Los últimos días de Harriet Shelley

El mes pasado se cumplió un siglo de la sórdida y solitaria muerte de una mujer ligada de modo oblicuo e íntimo a uno de los capítulos más interesantes de la literatura moderna

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El jueves 12 de diciembre de 1816 apareció una breve pero intrigante nota en la página 2 de The London Times:

«El martes, una mujer respetable, en un avanzado estado de embarazo, fue sacada del río Serpentine y llevada a su residencia en la calle Queen, Brompton, después de haber desaparecido durante casi seis semanas. Tenía un valioso anillo en el dedo. Por la falta de honor en su conducta que se supone ha dado lugar a esta catástrofe fatal, su marido debe estar en el extranjero».

Dos días antes de la publicación de esta noticia, a primera hora de la mañana del martes 10 de diciembre de 1816, un hombre llamado John Levesley, que se dirigía a Kensington a través de Hyde Park, vio algo flotando en las aguas del Serpentine. Era el cuerpo de una joven. Y cinco días antes, la noche del sábado 7 de diciembre, Harriet Shelley, de veintiún años, escribió una carta laberíntica y llena de culpa. Poco después, se dirigió a Hyde Park y entró en las aguas heladas del río Serpentine. En ese momento ya llevaba separada de su marido, el ilustre poeta Percy Bysshe Shelley, padre de sus dos pequeños hijos, más de dos años. El niño que llevaba en su vientre era, casi con seguridad, de otro hombre.

La esposa de Shelley llevaba más de un mes desaparecida, desde el 9 de noviembre. Harriet se había convertido en una molestia para su marido, pues, pese a que aceptó compartir su estilo de vida poco convencional, en el fondo no estaba dispuesta a permitir que otras mujeres, entre ellas su propia hermana Eliza, se unieran a la comunidad utópica que Percy Shelley deseaba formar. Y se había convertido más tarde, ya separada y vuelta a la posición de hija dependiente, en una molestia para su familia, una carga y una mancha en su respetabilidad. Lo que no mejoró, ciertamente, ni con su embarazo ni con su fallecimiento en sórdidas circunstancias.

Durante la investigación realizada al día siguiente en Fox Alehouse, la identidad de Harriet y los detalles sombríos de su muerte solitaria fueron oscurecidos, y el forense, John Gell, a pesar de que el suicidio podría causar vergüenza pública a una familia decente como la de Harriet, no logró confirmar la más decorosa tesis de que hubiera sido asesinada.

Aunque esto cambiaría en menos de una década, en 1816 todavía se enterraba a los suicidas en la encrucijada más próxima al lugar en el que cometieron su «crimen». Los desdichados que se suicidaban en Hyde Park eran enterrados, por ello, en el cruce de las carreteras al final de Grosvenor Place.

En el caso de Harriet, el informe dijo que había sido hallada sin vida en el río Serpentine y omitió su embarazo. Fue enterrada como Harriett Smith.

Cuando, casi seis años antes, un frío día de enero, conoció al poeta de dieciocho años de edad Percy Bysshe Shelley, Harriet Westbrook era una quinceañera sorprendentemente bonita. Estudiaba en el internado de la señora Fenning, en Clapham, y Percy era el hermano mayor de sus condiscípulas Mary y Hellen.

Después de que se casaron bajo la Ley escocesa el 29 de agosto de 1811, Harriet gozó en Edimburgo de un breve período de felicidad con Shelley. Luego, instalados en York, Shelley se hizo ayudante de un abogado, pero a las pocas semanas se fue de viaje al sur para hablar con su padre, que le había cortado los fondos porque desaprobaba su matrimonio, y Harriet encontró durante la ausencia de su esposo que la vida era insoportablemente aburrida y desolada.

En las raras ocasiones en las cuales las nubes de lluvia se dispersaban, Harriet se armaba de valor para salir de paseo y escapar de la soledad de su ahora triste morada, pero se sentía profundamente incómoda por la atención no deseada que atraía su extraordinaria belleza. Consciente de las miradas que la seguían mientras caminaba por las calles de esa ciudad desconocida, bajaba el velo de su sombrero para ocultar su rostro de modo que nadie viera su rubor.

Aunque su intención pudo haber sido consolarla de su soledad, la afectuosa cercanía del amigo de su esposo ausente, Thomas Jefferson Hogg, aumentaba la angustia de Harriet. Desde que Hogg la vio por primera vez, a los diecinueve años, la admiraba. Y cuando le confesó que la admiraba, cuando su marido, Percy, estaba a cientos de millas de distancia, Harriet se aterró. Repelió sus avances en los términos más duros y le advirtió que eran tan inmorales como incómodos. Al darse cuenta de que había actuado con impropiedad, Hogg decidió escribir a Shelley inmediatamente, pero Harriet no supo de esto. Pidió que su hermana Eliza acudiera sin demora.

