Los maestros de la novela indigenista: Alcides Arguedas, Ciro Alegría y Jorge Icaza

Un capítulo acerca de la novelística en las tierras que se extienden al sur del río Grande no puede empezar mejor que destacando un punto fundamental: la extraordinaria significación de la novela hispanoamericana moderna.

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La novela es, indiscutiblemente, la expresión literaria más importante de la América del siglo XX, y los novelistas hispanoamericanos modernos ocupan, por su vigor, su originalidad y su maestría estilística, un lugar junto a sus más distinguidos colegas del mundo moderno. Y esta novela es fundamentalmente interesante no por su mérito intrínseco, que es grande, sino como reflejo de la cultura de todo un continente.  

Ante todo, creemos, la novela contemporánea es una prueba de la pasión de América por la creación literaria. Y, por cierto, tal actividad tiene tan vital importancia en la vida de los hispanoamericanos, o latinoamericanos, que puede decirse, ocupa una posición análoga a la de los intereses económicos en la vida de los norteamericanos. Por si el Sur no ha sido prolífico en dirigentes industriales, en banqueros, en economistas y en hombres de ciencia, ha producido en cambio excelentes hombres de letras. Muchos extranjeros tienen una idea, hoy por hoy, del gran número de poetas, de críticos literarios y en particular de novelistas que florecen en esas tierras. Y un sinnúmero de críticos extranjeros saben hasta qué punto se cultiva la creación literaria, de modo totalmente desproporcionado a otras manifestaciones culturales de las repúblicas hispanoamericanas. En política oscilaban entre tiranías primitivas, golpes militares y democracias teóricas; en educación, casi todos trataban servilmente de poner en práctica las teorías de educadores europeos como Lunacharsky o Decroly y de norteamericanos como John Dewey, aunque invariablemente disponían de un presupuesto escolar inadecuado. A pesar de su febril deseo de llevar a cabo algo en todas las ramas de la actividad intelectual, los países latinoamericanos solo han tenido éxito en determinados ramos; unos pocos juristas y antropólogos eran conocidos en el extranjero, pero solo han logrado posiciones destacadas en historia y en filología, en bellas artes y, sobre todo, en literatura. Esta notable fertilidad literaria halla hoy su más vigorosa expresión en la novela contemporánea.   

Un precioso documento  

Pero la novela es importante también por otro motivo. Las novelas hispanoamericanas, o por lo menos gran número de ellas, eran del tipo realista, o sea, que sus autores han tratado de reproducir e interpretar, de acuerdo con diversos cánones, la vida que han hallado en el mundo que los rodea. Así, en el siglo XIX, los novelistas hispanoamericanos describieron las luchas intestinas de las jóvenes repúblicas, la formación de una sociedad estratificada, el crecimiento de las grandes ciudades y la tragedia de existencias individuales hundidas en la vida de pobreza y degradación. En el siglo XX han observado algunos de esos mismos fenómenos, pero en general han escrito con percepción más amplia del hombre en lucha con la naturaleza primitiva: hombres que trabajan en las minas, en las plantaciones y en las fábricas, espíritus sensibles incapaces de hacer frente a la vida moderna, o almas sencillas empeñadas en una revolución que no pueden comprender. Por su tratamiento de estos temas, en su momento, la novela realista se convierte en un precioso documento, donde se puede estudiar la vida del continente hispanoamericano.   

Este valor documental se nota particularmente en las primeras novelas de la escuela realista. Desde un punto de vista estrictamente literario, estas novelas hispanoamericanas del siglo XIX suelen tener escaso valor, salvo como precursoras de la novela regional moderna. Y con todo, constituyen un cuadro inestimable de la vida de la época. Por supuesto, la realidad aparecía también en las obras de los novelistas románticos y en otros escritores. La famosa novela de Isaacs, María, y Amalia, de José Mármol, ambas ofrecen descripciones de la psicología, las costumbres y los modos de vida americana, y hasta Ricardo Palma, en sus Tradiciones peruanas, conserva el sabor de lo americano, a pesar de sus anécdotas de la época colonial. Pero en cuanto el movimiento realista hizo su aparición, el escenario americano adquirió por primera vez un lugar importante en la novela.   

