Los últimos muertos

El ruido del helicóptero, al retumbar sobre la copa espesa de los árboles, hace que las aves, ocultas en el follaje donde se creían seguras, huyan espantadas. Sentado sobre un tronco de palmera, a orillas del arroyo Aquidabán-nigüi, el mariscal López toma tereré y fuma un cigarrillo Kent.

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Eso te va a matar –le dice la mujer vestida de harapos que le alcanza la guampa y agrega entre risas—: si no te mata el cáncer, se te va a chamuscar la barba y ¡allí se te incendia toda la cabeza!

El mariscal sorbe la infusión antes de responder, también en tono desaprensivo: —De todos modos, no me queda mucho tiempo. Mañana me matan los cambá —y dando una fuerte palmada a su nuca, agrega—: si no se les adelantan estos mbarigüi. Hace una argolla con el humo del cigarrillo antes de agregar: —¿Nos vemos esta noche?

—Ese hotel de Pedro Juan Caballero no es malo…, sí, voy a ir a visitarte –Lo mira con picardía—. No soy madama Lynch, pero…

—Muy pechugona para mi gusto —opina el mariscal y ambos lanzan una carcajada divertida.

—Las tomas desde el helicóptero no sirven para nada —exclama disgustado el director—. Lo único que se fotografió fueron las copas de los árboles. Hojas, hojas, hojas.

La vegetación es muy densa —opina Francisco Roa—. Si querés una buena toma del arroyo vas a tener que colgar a tu cameraman como un mono de cualquier rama de estos árboles. Son impresionantes, ¿verdad?

—Vamos a hacer la toma de la batalla de Chirigüelo —dice el director—. A ver, a prepararse mujeres, hombres, niños. Se vuelve hacia el cameraman: —Aprovechá bien el ángulo de la luz para el momento de la muerte de Francisco Roa –Da unos golpes con las palmas e insiste: —Hombres, mujeres, niños: a sus puestos.

Miran con los ojos hundidos en la profundidad sin esperanzas de la muerte. En las manos, lanzas hechas de tacuara y cuchillos convertidos en espadas. Allí están, al pie del monte Chirigüelo, cuatro mujeres harapientas, duras, implacables como los huesos que las sostienen todavía, dos hombres andrajosos armados con fusiles de chispa y tres niños semidesnudos y sucios, que blanden con gesto patético las dagas tomadas al enemigo la noche en que despachurraron a sus caballos. Allí, en mofa hacia la muerte, aguardan a que el general Francisco Roa dé la orden de atacar, con la misma voz mordida con que minutos antes, exclamó: — Hombres, mujeres, niños, a sus puestos—. Allí están, en tanto la metralla de la horda enemiga se apronta para abrir fuego contra los sonámbulos que avanzan sin temor ni furia, poseídos de esa absurda tozudez que tantas veces despertó el pánico en la soldadesca bien pertrechada de la Alianza.

La metralla desbarata y devora la inútil defensa que Roa ve desaparecer a su alrededor y loco, ciego de rabia impotente, corre acompañado de un grito largo, desgarrador. Monta uno de los cañones enemigos e introduce en la boca asesina la empuñadura de su espada rota, quita el revólver de la cintura y dispara en tanto su enmarañada cabellera rubia le revolotea sobre la frente tostada por el sol, antes de caer derribado por las balas de los cambá, que sin respetar su agonía, se surten de los despojos del moribundo hasta dejarlo desnudo, como a los demás andrajosos que ofrecieron la batalla final.

—Corten —exclama el director—. Ya no vamos a tener tiempo de filmar la escena de la muerte del mariscal. La dejamos para mañana. Ahora volvemos a Pedro Juan.

Los muertos se levantan y entre risas comentan acerca de temas baladíes. Francisco Roa se acerca al mariscal:

—Mañana te toca a vos –le da una palmada en el hombro.

Esa noche la Parca se le apareció en sueño y le dijo:

—Está todo acabado.

—Ya lo sé —responde el mariscal—. Lo sé desde hace mucho.

—Podrías salvar tu vida —insinúa la Parca—, si te entregas.

López la observa un momento antes de preguntar: —¿Me ofreces la vida?

—Sí –responde la Parca—. Te ofrezco la vida.

—¿Y el honor?