Dejando atrás a Hogg en York, la pareja, con frecuencia acompañada por Eliza, pasó tres años caóticos cruzando Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda en pos de los sueños de revoluciones y utopías de Shelley. Sus respectivas familias, que desaprobaban esa unión, les habían cortado todos los fondos a ambos, y luchaban para mantenerse fuera del alcance de sus acreedores.

La vida se volvió más difícil para Harriet cuando, el 23 de junio de 1813, dio a luz a una hija, Eliza Ianthe, conocida siempre por su segundo nombre. Ya cerca de la Navidad, la pareja pasaba largos periodos de tiempo separada.

Irónicamente, se volvieron a casar por la Ley inglesa durante este período turbulento en un intento de normalizar su relación. Harriet quedó embarazada de su segundo hijo ese mismo mes. Sin embargo, el matrimonio realmente estaba terminado, y Shelley le dijo a Hogg que «se sentía como si un cuerpo muerto y uno vivo hubieran sido unidos en comunión repugnante y horrible».

El golpe final para Harriet fue que Shelley quedara fascinado por la joven de dieciséis años Mary Wollstonecraft Godwin. Percy huyó al extranjero con ella, e imploró a su esposa que apoyara esta nueva relación; incluso la invitó a unirse a ellos en Suiza.

Harriet volvió a la casa de sus padres, donde dio a luz al bebé, Charles. Desde hacía dos años, llevaba una vida de callada desesperación, acosada por la necesidad de dinero, con su marido errante y lejos de sus hijos pequeños, que habían sido enviados al campo para mejorar su salud.

En la primavera de 1816, a pesar de su poca vida social, Harriet estaba embarazada por tercera vez. Nunca se ha esclarecido la identidad del padre. Cuando su embarazo llegaba a término, Harriet se fue un día de casa, y se alojó en una posada con el nombre de Harriet Smith unas semanas antes de su muerte.

Pese a que no consta que Harriet Shelley no apoyara a su marido –parecería, de hecho, que fue al contrario: a fin de cuentas, lo acompañó a Irlanda para predicar la revolución y favoreció sus intentos de establecer una comuna, hasta que él la abandonó–, durante las décadas siguientes fue difamada por numerosos admiradores de Mary Wollstonecraft Godwin y de Shelley, y casi se borraron todos los rastros de esta mujer inconveniente, a la que, sin embargo, Mark Twain defendió en su ensayo En defensa de Harriet Shelley.

Tampoco cabe decir, pese a su triste historia de desencuentros y conflictos, que Shelley no la hubiera amado, y ni siquiera hay fundamento para afirmar que alguna vez llegara a olvidarla. Harriet le inspiró algunos de sus primeros poemas, y, extrañamente y a pesar de todo, recorre, muerta ya, su obra posterior. A ella le dedicó La reina Mab: «Tú has inspirado mi canción», le escribió. Hasta el fin de sus días, sabido es que, cuando alguien le preguntaba por el motivo de algún estado pasajero de tristeza, Shelley solía responder:

–Estaba pensando en Harriet.

El novelista y poeta Thomas Love Peacock, amigo de Shelley y de Harriet, no guardó de ella una memoria ingrata:

«Tenía una figura ligera, activa, grácil... El tono de su voz era agradable; sus palabras, la esencia de la franqueza y la cordialidad... Verla una sola vez era conocerla a fondo».

Harriet Shelley, por una serie de circunstancias ajenas a toda previsión y en un mundo sin indulgencia hacia las mujeres e implacable en los juicios sobre su naturaleza y su conducta, se convirtió en una molestia para su marido, para su familia y para sus propios padres, y en una vergüenza y una pena para cuantos la rodeaban. Si en sus días de belleza y juventud alimentó alguna vez deseos, proyectos, ambiciones o sueños de la índole que fuere, no encontró nunca el apoyo para perseguirlos ni dispuso tampoco de la independencia necesaria para intentarlo; su temprano matrimonio y su incapacidad de soportar el compartir a su marido con otras mujeres alejaron de ella a ese hombre brillante y errático. Abandonada con dos hijos pequeños por su esposo, no fue recibida como una hija pródiga sino como un inconveniente penoso por su familia, que solo la toleraba por piedad, y no sin rencor.

Una hija embarazada y sin marido era un infamante baldón, y Harriet tuvo que haberlo entendido finalmente el día en que salió de casa para ir a quitarse la vida en algún lugar alejado de todos, con lo cual, sin embargo, aunque por última vez, volvió a molestar y a cubrir de oprobio a una familia tan respetable como la suya, que se vio obligada a guardar silencio sobre su muerte para evitar el escándalo y a confiar a sus hijos huérfanos a otras manos para poder reanudar, por fin, la vida sin ella.

juliansorel20@gmail.com

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