Los críticos y estudiosos de la literatura narrativa de Hispanoamérica señalan, casi unánimes, que esta, en los últimos años, alza su categoría y a la vez se inserta en las direcciones más sobresalientes del relato moderno, en un esfuerzo de los autores por universalizar su problemática o sustituir sus mitos tradicionales. Dígase lo que se quiera de lo ocurrido en los últimos decenios, no puede desconocerse un hecho casi estadístico: hoy tal novela compite, sin desmedro, con la que se escribe en países que cuentan con viejas y bien evolucionadas literaturas. La ficción hispanoamericana se traduce hoy al inglés, al francés, al italiano, al alemán, porque en ella descubren otros aspectos de una forma de arte en que el hombre descifra al mundo y se descifra a sí mismo en su dramática contemporaneidad. Hace cuarenta años, el interés por trasladarla a otros idiomas tenía su fundamento en la representación de mundos típicos, propicios para cierta forma de turismo mental, o porque se tenía la ilusión —ilusión de regusto decimonónico— de que la novela puede considerarse como un elemento auxiliar del conocimiento histórico, sociológico y político. Las traducciones de Juan Rulfo, Mario Vargas Losa, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar, García Márquez, José Donoso, Carlos Fuentes y otros noveladores de categoría indiscutible, recorren hoy el mundo por muy distintas razones.   

Huasipungo  

No es ocioso recordar aquí, en un instante de revisión y recuento, cómo fue el medio siglo; dos críticos solventes, Pedro Grases y José A. Potuondo, juzgaron rasgos distintivos del relato hispanoamericano, por una parte, el tema avasallador de la naturaleza —tal como la vemos en La vorágine, por ejemplo—, y por otra, el conflicto social como eje del mecanismo novelesco, en la línea que deriva de los mismos orígenes narrativos de Iberoamérica: El Periquillo Sarniento, de 1816.   

El creador de ficciones, por consignas políticas muy respetables o por inclinación humanitaria, protesta con energía ante la injusticia; se siente llamado a corregirla con su creación denunciadora o incita a otros —para eso muestra las lacras sin ambages y con un feísmo impresionante y desgarrador— a emprender reformas y modificaciones drásticas. Esto se vio con claridad en el amplio cielo de la novela indigenista (que vamos a analizar más adelante), hoy agotada en su dirección convencional —Raza de bronce, Plata y bronce, Huasipungo—, si bien asume otras de nuevo cuño, como la que en el Perú representaba en su momento un eximio narrador: José María Arguedas. La clave de su eficacia narrativa, en comparación con novelistas como Jorge Icaza y Ciro Alegría, que cumplieron una tarea importante en la dirección indigenista, se reduce a un punto fundamental: José María Arguedas nos cuenta el mundo indio desde dentro de ese mundo, desde la perspectiva misma de esa sufriente criatura; los otros autores indigenistas lo hacen por aproximación cordial, por rechazo iracundo de la vida del indio desvalido y expoliado, y por lo mismo no pueden lograr lo que parece connatural en los relatos de Arguedas, escritor que habló quechua y aprendió el español más tarde.   

La moderna novela indigenista, en su momento, ha interesado profundamente en aquellos medios culturales que alientan una verdadera preocupación social. El problema del indio (todavía no resuelto en la actualidad), y aun el del obrero latinoamericano, son tan diferentes, desde sus mismas raíces, a los de cualquier otro proletariado, que las conquistas generales logradas en otras partes del globo no siempre resultan aplicables en América o, por lo menos, no por iguales medios.   

