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LA MARCA «BOOM»
El «Boom latinoamericano» no fue el nombre de un movimiento artístico, filosófico o literario, como el surrealismo, el simbolismo, el naturalismo, etcétera; no fue ni siquiera una etiqueta académica, sino una etiqueta editorial, una marca comercial. Bajo esa etiqueta, o esa marca, no hubo unidad de estilo, de objetivos ni de ideas estéticas.
La unidad del «Boom» fue extraliteraria. Para empezar, el «Boom» propuso como ideal de ¿gremio? la profesionalización del escritor, algo que no tiene por qué ser legítimo, natural ni deseable para todos los escritores.
Para continuar, el «Boom» definió en la práctica esa profesionalización bajo la forma de un sistema mercadotécnico que incluía mediadores –agentes (Carmen Balcells), editores (Carlos Barral)– y mediaciones entre el público y la obra –mesas redondas, entrevistas, conferencias, incluso premios–.
Para terminar, si no compartían en su obra líneas destacables en términos literarios o estéticos, los autores del «Boom» compartían un perfil; esto es algo de apariencia anecdótica que puede parecer arbitrario señalar, pero tal vez en el fondo no lo sea tanto: eran novelistas, hombres, heterosexuales, mejor si casados, mejor si con hijos –no importa si mujeriegos, quizá incluso mejor si mujeriegos (la maternal agente Balcells se encargaría hasta de indemnizar a las amantes de sus polluelos, de sus retoños, y consolar a sus consortes)–, de mediana edad, de formación terciaria, de clase media –no solo, ni necesariamente (aunque mejor si también), en el sentido económico, sino ante todo en el sociocultural, gestual y fisiognómico, si se quiere: en lo que Bordieu llamaría el «habitus»–, de una solidaria, indignada y heroica, pero decente, sensata y razonable, postura a la izquierda, sin excesos, conforme a lo más respetado en la época.
En el «Boom» no hay inclasificables, ni yonquis, ni impresentables, ni hay locos –ni, sobre todo, «locas»–, ni poetas, ni mujeres, ni adolescentes, ni ancianos, ni ascetas, ni libertinos, ni príncipes, ni mendigos. En cierto sentido –en el más bufo e irrestricto, en el más peligroso, en el más gracioso–, no hay, en el fondo, verdadero humor.
Todos los miembros del «Team Boom» escriben libros serios y claramente solemnes en su ambición, y, de preferencia, voluminosos, como una suerte de correlato simbólico de su propia contundencia, solidez y peso morales, intelectuales y personales.
Su imagen, único sitio de coincidencia y aun de homogeneidad, es uniforme, y es comercial en la medida en que se presenta en términos de reflejo de cierta noción prestigiosa del escritor como persona intachable, ejemplar, ponderada, comprometida, firme. Parece funcionar como una imagen «aspiracional» quizá.
En todo caso, es una imagen de figuras de autoridad al estilo patriarcal, mosaico. Y una imagen que aprovecha el entusiasmo global de su contexto por la Revolución Cubana: en el «Boom» tampoco hay disidentes, ni opositores (ni católicos, si no yerro; y no digamos monárquicos, por poner un ejemplo extravagante –y cuya extravagancia dice mucho de la uniformidad del «Boom»); lo cual no significa, como resulta obvio para cualquiera que los conozca, que los autores preferidos por el «Boom» profesaran ideas verdaderamente radicales ni revolucionarias (ni en política ni en nada: eran, con perdón por la rudeza, la encarnación misma del buen sentido). En ese momento, estar del lado cubano era correcto.
Y Cuba fue una catapulta abandonada tardíamente por varios de ellos –muchos ya, como Vargas Llosa, con una reputación totalmente consolidada para entonces– en ocasión del triste «Caso Padilla», cuando ya no se podía sostener ninguna pretensión de dignidad de un apoyo incondicional al régimen.
