Libertad patrocinada

Breve digresión crítica y autocrítica sobre algunas mistificaciones que forman parte de la cultura contemporánea.

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Las relaciones entre esos dos hilos de una tupida trama que se suelen llamar «política» y «cultura» no necesariamente son las que suelen darse por sentadas. Por ejemplo, con la llamada «transición democrática» empezaron en Paraguay varios procesos de cambio que afectaron todos los aspectos de la existencia, desde la imagen que la sociedad local tenía de sí misma hasta los modos de producción y difusión de los productos de la «cultura» (en sentido tradicional y restringido –poesía, filosofía, música, etcétera–). Perseguida (lo que se presenta como efecto y prueba de su carácter incorruptible) por el dictatorial régimen depuesto, la cultura cobra interés para el poder político por su papel legitimador, y este lo cobra para la cultura por el respaldo institucional que puede brindarle. Se dibuja una oposición entre la «cultura» como espacio que incluye y representa disensos y la «política» como espacio viciado de disputas nada limpias. Asimilada la cultura a la democracia, surgen, revestidas de legitimidad moral, las llamadas «políticas culturales», que, sin ser fruto inevitable ni natural de la producción cultural, la promueven, o, más bien, promueven la de aquellos sectores que los administradores de esas políticas culturales seleccionan.

Y asistimos a una broma histórica que, con variaciones, se da en otros lugares y épocas. El nuevo régimen enarbola la cultura, símbolo de democracia contra la política de represión y censura del régimen derrocado, y, valorada la cultura por el orden institucional democrático como reflejo de los derechos y garantías individuales, pasa a recibir cierta protección del Estado. Cambio de posición que implica habitualmente un cambio de fines, pues la defensa de lo conseguido se vuelve más vital que la transformación de lo existente; cambio de una (o)posición que suponemos real a otra de índole más bien formal. Cual rasgo propio de otro contexto (algo que, no obstante, conviene revisar siempre para descartar posibles idealizaciones retrospectivas desde instituciones democráticas posteriores), el desafío desaparece: en doble movimiento, la cultura institucionalizada desactiva lo conflictivo al tiempo que lo preserva como ornamento. En libros, actos o monumentos a víctimas de dictaduras, por ejemplo, que, derrocadas estas, se realizan con apoyo de instituciones oficiales, no hay desafío posible a poder alguno, pero el discurso sobre ellos suele vestirlos con el aura heroica de ese desafío.

Las relaciones entre política y cultura no siempre son, pues, las que se piensa, y entre lo que se declara explícitamente en los contenidos y lo que, oculto en las formas, puede descubrirse, no hay siempre, por ello, acuerdo. Del mismo modo que muchas personas ebrias se dicen sobrias, y vicerveza –digo, viceversa–, o que muchas personas buenas se dicen malas –y que todas las malas suelen parecer buenas–, hay productos culturales que pasan por turbios y son claros, que pasan por obscenos y son castos, etcétera, etcétera. El explícito kitsch de las imágenes de algunos de los poemas de Darío impide a muchos escuchar las vibraciones subterráneas del tremendo solo de batería que recorre sus versos y, tomando a este bárbaro por cursi o mojigato, no perciben las majestuosas salvajadas que lo hacen loco y grande. Inversamente, las exhibiciones de progresismo de algunos cientificistas suavizan su ideología profundamente reaccionaria de modo convincente para la mayoría. No siempre lo que se declara es cierto, en fin, para decirlo al perogrullesco modo, aunque se lo tome por tal. En qué medida esta misma autocrítica que intento pueda estar desactivada totalmente o en parte, por ejemplo, por su propio lugar de enunciación, incluso, como cualquier producto semejante, es parte de este cuadro ineludible, tal como lo es la duda sobre la sola posibilidad de un «afuera» de este escenario que permita la distancia precisa para que una «crítica» pueda ser tal, o para que, por poner otro caso, la recurrente autocalificación de «alternativo» por parte de tantos medios y productos culturales tenga sentido real. Por seguir con los ejemplos inconexos (o no), hace poco un pequeño escándalo asunceno por denuncias de abuso contra redactores o diseñadores de una startup que desarrolla una versión local de Pictoline llevó a sus seguidores más devotos, por la importancia que atribuyen al sitio, a interpretar esas denuncias como persecución política –ilusión narcisista que ojalá fuera tan solo risible, pero que en Paraguay, un país donde sí existen verdaderas persecuciones políticas, y donde sí se perpetran verdaderos, terribles crímenes políticos, golpea, francamente, como una bofetada–.

