntad schopenhaueriana. Profundidad y altura, placer y desafío, sexo, genio, inteligencia y furia. Elegante amenaza y gran estilo. Que recorre las extrañas vidas e ideas de unos cuantos y las conecta de manera oscura, como si un mismo fondo subyacente se presintiera en las ásperas ideas caudalosas y el acerbo alemán de Schopenhauer, en su metafísica de ciegas pesadillas, en su mundo cuyo origen es el mismo que el del mal, en su cosmos lovecraftiano de barbarie monstruosa, y en la tajante, absurda tautología perfecta de «We don’t need no education» de Pink Floyd, y en el metal que retumba cuando Baudelaire dispara: «l’appareil sanglant de la Destruction!».
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