Los sobregiros de la palabra

Tras la charla de clausura, el pasado miércoles 17 en el Museo del Barro, de la hermosa e importante exposición «El giro barroco», traemos hoy la segunda y última parte del texto curatorial elaborado para ella por el escritor, antropólogo y crítico de arte Ticio Escobar, «La línea barroca», reproducido aquí íntegramente gracias a la gentileza del autor.

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CONTRAGIROS

Descartada la posibilidad de hablar de una síntesis terminante entre ambos sistemas estéticos, y abierto un espacio para asumir la coexistencia de montajes específicos, pueden trazarse conjuntos, inconclusos, bajo los cuales agrupar las soluciones diversas que produjo el encuentro –el encontronazo– intercultural. El guión del Centro de Artes Visuales/Museo del Barro distingue subsistemas misionero-guaraníes que, a título de referencia, apenas serán mencionados ahora, pues se encuentran suficientemente desarrollados y divulgados en distintas publicaciones de la institución.

En primer lugar, tal guión reconoce la diferencia, nunca definitiva, entre la solución franciscana, más austera y por ende más cercana al espíritu guaraní, y la jesuítica, basada en la reinterpretación de las formas barrocas. Extremando tal diferencia para su mejor exposición podemos afirmar que las imágenes franciscano-guaraníes esquematizan la escultura europea y suprimen el movimiento. Por el contrario, las jesuítico-guaraníes conservan la representación del movimiento, pero lo mantienen congelado: detienen su impulso, paralizan los gestos que promueve y la expresión que induce. Las imágenes de los talleres jesuíticos continúan, por otra parte, la estructura naturalista, pero la someten a montajes y ensambladuras que ignoran el (des)orden barroco y lo descentran o recentran en otra clave, que nada tiene que ver con la vocación dramática de la tendencia europea ni con el naturalismo que subyace en la representación barroca.

Ambas soluciones suponen giros del programa barroco, contragiros: impugnan los estremecimientos, torsiones y rotaciones de tal tendencia. Desdramatizan el teatro barroco; la calma de espíritu, vinculada con la figura del tekoporã –«el buen vivir» guaraní–, rechaza los excesos de las escenas sangrientas, apacigua los padecimientos infernales y desconoce la oscura estética de la culpa. La representación de los tormentos es neutralizada por imágenes apacibles, impasibles, ajenas a los retorcimientos del fuego eterno, el martirio o la crucifixión, figuras tan caras a la imaginería barroca. En muchos casos, sobre todo en la talla popular, la sangre que mana de los cuerpos sacrificados es convertida en signos ornamentales, vestigios quizá de cierta pintura corporal indígena.

En segundo lugar, el guión del CAV/Museo del Barro consigna la diferencia entre piezas provenientes de los talleres misioneros y las realizadas fuera de los mismos, pero bajo su ámbito o la influencia de lo aprendido en ellos. Solo a los efectos de su mejor distinción y, por lo tanto, de manera arbitraria, se denomina «pos-franciscana» a la imaginería popular realizada en el área de los antiguos táva o «pueblos de indios», sujetos a curato franciscano, y se llama «pos-jesuítica» a la talla que, producida a partir de la expulsión de la Orden de Jesús (1767), se basaba en las pautas formales y técnicas aprendidas en los talleres jesuíticos. De hecho, lo pos-franciscano y lo pos-jesuítico conforman momentos de la santería popular, consolidada durante el siglo XIX y proseguida a lo largo del XX, con estribaciones, debilitadas ya, que llegan hasta nuestros días.

De este modo, la talla popular alcanza su plenitud fuera de los talleres misioneros, aunque fuertemente condicionada por las técnicas y las formas aprendidas en ellos. Tampoco cabe acá una diferencia demasiado tajante: de hecho, «lo popular» se incuba ya en la diferencia que acompaña y desorienta todo el camino de lo misionero-guaraní. Sin embargo, lo propiamente popular se define en los márgenes de los talleres de los táva provinciales y en la práctica de los sánto apoháva, los «hacedores de santos», formados en los talleres jesuíticos y dispersos por diversas zonas de la Región Central una vez expulsada la Orden. La santería popular, que lleva al extremo la simplificación de la imagen barroca, permite aventurar los rastros de sus orígenes distintos en piezas que llegan hasta hoy o, en algunos casos, que llegaron, al menos, a comienzos del siglo XX: las obras de Zenón Páez (n.1927), de Tobatí, y de Juan Bautista Rojas (1925-1995), de Yaguarón, siguen el modelo jesuítico-guaraní. Es decir, la estructura naturalista reinterpretada libremente, congelada en su movimiento y simplificada en la representación del cuerpo y el ropaje. Las piezas de Cándido Rodríguez (1922-2002), de Itauguá, radicalizan la esquematización de origen franciscano-guaraní hasta desembocar en una figuración potente de planos rígidos, el compendio geométrico del lejano modelo barroco.

Resta aún marcar una diferencia en este cuadro de líneas inestables. La que, dentro de la producción de los talleres de los jesuitas (instalados en la región en 1609), distingue entre un antes y un después de la llegada a las misiones del Hermano José Brasanelli (1658-1728). Esta distinción se debe a un aporte del historiador Darko Sustersic, que, a lo largo de su vasta producción –a mi entender, la más completa en este tema–, enfatiza la presencia de Brasanelli y hace de ella un corte de aguas en la historia de la imaginería jesuítica de la región, tanto en la arquitectura como en la escultura, rubro exclusivo al que se refiere este texto. Esta exposición toma como punto central el giro iniciado por Brasanelli.

