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En Edo, donde bullía desde mediados del siglo XVII una intensa vida urbana, se empezaron a editar en 1775 pequeños libros de precio asequible para un público amplio, llamados kibyoshi («tapas amarillas»). Fenómeno efímero y local, fueron producidos y consumidos sobre todo en Edo y desde 1775 hasta 1806. Verdaderos depósitos de la historia cultural de aquel momento, los kibyoshi fueron uno de los subgéneros de los kusazoshi («libros de hierba»), un tipo de ficción popular ilustrada producida por escritores y artistas principalmente en la ciudad de Edo con un vasto registro de temas y estilos. El carácter híbrido de estas obras, que cuentan historias con palabras e imágenes, fue quizá la razón de su relegamiento por parte de los estudios académicos, como entretenimientos populares de poco valor literario. Desde hace un tiempo, se ha empezado a ver un antecedente del manga moderno en la literatura ilustrada de Edo.
Los kibyoshi pronto llegaron a estar entre los productos de entretenimiento más vendidos de su época, con su mezcla de pictogramas, ideogramas y sílabas en síntesis amena y al mismo tiempo compleja de diferentes sistemas de representación. Fueron, cabe decir, por su difusión, por su alcance, por la amplia demanda que satisfacían, un antecedente remoto de productos de la industria cultural moderna como los actuales cómics, y, al igual que todos los tipos de kusazoshi, tenían muchas características de estos y del manga. La más evidente era, claro, su ya mencionada combinación de texto e imágenes. Aunque este lenguaje, por cierto, ya lo había anticipado el artista de ukiyo-e más conocido durante la década de 1670, Hishikawa Moronobu (Hota, circa 1618 - Edo, 1694), con la historia del demonio Shuten Doji narrada como secuencia de imágenes.
Hay que anotar aquí que, aunque muchos actualmente los consideren los primeros «cómics para adultos» en la historia de la literatura japonesa, en los kibyoshi el tratamiento caligráfico de la escritura da un carácter propio a esa mezcla de imágenes y palabras y los distingue con ese valor visual añadido que resulta menos constante o menos importante en el manga moderno.
Por lo general, los kibyoshi tenían unas diez páginas por volumen y un promedio de treinta páginas por historia, de modo que una historia podía abarcar más de un volumen. Cada cuadro o escena cubría una página y los diálogos y descripciones en prosa llenaban los espacios en blanco. Los frecuentes elementos satíricos se mofaban de los defectos de la sociedad de la época llevándolos al extremo y al absurdo; en eso los kibyoshi dan buena cuenta de la rica fantasía y de la vena cómica características de la cultura popular japonesa del período Edo.
«Manga del mundo flotante» cabría quizá, por su contemporaneidad con los ukiyo-e, llamar a los kibyoshi, este subgénero de ficción pictórica tan leído en el Japón de fines del siglo XVIII y que nos habla de aquella floreciente cultura que prosperó en el favorable contexto socioeconómico e histórico del periodo Edo. Son rasgos típicos de los kibyoshi ciertas convenciones narratológicas, la profusión de juegos de palabras y caricaturas gráficas y la frecuencia de las alusiones a personas –actores de kabuki, poetas, artistas, escritores, cortesanas, etcétera–, lugares y hechos reales de la época. Eran una especie de cóctel de nueve partes de sátira social y una parte de sátira política.
Sobre esto último, algunos autores deslizaron críticas a los privilegios de clase en sus kibyoshi; así, Santo Kyoden, en su Edo umare uwaki no kabayaki (Un playboy asado al estilo Edo), de 1785, hace que Enjiro, el protagonista, trate de vivir como los héroes románticos de las baladas kabuki a pesar de ser el hijo de un comerciante. Desde luego, Enjiro fracasa, para diversión de los lectores. Ese fue el primer gran éxito de Kyoden, y el más famoso de sus kibyoshi.
Los kibyoshi, vehículos influyentes de crítica social y sátira política, parecían, por su libertad, audacia e ingenio, destinados a transformar la cultura popular urbana del momento en algo quizá mayor. Pero en 1791 las leyes de censura prohibieron a sus autores hablar de política y de acontecimientos actuales. A partir de entonces, antes de entrar en circulación, los kibyoshi tenían que ser aprobados por censores designados por el gobierno, y solo luego de haber recibido de estos funcionarios el sello de «inspeccionado» podían ser impresos.
El primer escritor duramente castigado por su obra al ser implementadas las nuevas medidas fue Hoseido Kisanji. Se dice que tuvo que dejar Edo en un exilio forzado. Nacido en una familia de samurais, el escritor de kibyoshi, artista de ukiyo-e y poeta kyogen (satírico) Koikawa Harumachi también cayó en desgracia por su crítica al shogunato en Omu Gaeshi Bunbu no Futamichi, de 1788, pero falleció al poco tiempo de que las nuevas leyes entraran en vigor, así que no sufrió sus rigores. Antes, en su Kinkin sensei eiga no yume, de 1775, Harumachi había relatado la historia de un pobre samurai de rango inferior que viaja del campo a la ciudad en busca de un mejor futuro y por el camino se toma una siesta y sueña con geishas, banquetes y una vida de ocio y lujo. Fue uno de los primeros kibyoshi que se reían del gobierno y de la sociedad toda.
Muchos fueron forzados a retractarse y no pocos renunciaron a escribir estos libros. No así Kyoden, a quien citamos párrafos atrás (el del playboy asado), que, condenado a pasar cincuenta días esposado y sin salir de su casa, siguió publicando kibyoshi quince años más pese a todo. Suya es una de las últimas grandes obras de este género, Rosei ga yume sono zenjitsu, de 1791.
Según los registros, el último gran autor de kibyoshi castigado por la censura (aunque no directamente por la ley) fue Shikitei Sanba. Tras publicar en 1799 su Kyan taiheiki muko hachimaki, su casa y la de su editor fueron atacadas por una brigada de bomberos de Edo que, irónicamente, con ese acto vandálico querían protestar por la crítica del libro contra sus actos vandálicos.
Por efecto de la censura, en los kibyoshi publicados a partir de 1791 se fue perdiendo la chispa que había caracterizado a los anteriores, pero bien podemos anotar ese episodio en los anales de su historia como una broma de despedida, es decir, como un final perfecto para el género.
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