Los payasos trágicos de Ligotti (I)

Un cuento de Thomas Ligotti revela conexiones inesperadas entre los heyokas hopi, las divinidades ctónicas, el horror vacui en Munch, los gnósticos sirios, el bufón shakespeareano, la alegría y el horror, el carnaval y la muerte, la risa y el miedo, y el miedo a la risa, en El Suplemento Cultural. El más terrorífico de la historia de la prensa paraguaya.

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«Primero aquí estaba el Sol, quién era joven una vez y es ahora un abuelo de muchos poderes. Pero el Sol entrará un día en el Vacío. Esto es el poder del Heyoka Vacío» (Louis Albert Hieb, The Hopi Ritual Clown: Life As It Should Not Be, 1972).

En el primer tomo de la tetralogía The Masks of God (Las máscaras de Dios), de Joseph Campbell, titulado «Primitive Mythology» («Mitología primitiva»), leo por primera vez algo acerca de las sociedades de payasos sagrados en las culturas originarias de Norteamérica, en el contexto de un ritual iniciático de carácter escatológico: «los payasos sagrados –a los cuales, en las ceremonias religiosas, les es permitido romper los tabúes y representar pantomimas obscenas– son iniciados en sus órdenes por medio de la ingestión ritual de la caca» (filth, en el original).

Un poco más adelante, continúa Campbell describiendo las costumbres de las sociedades de payasos entre los Jicarilla Apache de Nuevo México: «Ellos representan, desde el punto de vista de los maestros del decoro, el principio del caos, el principio del desorden, la fuerza que menosprecia los tabúes y hace estallar los límites, y son los favoritos de los jóvenes, quienes quizás ven reflejado en su peculiar encanto el paraíso de la inocencia que era suyo antes de que les fuera impartido el conocimiento del bien y del mal, de la pureza y de la suciedad» (filth, también, en el original).

Siendo el amigo Campbell un consumado estudioso de la obra de Carl Jung, no se puede dejar de mencionar aquel arquetipo jungiano del «estafador» (the trickster), en el que vemos –al igual que en los payasos– el principio del caos, del desorden y la fuerza destructora de los tabúes y los márgenes impuestos por los maestros del decoro. Por eso la mierda es tan significativa en el ejemplo de Campbell, ya que la prohibición de jugar con ella es quizás la primera gran ruptura psicológica y la primera gran limitación recibida en la temprana infancia. La muerte del ser biológico espontáneo.

Algún tiempo después, vuelvo a encontrarme con otra mención de payasos de las sociedades Hopi, esta vez en un cuento de Thomas Ligotti, el segundo de la serie The Nightmare Factory (La fábrica de pesadillas), titulado «The Last Feast of the Harlequin» («La última fiesta del Arlequín»). El cuento está dedicado al escritor de Providence H. P. Lovecraft, que es la influencia más notable de Ligotti. No es mucho lo que se sabe de Ligotti, y, francamente, sus cuentos no han recibido (dichosamente para algunos) la atención que merecen. A pesar de ser un injusto desconocido de la literatura yankee, S. T. Joshi, el más importante biógrafo de Lovecraft, lo incluye en su libro The Modern Weird Tale como «uno de los exponentes fundamentales del cuento de terror y la fantasía macabra».

El cuento en cuestión es, sin duda, una joya del género. En él, el narrador sigue las pistas de un ensayo escrito por Raymond Thoss, su profesor de antropología en la Universidad. El ensayo da cuenta de un extraño festival de payasos que se celebra todos los años en invierno en la ciudad de Mirocaw. El discípulo de Thoss sigue las pistas del escrito y viaja a Mirocaw, donde se ve envuelto en una serie de raras circunstancias que incluyen la desaparición de una madre y su hija; la sospechosa presencia del mismísimo Thoss y –lo más importante de todo– el descubrimiento de una secta secreta de payasos, como decirlo, trágicos, sí, trágicos y temibles... El narrador escribirá en sus notas que todo el festival es una fachada para que la aparición anual de aquellos payasos sectarios cada año sea más soportable para los habitantes de Mirocaw.

Me interesa reconocer en «The Last Feast of the Harlequin» las fuentes mitológicas de los payasos de Ligotti, el mesocosmos que permite su reaparición, su reinvención en la literatura. Como ocurre con la de Lovecraft, en la obra de Ligotti, no están definidos los límites entre la revisión bibliográfica de textos, o supuestos textos, esotéricos, y la invención/intuición jungiana de un autor que es acechado por imágenes en sus pesadillas.

