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La firma del tratado de 1750 entre las coronas de Lisboa y Madrid se desarrolló en dos mundos que no tenían fronteras entre ellos ni caminos que condujeran del uno al otro facilitando cualquier tipo de comunicación. En Europa, especialmente en Portugal, solo se tenía en mente la expansión de sus fronteras en América al tiempo que ejercían una enorme presión sobre la Compañía de Jesús, la corona española e incluso en Roma. En América, en las reducciones no solo de Paracuaria sino también de Chiquitos y Mojos, en Bolivia, los jesuitas sufrían el peso de aquella presión sin la posibilidad de hacerse oír ni en España ni en Roma, pues todo parecía inclinarse a las pretensiones portuguesas.
En el último barco que ancló frente a Buenos Aires solo vinieron malas noticias y, como siempre, las urgencias de sacar a los indígenas de sus pueblos para entregar estos a los portugueses con la mayor celeridad posible. «Con ocasión pues de no haber venido en aquel navío cosa favorable a los indios, escribió el padre comisario otra encíclica, o carta circular, y común a todos los misioneros para desahuciarlos a todos de la remota esperanza, que aun sospechaba en algunos de que con los sinceros informes del señor virrey había alguna novedad en el convenio, o alguna mejor prisa en la evacuación, y modo con que se precipitaba a los miserables indios la hiciesen sin darles acá el cómodo tiempo que el tratado les concedía. Y en esta carta mandaba a todos los dichos misioneros pena de excomunión mayor a sí solo reservada, que hiciesen todos los esfuerzos posibles para persuadir a los indios y pueblos resistentes (que ya con el de San Luis eran cinco) su pronta transmigración, cual la pedían desde Castillos los comisarios reales, y sobre que instaban, diciéndole entre otras cosas, que para que en la transmigración no hubiese la menor detención, según no sé qué instrucción secreta, que traían o citaban, los portugueses les comprarían a los indios todas cosas que por la prisa no pudiesen sacar consigo de sus tierras. Y aunque no decía que se las comprarían también de buena gana, eso se suponía; porque así se hallarían a poca costa y desde luego con los pueblos hechos y sus estancias pobladas de ganados aquerenciados en ellas. Y esta era ya cosa que muy desde el principio la tenían pensada los dichos portugueses y la habían pretendido ajustar ya en Santa Fe con el procurador de misiones, y en Buenos Aires con el provincial recién llegado a verse con los comisarios; bien que en ambas partes llevaron repulsa, y con razón y justicia: porque como muy bien se les dijo, a los indios les era preciso para vivir en otras tierras, llevar consigo todos sus ganados ya que el real tratado así se lo permitía, y para, según toda buena piedad, razón y justicia, les concedía el tiempo cómodo y necesario» (1).
«Mas como a los portugueses se les fraguó en una ni en otra parte este ajuste, y parece que habían ya hecho el ánimo a entrar desde luego en posesión no sólo de los bienes raíces, sino también de los muebles o semovientes de los infelices indios, parece también que tomaron este otro medio para que se viesen precisados a no sacarlos por falta de tiempo para ello; y así por no perderlo todo, se los vendiesen. Y digo que parece que tomaron este otro medio, porque no mucho después de la dicha repulsa, y del tiempo bastante par que Freyre fuese avisado de ello, vino a Buenos Aires su pretensión y arbitrio de que para que la mudanza fuese más pronta, no se les diese a los indios licencia de sembrar, para que así no tuviesen frutos pendientes que recoger antes de la mudanza; que era en un romance pedir o mandar que la mudanza se hiciese antes del tiempo de los dichos frutos; y sin el tiempo cómodo para sacar de sus querencias y tierras los ganados» (2).
«En aquel lance o (llamémosle así) juego de fortuna siempre Freyre y los suyos iban a ganar mucho, y no perder ni aun arriesgar nada en su pretensión de quedarse con los ganados. Porque o por falta de tiempo que se les negaba a los indios para sacarlos, precisamente les habían de dejar todo o la mayor parte de ellos; o por no dejarlos se habían de hacer fuertes, y aburridos y hostigados con tantas prisas se habían de resistir a mudarse; y en este caso entraba la guerra estipulada d ellas dos naciones española y portuguesa para expulsarlos por fuerza, y entonces justa o injustamente según fuese justa o injusta la guerra, por derecho de ellas se les privaría también de los ganados, de los cuales casi todos serían de los portugueses. Porque aun después en la isla de Martín García se pactó que solo la mitad del ganado de los indios había de ser para Portugal y la otra mitad para España, pero ya ellos veían que esta sin dificultad les cedería o a lo menos le vendería su parte aunque no fuese más de por no trasladarla con notable pérdida de ella y trabajo en conducirla a sus dominios y tierras que aún aquí le quedaban» (3).
«Últimamente para que se viese con cuanta prisa iba la ejecución del tratado se le decía al padre comisario también desde Castillos que ya estaba allí pronto el primer marco de los que para el efecto habían traído desde Lisboa los portugueses ya labrados, para no tener acá otra cosa que hacer que ponerlos y fijarlos; y que ya estaban para salir los demarcadores a poner y fijar el segundo hacia las tierras de los indios, y que ambos reyes perseveraban en que sin mudanza ni limitación alguna fuese adelante el tratado del mismo modo que en él desde el principio habían en él convenido. En vista de todo esto mandaba también el padre comisario que ya que los otros medios que se habían tomado para persuadirlos a la pronta mudanza no habían bastado y su dureza los había hecho del todo ineficaces, ahora se usase determinadamente de otro, que cuanto más tenía de exterioridad acaso para con ellos sería de mayor eficacia. El medio pues era que en todos los cinco pueblos resistentes a la mudanza se juntase a toda la gente de ellos en sus respectivas iglesias y allí les hablasen sus curas con un Santo Cristo en las manos, como se suele hacer en el acto de contrición de los sermones de misión, o con el asalto que suele preceder a ella, y que de esta suerte se les propusiese, o se les volviese a proponer todas las razones que los podían mover y persuadir a mudarse, sin omitir la de que de Roma ya se nos informaba, es a saber que si ellos no trataban de mudarse los padres los dejarían y saldrían de entre ellos y de sus pueblos y tierras sin jamás volver a ellos; y que si ni las razones ni esta amenaza, ni las súplicas y ruegos bastaban, se les hincasen también de rodillas, e hiciesen otras cualquiera exterioridad que pudiesen servir para reducirlo a la deseada mudanza» (4).
Notas
(1) Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.
(2) Ibid.
(3) Ibid.
(4) Ibid.
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