El indio vive un mundo independiente, con tradiciones y leyes propias, con costumbres y ritos singulares. El blanco, ya se acerque a él con afanes de explotación vil o de ayuda desinteresada, siempre será, en la isla privada del indígena, un intruso al que este mirará con recelo, y de cuyos métodos y civilización se asombrará con desconfianza. De inteligencia más vivaz que el negro, pero más huraño, cuesta arrimarlo a la cultura, porque es menos humilde y tiene un sentido elemental y congénito de la dignidad. Por eso mismo, su reacción ante el empuje cobarde y brutal del blanco, cómodamente parapetado tras sus armas modernas y su pasmosa maquinaria, nunca puede preverse, y si unas veces resiste la agresión y muere sin pompa, gracias a su sencilla capacidad de heroísmo, otras, en cambio, huye, no precisamente por cobardía, obedeciendo a una especie de impulso intuitivo que le aconseja sobrevivir para esperar y vengarse sin apuro.   

Quienes mejor han tratado este tema han sido —a pesar de Huasipungo— Ciro Alegría y Alcides Arguedas. La gran novela de Icaza, de estilo avasallador y apasionada defensa del indio, tiene empero los inconvenientes de una violenta militancia. Su lectura no deja el ánimo tan dispuesto a la indignación como a la repugnancia, debido tal vez a que el autor no ha penetrado tan hondamente como Arguedas o Alegría en el carácter del indio. Para Icaza resulta más importante la significación revolucionaria de su libro que el rescate del indio como ente humano capaz de sentimientos.   

Dolorosamente brutal  

Ciro Alegría y Arguedas han seguido otro camino. Su interés principal ha sido indudablemente construir un testimonio de la vida indígena. Claro que en dicho testimonio caben perfectamente los atropellos incalificables de los blancos, pero la reacción del indio es aquí transmitida paso a paso, imagen por imagen, de modo que, cuando la violencia sobreviene, ni asombra ni parece en realidad violencia, sino desenlace lógico y verosímil. El mundo es ancho y ajeno termina con el aniquilamiento de la comunidad indígena; Raza de bronce, con la destrucción de los blancos. Pero en ambas novelas existe una legítima amargura que provoca en el lector más firmes simpatías que los histéricos gritos de los indios de Icaza. La "raza de bronce" actúa en silencio, es violencia a pesar suyo, dolorosamente brutal en sus soluciones, pero estas son únicas y, por lo tanto, dignas.   

Naturalmente, el novelista es quien ve la novela. ¿Quién, si no él? Una novela es siempre algo que ha hecho un novelista. Pero un novelista puede fingir que no es así. Puede fingir que él no está novelando; por ejemplo, nos dirá en un prólogo o en una nota al pie de página (o con cualquier otro truco) que su única responsabilidad es  editar papeles ajenos. Puede fingir también que está ausente de la novela; por ejemplo, nos dará una masa confusa de hechos para crearnos la ilusión de que la novela se va haciendo sola o de que, al final de cuentas, es el lector quien la rehace con su inteligencia. Puede fingir que nos da meras versiones de algo que ha ocurrido o que nos ofrece directamente el espectáculo de lo que está ocurriendo. Pero a pesar de todos sus fingimientos, no hay duda de que el novelista es quien ve la novela. Ahora bien, cuando el novelista quiere objetivar su visión, tiene que resolver este problema: ¿Quién o quiénes van a narrar? ¿Va a narrar él mismo, o él va a ceder la narración a otras personas? ¿Dónde pondrá los focos narrativos: dentro o fuera de la novela? ¿Con qué pronombres gramaticales escribirá? ¿Con los de la primera persona?: "Yo vi, yo sentí tal o cual cosa". ¿O con los de la tercera?: "Él sintió, él hizo tal y cual cosa". Hay varias soluciones al problema de este punto de vista, y cada una de ellas imparte a la novela una forma especial. No nos referimos solamente a la forma externa —novelas con forma de memorias, de diario íntimo, de colección epistolar, de diálogo dramático, etc.—, sino más bien a la forma interior de estas perspectivas. En último análisis, son cuatro:

1)El narrador asume el papel de un dios que lo sabe todo, capaz de analizar las acciones y los pensamientos de sus criaturas, sucesiva y simultáneamente, por fuera y por dentro. Es el punto de vista del narrador-omnisciente. Un ejemplo podría ser Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, Venezuela, 1906).   

