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El matemático y compositor Pierre Boulez, el hombre que cambió la música del siglo XX y la manera de escuchar la música en adelante, murió la noche del martes a los noventa años en Baden-Baden. Director de orquesta, pianista, escritor, nació en Montbrison en 1925 y estudió matemáticas en el Politécnico de Lyon antes de inscribirse en 1944 en las clases de armonía del compositor francés Olivier Messiaeny y de graduarse en el Conservatorio de París en 1945. En 1948, en el teatro Marigny, el joven Boulez era director musical de la compañía Renaud-Barrault, y al cabo de los años cuarenta y durante toda la década de 1950, con cierto parcial pero significativo éxito entre la crítica musical del momento, compuso obras experimentales basadas en el sistema dodecafónico. Boulez ayudó a crear un nuevo lenguaje y una nueva técnica musicales y se convirtió en uno de los creadores más influyentes en la aplicación del serialismo a todos los parámetros musicales, dinámica, ritmo, timbre y tono: el serialismo integral. Sus clases en los cursos de verano en Darmstadt influyeron enormemente, junto con las innovaciones en música aleatoria, en música electroacústica y, también, en composición serial, del compositor alemán Karlheinz Stockhausen, en la vanguardia musical posterior a la Segunda Guerra Mundial. Entre sus obras más celebradas suelen citarse sus tres famosas sonatas para piano, el ciclo de canciones orquestales compuestas entre 1957 y 1962 Pli selon pli –creaciones guiadas por la afirmación central del poema de Mallarmé que las inspira: Toute pensée émet un coup de dés– y Domaines, de 1968, para clarinete y veintiún instrumentos. Creador de una obra, en general, más bien inhóspita a la primera audición, Boulez tuvo sin embargo en los años sesenta cierta popularidad, si cabe la expresión, como director invitado de la orquesta de Cleveland, y, en la primera mitad de los setenta, como director de la orquesta de la BBC de Londres, la British Broadcasting Corporation Symphony Orchestra, y director musical de la orquesta sinfónica de Nueva York desde 1971 hasta 1977. En 1976 fue nombrado director del prestigioso grupo francés Ensemble InterContemporain. Como director, Boulez si bien, se centró ante todo en su música y en la de sus contemporáneos, dirigió de manera lúcidamente renovadora obras del repertorio tradicional, sobre todo de Stravinski y de Debussy, y, desde luego, en el centenario de Richard Wagner, en 1976, dirigió la memorable producción del ciclo operístico del Anillo de los Nibelungos en Bayreuth.
Ciertos hombres tienen un campo de influencia tan amplio, hasta tan ubicuo, y tan decisivo, que prácticamente todos, incluso aunque no lo sepamos, somos, de un modo u otro, deudores y herederos suyos, y si bien es cierto que la música actual no sería lo que es sin Boulez, y que lo que llamamos música contemporánea fue, en gran medida, invención suya, no es menos verdadero que simplemente nuestra forma de escuchar, pensar, entender la música tampoco serían las mismas sin lo que consiguió Boulez al crear su propia obra y al difundir la ajena mediante la dirección y sus versiones de Schönberg, Stravinsky, Bartok y Webern; en sus conciertos, ya desde los años cincuenta, Boulez renovó el ayer y difundió el hoy mal conocido y experimental de artistas de vanguardia como Nono, Stockhausen o Maderna. Con un repertorio que iba desde Gesualdo hasta Franz Zappa, Boulez consiguió por magia que el pasado y el futuro se iluminaran mutuamente.
«Un punk, sí, muy bien, nos puede parecer gracias al marketing la pera de la provocación. Pero los Sex Pistols, comparados con Pierre Boulez, son la madre Teresa de Calcuta», empezaba Jesús Ruiz Mantilla una entrevista suya a Boulez publicada en El País de Madrid el 19 de junio del 2013. Es que, fuera de lo explícito (y, tal vez por explícito, con frecuencia tan banal, tan trivial, tan ineficaz, tan insincero) de las posturas ideológicas o políticas en sentido estrecho, las composiciones de Boulez subvierten toda expectativa, todo marco conceptual, todo acomodamiento a una determinada idea o concepción de la realidad, al tiempo que lo inhospitalario, la dificultad sin concesiones, la inclemencia de su propuesta desafía todo engaño, toda adulación, y desnuda el hecho de que la mentira es el mecanismo fundamental de lo que se llama «éxito» en una sociedad de masas en la cual decir «cultura» es decir «consumo» e «industria». Es al filo incierto y fértil de la zona que media entre el orden y el caos donde traza su gesto compositivo Pierre Boulez. Ese gesto que no supera ni resuelve ni olvida, sino que preserva el conflicto entre lo que la obra es y lo que perpetuamente puede ser, entre lo dado y la especulación: ese gesto siempre abierto a lo posible. Por todo esto, con Pierre Boulez desaparece una presencia fundamental en nuestro mundo. Una que nada tiene que ver con la capacidad de sintonizar con los gustos imperantes ni de interpretar y expresar «lo que la gente vive y siente» ni con el carisma del rockstar, sino, precisamente, con todo lo contrario. Boulez era una imagen viviente de conocimiento, de intransigencia, de antipatía, de honestidad, de «me importa un bledo si (no) te gusta». Una imagen viviente de verdadero amor, de auténtica pasión, de entusiasmo real por lo único que cuenta. Por eso que dinamita y dinamiza la historia del arte y de las ideas y que siempre se ríe al último, cuando ya ha caído el telón, cuando ya se han apagado todos los malditos aplausos por los cuales tantos suspiran y venden sus almas irrisorias al mercado. Era la imagen de la inteligencia, con toda su despiadada y maldita libertad. La imagen necesaria del exceso y de la dura dignidad del monstruo.
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