Hemos reconocido en esta lectura del cuento de Ligotti tradiciones diversas: los heyokas hopi, los gnósticos sirios, Shakespeare, las divinidades ctónicas, Edgar Allan Poe, entre otras que enmarcan la creación de los siniestros payasos ligottianos.

LOS PAYASOS HOPI Y EL FESTIVAL DE LAS KATCHINAS

«En una ocasión», cuenta el narrador del relato de Ligotti, «reuní la audacia necesaria para ofrecer una interpretación propia (en parte opuesta a la suya) acerca de los payasos tribales entre los indios hopi. Sugerí que mi experiencia personal como payaso aficionado y la devoción especial a este estudio me proporcionaban una comprensión quizá más valiosa que la suya. Fue entonces cuando reveló, de modo informal y obiter dicta, que él mismo había representado el papel de uno de estos bufones tribales enmascarados, y que había celebrado con ellos las danzas de los kachinas».

Entre las culturas originarias norteamericanas, la mayoría de las etnias tenía su propio tipo de payasos, de distintos órdenes. Los Sioux Oglala y Lakota llamaron al suyo heyoka (loco, visionario del trueno, inconformista, payaso), y era una figura primordialmente religiosa. La risa que provoca el payaso, en este contexto, es una risa sanadora, es pues un curandero y un canalizador de las energías espirituales, conocido también como «Soñador del Trueno».

El comportamiento de todas las clases de payasos –clasificadas por edad, sociedades militares, chamanistas y de las llanuras del Norte– gira alrededor de unos temas básicos o atributos: parodia burlesca, juegos o bromas pesadas, gestos obscenos, caricaturas de otros, glotonería o apetito extremo, actos extraños de automortificación o autocrítica, y burla de enemigos o forasteros.

Sin embargo hay una diferencia esencial entre los heyokas y los demás payasos, diferencia que de alguna forma está representada en el cuento de Ligotti. Los payasos de las llanuras del Norte, como los de las tribus Ojibway, practicaron una especie de convencionalidad: podían hacer algo extraño o contrario a lo acostumbrado, pero dentro de condiciones regulares. Se sabía cuándo iban a realizar este tipo de actos y había un tiempo permitido –un marco carnavelesco– para las payasadas. A menudo podrían dejar la bufonería y regresar a un modo de vida común y corriente, casándose y haciendo vida «normal». Los heyoka, por su parte, eran los contrarios, los al revés. Totalmente imprevisibles, hacían cosas inesperadas en los actos más solemnes. Estaban inspirados por fuerzas espirituales antes que por una convención establecida, y eran los que se encontraban más cerca del wakha, del poder espiritual, entre todos los payasos. Su papel era de por vida, una vocación sagrada inspirada por sus visiones del wakha: «Thunderbird» o «Pájaro del Trueno». La visión del Thunderbird era una experiencia única y transformadora.

El narrador de «The Last Feast of the Harlequin» identifica en el festival de Mirocaw dos tipos de payasos, en lo que podría ser un paralelismo entre los heyokas y los payasos sociales americanos. El primer tipo de payaso, elegido anualmente según la convención, es el chivo expiatorio del miedo y el desprecio que los habitantes de Mirocaw sienten por el otro, por los enigmáticos payasos sectarios:

«... los payasos: los brillantes payasos de Mirocaw que son maltratados de aquel modo, que parecen servir de figuras sustitutivas de aquellos mimos de ojos oscuros de los suburbios. Como estos últimos son temidos por el poder o influencia que puedan poseer, es posible enfrentarlos simbólicamente y conquistarlos a través de sus contrapartidas, que son elegidas, precisamente, para esa función» (Thomas Ligotti, «The Last Feast of the Harlequin»).