Dada la escasa documentación disponible sobre su trayectoria, la importancia del Hermano Brasanelli parece más fácil asentar a través de los efectos de su obra que de su obra misma, así como de su carrera, cuyos hitos esquivos ha reconstruido Sustersic con rigurosa meticulosidad a partir de las pocas piezas del hermano jesuita cuya autoría ha sido debidamente confirmada (B. D. Sustersic: Imágenes Guaraní-Jesuíticas, Asunción, Museo del Barro, 2010). Dentro de la lógica de los talleres jesuíticos resulta posible comprender que la función de Brasanelli –el más destacado de los escultores misioneros– no era la de crear imágenes para los altares, sino la de enseñar la técnica en los talleres y, muy especialmente, proveer de modelos tridimensionales a los indígenas copistas, pues hasta ese momento ellos se basaban fundamentalmente en grabados cuya bidimensionalidad, es de suponer, constituía uno de los motivos de las deformaciones de la imaginería misionera (del giro del giro barroco).

Por encima de estos cargos, se encontraba una misión más importante: la de producir un cambio (otro giro) en esa imaginería que, por entonces, se movía sin rumbo claro ni destaque formal (según la perspectiva de los misioneros) dentro del formato esquemático que Sustersic denomina «pliegues aplanados» y que comprende no solo la parálisis del movimiento, sino la frontalidad de las obras y su tendencia a las soluciones rectilíneas (que emparentaban hasta ese momento los estilos jesuítico y franciscano). Este formato «tradicional» era considerado primitivo y torpe por los jesuitas, en cuanto no se avenían «con la sobriedad litúrgica y estaban en pugna con las leyes de la estética» (Guillermo Furlong, SJ: Misiones y sus pueblos de guaraníes, Buenos Aires, 1962). Por eso, considerando la intrusión en los templos de «imaginería barata y popular» (Furlong, op. cit.), el Provincial Luis de la Roca dispuso que se cambiasen muchas de las esculturas y pinturas por otras «decentes». Era, pues, necesario un movimiento innovador, llamado por Furlong «de renovación estatuaria y pictórica».

Es en ese contexto en el que adquiere mayor sentido la misión de Brasanelli, y es entonces cuando se define el barroco como el dispositivo adecuado para mejorar la producción de los talleres; aunque, en estricto sentido, esa tendencia comenzaba ya su declinación en Europa. Durante la larga estadía de Brasanelli en las misiones (1691-1728) se introdujo programáticamente un giro de paradigma que se tradujo en un reconocible cambio en la producción misionera. Sin embargo, la «renovación» no llegó a desplazar a la producción «tradicional», con la cual siguió conviviendo e intercambiando soluciones formales y expresivas. Sustersic reconoce con claridad esta coexistencia y distingue entre las copias fieles de los modelos de Brasanelli y la combinación de estas con el estilo de «pliegues aplanados», y sostiene que incluso en el momento en que se supone el triunfo del nuevo estilo, se encuentran imágenes «que rechazan radicalmente toda injerencia barroca» (Sustercic, op. cit).

En cierto sentido, ese rechazo ocurre en todas las piezas jesuítico-guaraníes, antes, durante y después de la presencia de Brasanelli. Pero quizá el término «rechazo» resulte muy duro y deba ser matizado; cabría mejor hablar de «encuentro», en su doble sentido de conciliación y de enfrentamiento. Habría que nombrar el momento de la diferencia, que supone un amplio espectro de posiciones, oscilantes entre la impugnación y la aceptación del canon barroco. Este movimiento complejo implica en todos los casos transformaciones, giros, que adulteran los principios barrocos y pueden culminar, como ya se adelantó, en obras mediocres, copias fallidas o intentos malogrados de reinterpretar el paradigma. Pero también pueden resultar, para citar solo los extremos, en piezas rotundas, seguras en sus formas nuevas, cargadas de la energía de verdades casi olvidadas, y alimentadas con los argumentos mezclados que aporta la diversidad cultural.

Esta muestra reúne un conjunto de piezas jesuíticas y posjesuíticas pertenecientes a valiosas colecciones de arte misionero y popular obrantes en el Paraguay. Las piezas expuestas traducen distintas posiciones de aquel movimiento complejo, que asume tanto la pérdida aculturativa como la resistencia del imaginario propio y el intercambio transcultural. Estos momentos ocurren trenzados y pocas veces se dan en estado puro. El impulso barroco es lo suficientemente flexible como para admitir la intrusión de formas ajenas y, aun, la infiltración de signos opuestos convirtiéndolos en giros y contragiros de un desarrollo que, como todo proceso legítimo, no puede concluir en una imagen definitiva y ejemplar: cada pieza traduce su propio trabajo de montaje, reinterpretación y elaboración de la diferencia; su manera específica de encarar la disparidad de los mundos en juego. Tales particularidades ocurren en el margen breve que deja abierto la colonización cultural: allí, cuando pueden, se concentran la imaginación y el talento para reinventar el sentido de los modelos extranjeros.

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