Como es propio de las marcas comerciales, el «Boom» favoreció a unos cuantos al precio de excluir a otros del panorama visible en el mercado literario que aspiraba a dominar –y que, efectivamente, dominó–. El «Boom» tuvo sus olvidados, sus víctimas, sus excluidos. Y los excluidos del «Boom» no eran precisamente escritores menores; muy por el contrario.
Cito nombres al azar: Guillermo Cabrera Infante. Un autor mucho más inteligente, agudo y original que otros que tuvieron mejor fortuna como parte del «Boom». Y de casi todos los demás podría decir lo mismo: sigo con ellos. José Lezama Lima. Reinaldo Arenas. Fernando del Paso. Julio Ramón Ribeyro. Manuel Puig. Clarice Lispector.
No quiero citar siquiera el nombre de Borges aquí. Me dirán que era de una generación anterior; puede ser, pero eso es irrelevante: Borges estaba fuera por definición y por exceso, a priori, y lo hubiera estado aun de nacer más tarde, ya que Borges era por sí mismo un «Boom», pero no un «Boom» editorial o comercial, sino uno en serio.
Pero volviendo a los otros casos, como el de Reinaldo Arenas, Arenas fue un doble excluido: excluido de la Revolución y excluido del «Boom». Lo que, en cierto sentido, era la misma cosa.
Por eso el caso de Reinaldo Arenas ilustra, uno, el hecho de que el «Boom» supuso, ante todo, un hito que marcó el papel decisivo del mercado editorial en la definición del valor literario para el público, y, dos, el hecho de que el «Boom» promocionó aquella literatura que se adhería al discurso dominante del momento y de que dejó fuera del crecimiento expansivo de la industria editorial de esos años aquella otra literatura que no se adhería a ese discurso.
Una historia encantadora sería, no la del «Boom», sino la de los excluidos del «Boom». En cada caso, los motivos de la exclusión pueden variar, pero bajo esas variaciones es de esperar que la investigación alumbraría la aparición reveladora de la constante.
Si Arenas, ya se sabe, fue excluido por desviado político y sexual, ¿por qué fue excluido Julio Ramón Ribeyro? Ribeyro no era un escritor comercialmente ambicioso conforme a las «tendencias» que marcaban el éxito de los preferidos del «Boom»; no se dejó seducir por técnicas experimentales como Cortázar, ni por el realismo mágico; escribió novela, pero no buscó crear la «gran novela omniabarcadora», ni tampoco hizo novela de dictadores: Ribeyro solo tuvo ambiciones literarias. Por eso sus libros quedaron, en su momento, arrinconados comercialmente.
Por eso es uno de los mejores narradores del siglo XX, y aun quizá de todos los siglos. ¿Y Lezama, por qué? ¿Por homosexual o por católico, por erudito o por esquizo, por «avanzado» o por «arcaizante», o, finalmente, por inclasificable? ¿Era demasiado modesto (comercialmente) Ribeyro para ser carne de eslóganes, era demasiado personal y, por ende, impopular en sus complejas búsquedas interiores Lezama para devenir estampa de esténciles y remeras?
Eran tal vez demasiado indiferentes a modas intelectuales –al contrario de, por ejemplo, Vargas Llosa, que fue de izquierda cuando estaba de moda ser de izquierda (y lo fue, cosa importante, tal como estaba de moda serlo) y se hizo neoliberal cuando ser neoliberal se volvió trendy; mientras que a Cabrera Infante, después de publicarle sus Tres Tristes Tigres en 1967, Carlos Barral («este jefe (de empresa)», lo llama el escritor, dispuesto a defender a Cuba «hasta la última peseta»), le rescindió el contrato–.
Es decir, eran demasiado escritores. Por eso Lispector hizo sinfonías del ruido amorfo de las zonas ciegas de la rutina, de la sorda presencia del sueño y de la muerte en la vigilia y en la vida, y no flyers de agencia turística para mejor exportar Latinoamérica; por eso Mujica Laínez se dedicó a revivir emociones y seres de civilizaciones olvidadas, en vez de auscultar tiranos, explorar yuyales u oler guayabas.
montserrat.alvarez@abc.com.py