2) El narrador asume el papel de un observador ordinario. Puede describir el mundo objetivo en que están comprometidos los personajes; puede referirnos también lo que hacen y dicen esos personajes. Ese narrador sabe solamente lo que un hombre del montón puede saber sobre sus vecinos; se le escapa la totalidad de los acontecimientos y la secreta intimidad de los personajes. Es el punto de vista del narrador-observador. Un ejemplo podría ser Los de abajo, de Mariano Azuela (México, 1873-1952).   

3) El narrador participa en la acción, aunque no como protagonista. Se mezcla en los acontecimientos; pero lo que nos cuenta son las aventuras de otros personajes, más importantes. Es el punto de vista del narrador-testigo. Un ejemplo podría ser La serpiente de oro, de Ciro Alegría (Perú, 1909).   

4) El narrador, con sus propias palabras, nos cuenta sus peripecias y pensamientos. Es el punto de vista del narrador-protagonista. Un ejemplo podría ser Don Segundo Sombra, de Ricardo Guiraldes (Argentina, 1886-1927).   

El novelista, al construir su relato, puede elegir uno de estos cuatro puntos de vista o los puede combinar. Mantener consecuentemente y sin distracciones un solo punto de vista a lo largo de toda una novela es difícil. Por lo general, aun en novelas realistas, de composición tradicional —en las que el uso de las perspectivas es claro y distinto—, las personas gramaticales del relato suelen alterarse. Pongamos el caso de La vorágine, de José Eustacio Rivera (Colombia, 1888-1928). A fin de suscitar en el lector la ilusión de que va a leer unas memorias auténticas, Rivera recurre a la vieja convención del autor-editor. En un prólogo de una página finge dirigirse al ministro de Colombia: "He arreglado para la publicidad las memorias de Arturo Cova…; respeté el estilo y hasta las incorrecciones del infortunado escritor…", etcétera.   

Marxistas desenfrenados  

En perfecto acuerdo con su doble tradición, la más célebre de todas las novelas indigenistas —Raza de bronce (1919) del publicista boliviano Alcides Arguedas (1879-1946)— es un verdadero clamor de protesta, y al mismo tiempo, una obra rica en folklore y en pintoresco color. En la primera mitad de su famoso libro, Arguedas relata la odisea de algunos indios bolivianos del altiplano que se dirigen al valle para vender sus productos: viaje épico por torrentes de montañas y traicioneras arenas movedizas, animado por toda clase de episodios nativos típicos y por la belleza de los paisajes andinos. Pero en la segunda parte de la novela, expone los sufrimientos y la destrucción de esos indios, debido a la codicia de los patrones, y es un relato sombrío, que da al lector verdadero sentimiento de angustia cuando contempla el martirio de la esclavizada "raza de bronce".   

Luego el tema indígena ha sido casi completamente acaparado por un grupo de novelistas militantes que se han dedicado a exponer los despiadados aspectos de la esclavitud indígena —generalmente más con justa indignación que con destreza literaria—. Estos jóvenes escritores, ecuatorianos en su mayoría, muestran un categórico menosprecio por la gramática, por el estilo, por la sintaxis y hasta por el sentido común. Sus maestros literarios son Dostoievski, Proust, Gorka, John Dos Passos y Hemingway, y aplican sus fórmulas a la escena indígena con muy extraños resultados. Mezclan el socialismo a la psicología, a tal punto que algunos de sus personajes nativos parecen ser casos freudianos y no indios verdaderos. Sin embargo, sus libros tienen el mérito incuestionable de mostrar un estado de cosas espantoso y real, las mismas crueldades horribles de los directores de empresas en la región del Putumayo, en el Ecuador, denunciadas ante el mundo por Sir Roger Casement. Allí fue donde las compañías caucheras impulsaron y consintieron las matanzas más sanguinarias del siglo XX, expulsando a los indios de sus tierras (igual que lo que ocurre hoy en Formosa, Argentina), persiguiéndolos como a conejos acorralados y matándolos u obligándoles a matarse entre sí en la forma más bárbara. Así nada resulta demasiado sombrío o despiadado en las páginas de estos escritores que eran, en su mayoría, marxistas desenfrenados que tendían a olvidar que el objeto de la novela es (o debiera ser), en primer lugar, estético y no político o sociológico. El mejor autor de este tipo de novela indigenista ecuatoriana es Jorge Icaza (1902), cuyo Huasipungo (1934) pinta el incendio de los ranchos y el asesinato de los indios por orden de algunos norteamericanos directores de empresas. Este libro es, en cierto sentido, el epítome de todo un género: violento, bestial, sangriento, negro como una pesadilla.   

