Los misioneros dejarían el fuego prendido

Fernando VI inició una política de neutralidad con las potencias europeas. Para resolver el problema limítrofe con Portugal en América, en 1750 el ministro español José de Carvajal y Láncaster y el embajador portugués Tomás da Silva Téllez firmaron en Madrid el Tratado que cedía territorios en los que estaban los siete pueblos de las misiones jesuíticas a la corona de Lisboa. Para delimitarlos se enviaron varias comisiones. Luego de los rumores por el arribo del barco Jasón a Buenos Aires, las disposiciones que traían los portugueses y los comisarios reales españoles dejaron más claro qué territorios habría que traspasar. Si bien no eran del todo beneficiosas, acallaron algunas inquietudes. Y despertaron otras.

/pf/resources/images/abc-placeholder.png?d=2061

Cargando...

Aunque no resultaban del todo beneficiosas las disposiciones que traían los portugueses y los comisarios reales españoles, por lo menos con ellas las cosas estaban más claras, y lo estaba también qué territorios se tenían que traspasar a la corona de Lisboa. De este modo, se acallaron algunas inquietudes y se plantearon otras nuevas. Además, se conoció por fin el papel que debía desempeñar en todo esto el padre Altamirano, comisario enviado por el rey y cuya sorpresiva llegada a bordo del barco Jasón, juntamente con el padre Rafael de Córdoba, y de este modo se aplacaron todos los recelos que había provocado su inesperada presencia.

El padre Escandón escribe: «Declarado ya el empleo con que venía el padre comisario y recibido con gusto de todos en su oficio, e informado de lo que hasta aquel día había hecho la provincia para la mayor brevedad y más pacífica evacuación de los pueblos y tierras de la entrega, aprobó todo lo hasta allí ejecutado y dispuesto, sin hallar en ello qué quitar ni añadir cosa alguna, y comunicó todas sus veces para la prosecución del negocio al mismo padre superior de misiones, a quien desde el principio el padre provincial le había comunicado las suyas» (1).

«Por aquel mismo tiempo y casi con el padre provincial llegaron a Buenos Aires de las Misiones las gustosas noticias de que todos los siete pueblos de la entrega habían dado el sí de su mudanza, y que se quedaban buscando los sitios y parajes, en que pudiesen fundar y establecer de nuevo en tierras de España, porque de ninguna manera querían quedarse con los portugueses. Las cuales noticias nos alegraron mucho a todos; pero mucho más a los que no tenían bastante conocimiento de la veleidad y poca constancia de los indios. Y así los reales comisarios, y también el nuestro, con tan buenos principios concibieron muchas esperanzas, que no sólo daban ya por medio hecho, sino por entera y felizmente de cometido su negocio. Mas los que conocíamos algo mejor a los indios y preveíamos las grandísimas dificultades con que se habían de encontrar en la ejecución y práctica de aquel su buen propósito, casi hacíamos tan poco caso de su sí como de un no. A lo menos dudábamos mucho que los fines [...] diesen tan buenos principios. Y tanto lo dudábamos que entonces mismo y después de tan alegres noticias, quiso y muy de veras esta provincia hacer entera cesión de los dichos siete pueblos entregándolos al rey con tan buena y uniforme disposición, y ánimo tan resuelto de mudarse a donde y como su majestad ordenara y los portugueses querían. Y yo mismo me acuerdo que hablé, y no a solas, con el padre comisario sobre esta pronta cesión; y el padre provincial me aseguró varias veces que había hablado al mismo padre comisario sobre lo mismo. Y se le añadió también que si para que se aceptase la dicha cesión era también menester que con los siete se cediesen juntamente todos otros pueblos, desde luego estaba pronta la provincia a cederlos» (2).

«Era el caso que desde que los comisarios reales llegaron a estas tierras, dieron muy desde luego, y muy claramente a entender que venían persuadidos que el entregarse o no los pueblos de los indios a Portugal, únicamente dependía de nosotros, y que con que nosotros lo quisiésemos de veras, ya indefectiblemente se lo teníamos persuadido a dichos indios, y ellos lo habían de ejecutar todo, como nosotros se lo dijésemos. Y añadían que en esta misma persuasión quedaba también nuestra corte, o el primer ministro de ella por cuya mano se había dirigido el tratado. Que la corte de Portugal estaba en lo mismo, y aun toda la Europa que sabía y aun admiraba la singular obediencia de los mencionados indios a que les mandaban sus misioneros. Y así se concluía (como yo lo oí más de una vez por mis oídos) que, si por algún caso los indios se resistiesen a evacuar sus dichos pueblos, la culpa siempre se nos había de atribuir a nosotros, tuviésemosla o no la tuviésemos; y que siempre y en todo caso que los indios no se mudasen se había de decir por todo el mundo que la provincia del Paraguay y la Compañía de Jesús no habían querido ejecutar lo que les mandaba su rey, y que aun se le había positivamente opuesto a sus órdenes y real voluntad y en conclusión, de este trance dependía el honor y buen nombre de toda la religión de la Compañía del cual ella tanto en todas partes necesitaba para el servicio y gloria de Dios y buen logro de sus espirituales ministerios en bien de los prójimos, así en las ciudades y pueblos de uno y otro mundo entre los cristianos antiguos, como también en las doctrinas reducciones y Misiones de los neófitos» (3).

La noticia de que los indígenas de los siete pueblos estaban dispuestos a dejar sus tierras y a buscar otras nuevas que pertenecieran a España alegró a los recién llegados pero no a los misioneros, que tenían trato directo con los nativos desde mucho tiempo atrás y conocían su carácter cambiante y su proclividad a cambiar de idea ante cualquier obstáculo que se les presentara y que les pareciera imposible o muy duro de superar. De allí que se apresurasen a hacer la cesión de tales territorios. El fracaso en esas negociaciones sería el fracaso de los misioneros, y toda la responsabilidad caería sobre sus espaldas, especialmente en las cortes europeas, en las que no había ninguna información sobre esta parte del mundo ni el menor conocimiento de cómo se comportaban los nativos.

«No obstante –escribe Escandón– como al padre comisario se le dijo que ni con nosotros ni con otros ningunos teníamos la mejor esperanza de que se mudasen, como era la verdad que nunca la esperamos los que algo más y con alguna experiencia los conocíamos, juzgó el padre no se debía hacer tal cesión, esperando que acaso con nosotros vencerían todas las dificultades que se les ofreciese por vencer, y que si acaso en poder de otros se dejaban vencer de ellas, también se diría que nosotros, al salir de entre ellos, los habíamos dejar bien o mal impuestos en que por ningún caso se mudasen o que habíamos dejado prendido el fuego para que después se levantase la llama; que fue la frase o metáfora con que el padre se explicó conmigo, cuando yo le hablé sobre el dicho punto. Mas que por esta su razón, por su autoridad prevaleció su parecer al nuestro; y así se dejó de hacer la cesión; que si ahora se hubiera hecho como fue preciso hacerla en adelante, nos hubiéramos evitado de muchísimas pesadumbres, ya que del todo no nos pudiésemos librar de las calumnias que el padre revelaba, de que se habían de decir, que nosotros habíamos dejado prendido el fuego. Bien es verdad que tampoco los comisarios reales daban oídos a tal cesión alguna otra vez que se les informó, porque según la cuenta traían hecho el aviso a que la Compañía, y no otro, les venciese lo que había más difícil con su comisión, que venir y allanar» (4).

Notas 

1. Legajo 120, 54, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid.

2. Ibid.

3. Ibid.

4. Ibid.

jesus.ruiznestosa@gmail.com

Enlance copiado
Content ...
Cargando...Cargando ...