Tras una ríspida carcajada, la Parca le responde: —Francisco Solano…, siempre tan pretencioso y soberbio, exigiendo más, queriendo imponer condiciones… —su voz se torna fría al añadir—: En la vida, mariscal, la dignidad es apenas un moscardón molesto… Eres un necio si no aceptas mi propuesta.

Despierta sobresaltado. El split de la habitación del hotel Eireté ronronea casi inaudible. La mujer duerme a su lado cubierta con un edredón y de entre sus labios escapan leves ronquidos.

—Vamos a repetir la escena de la muerte del mariscal —exclama impaciente el director—. Quiero terminar hoy –agrega. Mira a su alrededor: —Ustedes al otro lado del arroyo —le urge a Correa da Cámara—: brasileños allá. —Se vuelve hacia López—: Que se vean tus heridas del vientre y de la cabeza. ¡Maquilladora!, un retoque para que parezca sangre coagulada… Mariscal, ¡la espada!, la espada clavada en la playa y vos te apoyás en ella. Ahí vienen. Atención… No tanto gesto heroico… Mostrá miedo también, si sabés que te van a matar.

Montado en Mandyju, los ve venir. Hunden las nazarenas en los ijares de los caballos que desprenden chispazos de sangre. Las bestias se estiran y adelantan el pescuezo cual saetas en busca del blanco.

Francisco Solano blande su espadín de oro y se defiende con fiereza. Hunde el acero en los cuerpos de sus atacantes hasta que siente cómo una lanza le desgarra el vientre y un golpe duro en la sien derecha hace volar su sombrero pirí, cuando un grupo de andrajosos que surge de la nada logra ahuyentar a los atacantes. Ayudan al mariscal a llegar hasta la orilla del arroyo donde se desploma junto a un tronco de palmera. El alférez Victoriano Silva queda a su lado cuando ya los demás se retiraron. No quiere abandonar al hombre agonizante que sostiene con una mano, a modo de apósito, el vientre abierto. Le ordena huir, luego de poner en manos del joven, su látigo:
—Ya no me va a servir –le dice–. Vete de aquí, hijo. Aquí debo estar solo.

La sangre coagulada ciega un ojo al mariscal, que respira con dificultad. El alférez Silva duda todavía un minuto y luego gira sobre sí y echa a correr hacia cualquier lado.

—Rendíos, mariscal –le intima el general José Antonio Correa da Cámara, que enseguida debe sujetar con fuerza las riendas del caballo que monta y casi lo tumba, asustado ante la estocada que lanza el soldado apenas capaz de sostenerse en pie—. Maten a ese hombre –dice con frialdad, ya seguro en su montura. Suenan los disparos. El plomo penetra la carne, la espada escapa de la mano, la boca escupe un borbotón de sangre, el cuerpo se estremece y cae de bruces sobre la arena de la playa. Entre risas y con manos lascivas, los asesinos despojan de su ropa al cadáver y se alejan entre gritos victoriosos que se pierden dentro del escenario silencioso de la selva y la ardentía temblorosa sobre el agua transparente del arroyo.

Carroña —exclama Correa da Cámara al pasar junto al cadáver que lo observa con ojos sin expresión, enmarcados en esa placidez de semblante que pronto se apodera de los muertos.

Los tres vehículos de la compañía se alejan veloces por el camino polvoriento para alcanzar la ruta asfaltada antes que la lluvia se abata de golpe, como ocurre siempre en la selva del Amambay. Pasar la noche en medio del descampado y el barrial intransitable no les parece una buena alternativa ni al director ni a los actores.

En diapasón vibrante, baja trémulo hacia el arroyo el suspiro del dosel de árboles antiguos y se mezcla al reverbero de los rayos del sol que atraviesan la tupida vegetación, inclinada en reverencia ante la majestuosidad del silencio, que envuelto en lluvia de lianas en duelo, cuelgan y se abrazan a los troncos centenarios, inconsolables ante el cadáver tendido sobre la arena fina del remanso, enrojecida por la sangre que no acaba de coagular y fluye y persiste como rubíes encendidos en las heridas que causaron la muerte de ese cuerpo, desnudo e indefenso, como lo dejaron sus asesinos.

—Dame la mano –dice la Parca, dirigiéndose a la sombra que se agita desconcertada en medio de la selva sumida en el llanto de una lluvia torrencial que torna aún más lúgubre la noche–. Yo te ayudaré a cruzar la oscuridad —agrega.

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