Lo mató Caruso

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Me parece terrible lo que le pasó a Marito, tan amigos que éramos. Bueno, no tan amigos, pero al fin y al cabo no era un desconocido, era mi compa de la facultad. Venir a terminar así, dicen que poseído por un episodio de Caruso, a estas alturas. Caruso. Si hubiera sido Pavarotti, Domingo, no sé, sería más comprensible aunque nada aceptable. Estaba muy enfermo de los nervios el pobre. Tomaba remedios. Solía conversar con la madre que me la encontraba en el mercado, se vivía quejando de que su hijo estaba muy mal de los nervios y le vivía diciendo los nervios te van a matar, vas a morirte de los nervios, y él, que evidentemente era de esos hijos que obedecen en todo, le hizo caso.   

Estábamos en la misma clase. Leía mucho, comía mal, y tenía un mejunje de libros en la cabeza. Pobre Marito. Vivía en una piecita en el centro, una piecita chiquita con un bañito, y la cocinita de dos hornallas muy cerca de la cama. Es que todo estaba ahí. Los libros en las repisas que él mismo había fabricado y libros en columnas antes de la entrada del baño, libros que se leían y servían de jabonera, que a veces servían de atril para zapatos, libros en los que se depositaban vasos sucios, pero libros que se leía mientras se vivía, y todo así, en un desorden superior, que nunca le molestaba.   

Marito, ¿cómo estás? le pregunté la única vez que lo visité en el departamento aquel, bien, bien, estoy con problemas de sueño, pero bien, ¿y el trabajo? Y bien –trabajaba en una casa de música, donde vendían CDs, y cosas así. Y en un momento se le iluminó el rostro, siempre ojeroso y demacrado, y me dijo: ¡Mirá lo que me regalaron! Le habían regalado un tocadiscos viejo, de los de antes, un armatoste feúcho, gastado y roto, puro ropero para un cuartito tan esmirriado como aquel. Y encima no andaba.   

¿Para qué querés eso? Le pregunté. Yo había llegado a pensar que era retardado, pero no sabía en aquel momento por qué no me olvidaba de su existencia. Creo que me vencía una errada compasión. Lo voy a arreglar, vas a ver, me dijo. Y así estuvimos un rato, hablando un poco de libros, y yo pensando en irme ya, irme ya, sí muy interesantes tus análisis, tus opiniones críticas, bárbaras, sí, pero me ponía incómoda el lugar, la inseguridad de si era o no era retardado, de si era problema de los nervios, de si estaba vencido por la nostalgia del inmigrante porque, un detalle, era uruguayo como yo, y estábamos en Paraguay, y guay del cambio terrible, no, ninguna hermandad, nada de eso, qué compatriota ni que nada. Pero hablábamos de libros y nunca se fue de rosca, nunca se propasó, yo pensaba que en cualquier momento, que en el apartamento seguramente, pero no. Y después de un rato me fui, y nunca más lo volví a ver. No fue mucho lo que compartí con el pobre flaco. Compartí más en su ausencia, como cuando la vecina, Chiquita, la señora del piso de arriba que estaba sola se metía con él para preguntarle si necesitaba esto o lo otro, y dónde lavás la ropa, mi hijo, dame que yo te la llevo cuando vaya a trabajar y cosas así, lazos que uno tira en la soledad contra la soledad y entonces, me contó cómo murió Marito, a las tres semanas.   

Llegó a arreglar el maldito tocadiscos. Y consiguió un long play de Caruso. Con la puerta abierta, Chiquita le hablaba desde la ventana de arriba y le hablaba de cosas importantísimas para ella como que qué son esos bichitos de la humedad que salen por las paredes, si vos no sabés qué son, de si vos también tenés en tu pieza, y seguro que sí, y de dónde vienen. Eran unos bichitos como larvitas que arrastraban un capullo que era como una semillita, vení, mirá, mirá cómo son, acá están, justo en el marco de la puerta, vení a ver. No, que estoy por arreglar el tocadiscos y de pronto… ¡a la miércoles el bichito misterioso!, se oye como un espasmo de la habitación de Marito. Marito que está con todos los oídos y todos los ojos en el aparato que se queja, que canta, que gutura, que parece Caruso de ultratumba, que se vuelve grave, tan grave que es Caruso poseído por el demonio, Marito no entiende en ese momento por qué Caruso está en el infierno, debe estar en el infierno, se debe estar quemando… no, no… es que el disco está rayado y sale mal, prueba a golpear el tocadiscos, toquetea la púa como haciéndole cosquillitas y entonces el sonido cambia, y ahora Caruso se agudiza, suena raro de nuevo, como si algo o alguien le apretara los testículos, pobre Caruso, no se merecía terminar así, ¿quién? ¿qué pasa? le pregunta la vecina, que se quedó colgada de la ventanita de la escalera pendiente de Marito que está pendiente de Caruso, y entonces él no contesta porque está en otra cosa, y Chiquita se le mete en la pieza y Caruso chilla en ese mismo momento y parece que vomita un pandemónium de vocales abiertas y cerradas y Chiquita llega al lado de Marito espantada, ¿qué es eso? Y Marito golpetea el tocadiscos, ¡no puede ser si yo lo arreglé!, y los nervios se le paran en punta como pelos, y entra en estado de shock cuando Chiquita lo jala del brazo para que reaccione, y Caruso que quiere imitar una voz humana y no puede, Marito se desespera, ¡que lo parió, me pone nervioso!, y entonces agarra a las patadas el mamotreto de madera, y así, tipo Sansón se va todo al diablo, alzó con una fuerza descomunal la cosa y la Chiquita dijo se volvió loco, y alza aquella cosa y la tira contra la pared… de pronto silencio. La vecina con la boca abierta dice: Bueno si todo está bien me voy. Y se va rajando.   

Me contó que al volver a su departamento lo escuchó llorar, gritar y cantar. Pero ya no se atrevió a preguntarle ni ofrecerle nada. Ya me parecía que era medio raro, el muchacho. Me dijo. Por tres semanas no lo volvió a ver. Hasta que alguien advirtió que el departamento estaba muy silencioso. Llamaron a la policía y abrieron el cuarto. Marito había muerto. El forense dijo que hacía tres semanas. ¿De qué? preguntaron todos los vecinos. Un paro cardiaco. Dijo el forense. Sí, paro cardiaco… seguro. Chiquita no lo creyó y conjeturó que lo había matado Caruso, que el long play estaba maldito, y que el tocadiscos era un poseso del infierno. Ah… fue todo lo que le dije. ¿Qué le iba a decir? No me iba a poner a hablar de supersticiones y metafísica con la señora, porque esos eran sus argumentos, todos bien empapados de absurdidades. En cambio los míos eran sólidos, concretos: murió de la bronca con el aparato, le reventaron los nervios nomás. Eso sí, nadie duda de que lo mató Caruso.
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