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TIEMPOS DE GUERRA
Comenzaba 1935 y el ferviente anhelo de que terminara la Guerra de la Sed, que llevaba tres años, la convertía en tema obligado de numerosos charlatanes que, sin haber siquiera pisado jamás el Chaco, desde la comodidad de las tertulias de El Triunfo y el Café Felsina, proferían frases en primera persona como: «Capturamos Boquerón», «Nunca fuimos vencidos en Nanawa», «Corrimos al adversario en Campo Vía» o «Tomamos los pozos de agua de Yrendagüé».
Eran tiempos curiosos. Tiempos de guerra. Los oficiales de aviación, en gran parte jóvenes de las clases altas del país, a veces acudían vestidos de uniforme a las fiestas de la capital, y su atuendo verde olivo recibía la tierna admiración de las féminas de la «high», que ponderaban su prestancia diciendo «parecen oficiales ingleses».
UNA MODESTA CIUDAD
En diciembre del 34, cuando la infantería y la caballería, con morteros y cañones, cruzaban las procelosas aguas del Parapití, límite de titularidad de los paraguayos, dada la necesidad del apoyo de una aviación que amedrentara con bombardeos a las fuerzas adversarias, se decidió instalar una base aérea más cercana a las líneas de combate terrestre, en un lugar conocido como Yvamirante, bajo la comandancia del capitán Víctor Vallejos, para hostigar más de cerca al enemigo, con importante ahorro de combustible.
Para entonces, las fuerzas bolivianas habían militarizado algunas poblaciones allende el Parapití. Entre ellas estaba Charagua, antes una modesta ciudad en territorio boliviano, que creció en importancia con el rápido aumento de las fuerzas combatientes. Mientras los civiles se trasladaban a zonas menos peligrosas, los invasores la convertían en un centro de concentración de tropas y artillería y en un depósito de elementos de logística: provisiones, municiones, medicinas, un hospital de sangre y, por supuesto, el comando de los combatientes. Todo ello hizo de Charagua un verdadero bastión, en el que se animaba a los soldados con el lema de la Primera Guerra Mundial «No pasarán».
ALTURAS TRÁGICAS
El comando en jefe paraguayo, por su parte, dio toda la importancia posible a la base aérea de Yvamirante, que fue reforzada. De ella partieron dos raids singularmente exitosos (pese a que los paraguayos casi nunca tuvimos superioridad en los cielos chaqueños), en los cuales nuestra victoria máxima fue derribar –lo que consagró al teniente Rogelio Etcheverry– al As de los pilotos del Altiplano, el capitán Rafael Pabón.
Pues, en efecto, en 1934, el capitán Carmelo Peralta y el teniente Etcheverry se trabaron en lucha con un avión boliviano, hasta que el teniente lo ametralló. El tripulante de aquel avión, que se precipitó al suelo envuelto en llamas, resultó ser el As de la Aviación boliviana, el citado capitán Pabón.
Años después del fin de la Guerra de la Sed, en 1940, el capitán Carmelo Peralta pilotaría la máquina que llevaba al mariscal José Félix Estigarribia y su esposa, Juana Miranda Cueto, y los tres morirían trágicamente aquel 7 de septiembre, en lo que para unos fue un accidente de aviación y para otros un magnicidio, cerca de un cerro próximo a las ciudades de Altos y San Bernardino.
DÍAS DE TRIUNFO
Pero no nos adelantemos a los hechos. Volvamos a Yvamirante, cuyo jefe concentró en el lugar el mayor número posible de máquinas, casi todas Potez, y formó la tripulación de cada una con la flor y nata de cada arma: los más hábiles y valientes, según lo demostraban sus actuaciones anteriores. En dos ocasiones, usando todos sus elementos, el capitán Víctor Vallejos participó en el bombardeo de Charagua pilotando una de las máquinas; lo acompañó como bombardero el teniente Rogelio Etcheverry. En las otras máquinas iban, de dos en dos, Gonzalo Samaniego y Abelardo Bertoni, Fernando Pérez Veneri y Juan Pedretti y Hermes Gómez y Pablo Stagni –que décadas después fue comandante del arma aérea paraguaya–.
El 11 de marzo de 1935, cuatro Potez 25 de la aviación paraguaya, trasponiendo el río Parapití, bombardearon con éxito Charagua, que, al haber crecido en importancia, estaba defendida por una importante dotación de artillería antiaérea Beaufort, armas muy eficaces, pero bravamente superadas por los atacantes, que lanzaron, entre este ataque y el de días después, más de un centenar de ciertas bombas conocidas, por su forma, como «piñas», además de otros explosivos acondicionados en los arsenales de Asunción reformando granadas de mortero.
EL DESFILE DE LA VICTORIA
La defensa boliviana llenó de agujeros los aparatos paraguayos, que, no obstante, en ambos asaltos llegaron a atacar la sede del comando de las fuerzas enemigas. Una bomba alcanzó la iglesia de la población, cuya imagen de la Virgen María fue tomada como una suerte de «requecho» y llevada a Asunción, donde la población paraguaya la adoró por varios años, hasta que fue devuelta, en gesto de respeto religioso y amistad militar, al templo boliviano de Charagua.
Las dos operaciones de bombardeo causaron graves daños al enemigo. La guerra terminó meses después, los integrantes de la escuadrilla fueron reconocidos por sus camaradas de otras armas con el nombre de «Los Bombarderos de Charagua», y algunos sobrevolaron Asunción el día del Desfile de la Victoria.
PAN DEL EXILIO
Pasado el tiempo de la victoria, del reconocimiento y de las cruces Del Chaco y Del Defensor, los actores principales de la hazaña fueron olvidados, y quienes habían salvado a su tierra de la humillación arriesgando su propia vida, se vieron de pronto sufriendo penurias y fatigas. Las cambiantes circunstancias de la política interna, como a otros centenares de paraguayos, empujaron a los Héroes de Charagua a verse, por fuerza, extrañados del territorio que habían defendido, y a pasar a países vecinos, donde ellos y sus familias aprendieron a comer el duro pan del exilio.
Y tan solo en 1947, durante la Revolución de Concepción, cuando la capital fue, alguna vez, bombardeada, unas cuantas personas mayores, al apreciar el valor y la destreza de las máquinas atacantes, lanzaron la conjetura:
–Este debe ser uno de los Bombarderos de Charagua.
aencinamarin@hotmail.com