El mundo es ancho y ajeno   

Y es un decidido alivio alejarse de los libros de esos cronistas del horror y gozar de las novelas de un talentoso autor que se destacó como escritor de novelas indigenistas, Ciro Alegría (1908), que fuera el mejor novelista contemporáneo del Perú. Sobre el mismo tema de los novelistas ecuatorianos, la destrucción de un pueblo indígena por la codicia de los blancos, Alegría ha compuesto una obra de raro colorido y vigor, su libro premiado en su momento El mundo es ancho y ajeno (1941). En una novela anterior, La serpiente de oro (1935), Alegría lució su conocimiento de la vida de los indígenas a orillas del río Marañón: sus luchas contra la naturaleza inhóspita, sus supersticiones y el sutil humorismo, rasgo tan característico de su vida diaria. Pero con El mundo es ancho y ajeno ha dado la obra cumbre de la novela indigenista moderna.   

En este libro notable, Ciro Alegría retrata la vida de una aldea indígena, Rumi, la rutina diaria de un pueblo humilde que vive contento con sus chacras; sus hábitos de trabajo, sus tradiciones orales y sus creencias religiosas, sus raros tesoros de dignidad y de bondad, su modo de trabajar la tierra con el sistema comunal típico de los indios peruanos desde tiempos inmemoriales. Alegría crea su cuadro de esta aldea con gran encanto y con minucioso conocimiento de las costumbres indígenas; su héroe no es nunca el individuo aislado, sino más bien el grupito entero, la comunidad de Rumi. Y escribe con fervor y con fuerza al narrar su trágica historia: cómo la ambición de un terrateniente blanco, que quiere ampliar sus posiciones, destruye la pacífica población, en connivencia con la ley, el ejército y hasta la Iglesia local. Las horrorosas brutalidades de La vorágine se repiten aquí, y finalmente la comunidad entera es destruida; algunos de sus miembros mueren al resistir la invasión, otros son esclavizados en las plantaciones de caucho, otros se convierten en fugitivos al margen de la ley y otros desaparecen en las grandes ciudades. Hasta un intento final de llevar los restos de la comunidad a tierras áridas resulta un fracaso y Rumi queda totalmente aniquilada.   

El mundo es ancho y ajeno sigue un plan análogo al de Raza de bronce, la otra gran novela indigenista, como ya lo señalamos. Ambos novelistas ofrecen primero una rica descripción de la vida nativa; luego muestran cómo los blancos esclavizan y matan a los indígenas. Y surge una conclusión evidente: la mejor novela indigenista logra la fusión de las dos tendencias que han caracterizado al género en su conjunto; no basta que el novelista exprese simpatía o aun furia violenta ante los sufrimientos y la explotación del indígena, si al mismo tiempo no se siente identificado con los rasgos característicos de la civilización de los pueblos originarios; las costumbres pintorescas, las antiguas tradiciones y los valores de la vida americana aborigen. Cuando combina estas dos tendencias, la novela indigenista se convierte, como en El mundo es ancho y ajeno, en una de las más altas expresiones de la novela latinoamericana.

Armando Almada-Roche   
armandoalmadearoche@yahoo.com.ar   
(Desde Buenos Aires, especial para ABC Color)
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