En el siglo XIX surgió una próspera industria editorial de literatura para niños. «De gustibus non est disputandum», así que nunca tuve nada en contra: de niña, buscaba libros «para grandes», y asunto arreglado. No dudo que muchos otros niños hacían y hacen lo mismo. En cuanto al sitio mejicano y sus émulos, me pareció un tanto cómico que se planteara como útil o necesario diseñar un tipo especial de información para adultos de 20 a 30 años, y algo deprimente que el grueso de ese público no se supiera ofendido, pero tampoco le di gran importancia. Sin embargo, reparo en que, por la línea progresista de sus contenidos explícitos, nadie ve lo reaccionario del mensaje implícito en la forma de sus productos. El mercado, en la fase actual del capitalismo, exige segmentar audiencias –por género o sexo, clase o grupo socioeconómico, edad o «generación», etcétera–, y, si se trata de medios de comunicación –fuera del hecho cierto de que para competir por la atención en un entorno tan saturado como el actual lo más eficaz es hacer merchandising visual de ideas ajenas–, confirmar ideas ya aceptadas por el segmento de audiencia elegido. Pero confirmar ideas ya aceptadas por un target solo beneficia a quienes trabajan en eso, y cuando los imperativos comerciales desalientan las perspectivas problemáticas y complejas, compartir, likear, retuitear gráficos, como usar determinadas remeras o championes, etcétera, son formas de consumo simbólico y medios para proyectar una imagen a través de ese consumo, y nada más. Por no mencionar que detenerse, contra el imperativo capitalista de un «éxito» que exige renunciar a toda pasión improductiva, a leer textos «para grandes», es casi una deserción. O, por lo menos, un signo de que se es capaz de elegir otras prioridades y otros ritmos.

El lenguaje estético, visual, verbal de esos sitios no refleja, como proclaman, a la juventud, sino a la burguesía –de hecho, suelen tener seguidores de más edad–: se puede predicar la inclusión explícitamente en los contenidos y perpetuar la exclusión simultáneamente en las formas. Esto puede ser inconsciente, pero no es inocente. El medio (también) es el mensaje. Las relaciones entre política y cultura, una vez más, no siempre son las que la mayoría piensa. Volviendo al desafío como ornamento (en los homenajes a víctimas de dictaduras, etcétera), lo que ocurre en estos puntos del desarrollo sociocultural es una adulteración, un trueque: el productor cultural recibe apoyo institucional a cambio del vaciamiento de sentido de sus productos. Esto, supongo, escapará en muchos casos a la consciencia. Sin embargo, ¿pueden escapar a la consciencia cosas tan palmarias como que exponer un pensamiento crítico de la realidad sin restricciones, instituciones incluidas, con apoyo institucional, no puede ser sino un ritual huero de sustancia? En estas paradojas (no solo en Paraguay, desde luego, sino en todo el planeta) muchos nos habremos visto cómplices de situaciones risibles y de mistificaciones bochornosas. ¿Cómo tantas instituciones pueden patrocinar la subversión, subvencionar al enemigo, premiar el desafío? La respuesta, ¡ay!, es dura de roer –pero roerla, contra toda vanidad propia o ajena, puede ser el primer paso de un camino menos trillado–: porque no hay tal desafío, no hay tal subversión, no hay tal enemigo. Sin cortar los lazos con el poder político, sin desobedecer los imperativos del mercado, ¿cómo podría haberlos?

montserrat.alvarez@abc.com.py

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