La presencia del heyoka o payaso sagrado en las ceremonias religiosas es fundamental: en ellas representa el papel del «estafador», del trickster de Jung. La excesiva pomposidad y la seriedad de la ceremonia son sistemáticamente burladas y desinfladas por los gestos del payaso, que muestra de esta forma lo acartonado o equivocado de las realidades del mundo cotidiano. El payaso prepara a la gente para el drama religioso: «En algunas tribus, las ceremonias religiosas no pueden comenzar hasta que toda la gente, en particular cualquier forastero, haya reído» (Barbara Tedlock, «The Clown’s Way». En: Dennis y Barbara Tedlock, Teachings from the American Earth: Indian Religion and Philosophy, Nueva York, Liveright, 1975). Pero además de esta risa hay una advertencia en el acto payasesco, para ver más allá de lo literal del ritual, hacia los misterios más profundos de lo sagrado... la revelación de las verdades últimas y trascendentales.

Por último, el heyoka era un verdadero crítico social, ya que su imitación burlona exponía la hipocresía del mundo social. Usando comportamientos extremos o contrarios a lo usual, obligaba a los otros a examinar sus propias dudas, su propia tontería y su ceguera. El payaso sagrado funciona como un speculum mentis en las sociedades primitivas, como un espejo de las contradicciones interiores.

En cuanto al festival de las Katchinas: «Los indios Pueblo Hopi protegían a sus Payasos Sagrados incorporándolos en su Katchina (baile de espíritus), ceremonias donde los Payasos hacen una entrada desde el tejado, bajando una escalera de cuerda en la plaza donde bailan los Katchinas. “¡Mire allí abajo!”, exclaman, “¡Todo es hermoso!” Bajan de cabeza, y resulta gracioso cuando caen uno sobre otro, y el último cae de pie. ¡No ven el Katchina hasta que chocan con ellos, y luego exclaman “¡Este es mío!” o “¡Todo esto es mío!” Actúan de modo tonto, infantil, avaro, egoísta y lascivo. Cuando simulan darse cuenta de lo que hay a su alrededor, se burlan de turistas, antropólogos, indios vecinos y de sí mismos. Piden comida. Sus juegos de adivinanzas y actos de equilibrio gustan a la muchedumbre. Los Payasos que bailan a veces fingen que son invisibles, aumentando así la broma» (Don C. Talayesva, Sun Chief: The Autobiography of a Hopi Indian, New Haven, Yale University Press).

MUNCH Y EL FOOL SHAKESPERIANO

Los payasos sectarios de «The Last Feast of the Harlequin» son payasos graves, que inspiran miedo, angustia, ansiedad, antes que risas. Enseñan en su aspecto mortificado el reflejo de un mundo carente de sentido: su expresión es la expresión del vacío. En más de una oportunidad, el discípulo de Thoss ha declarado ver una semejanza en el semblante de aquellos payasos con la angustia personificada en El grito, de Munch, obra que expresa mejor que ninguna la desesperanza y la ansiedad ante el horror vacui.

«Conjuré», dice el narrador del cuento, «una imagen mental de ese pierrot aullante del cuadro (El grito, recordé ahora), lo que me ayudó no poco. A la noche, salí del hotel por la escalera posterior».

Al mismo tiempo, esos payasos espectrales, que arrastran los pies por las calles de Mirocaw sin que nadie se anime a verles la cara, recuerdan a ese bufón del rey Lear, despreciado por ser el único que dice la verdad en un mundo marcado por la hipocresía y la falsedad, el único que, para bien o para mal, tiene la capacidad y el valor de poner en evidencia el desorden y el caos que rigen el mundo detrás del teatro de las apariencias. Desprovistos del elemento de la risa, muestran la verdadera cara del payaso, el semblante idiota del caos esencial y primitivo... «El primer caos, señor supremo, el dios ciego e idiota: Azathoth» (H. P. Lovecraft).

«El alegre y bienamado bufón», dice el narrador del cuento de Ligotti, «con el que casi todo el mundo estaba familiarizado, no era sino un aspecto de esta criatura proteica. Locos, jorobados, amputados y otros seres anormales habían sido antaño considerados payasos natos; eran elegidos para interpretar un papel cómico que permitiera a los demás verlos como graciosos y entretenidos, y no como terribles recordatorios de las fuerzas del desorden en el mundo. Pero a veces se requería de un bufón sin alegría que llamara la atención sobre ese mismo desorden, como en el caso del morboso y honesto bufón del rey Lear, que, por supuesto, terminó ahorcado, poniendo así fin a su cómica sabiduría.»

¿Qué nos espera en la segunda parte de esta macabra exégesis? ¡No te pierdas el horrible final de esta serie de atroces revelaciones el próximo domingo! (Continuará…)

cksienra@gmail.com

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