León Pomer: La guerra del Paraguay, gran negocio

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Nos encontramos con el lúcido y crítico intelectual en el mítico Bar Británico (vaya paradoja), en el populoso y emblemático barrio de San Telmo, en donde porteños y turistas de todo el mundo se dan cita en sus mesas históricas (tiene más de 100 años) y por la popularidad de la que goza en el territorio de las artes y las letras. Todo aquel que quiere darse corte de serio, de escritor y de poeta (no lo digo por mi entrevistado) elige el Británico. Un bar, o café, si se quiere, de culto en donde da gusto estar. Uno se codea con la nostalgia, lo antiguo, y parece que el tiempo se ha detenido en el pasado. Buenos Aires tiene todavía, afortunadamente, estos sitios donde se halla tranquilidad, buen servicio y un café exquisito.

Cuando hablamos por teléfono para concretar el encuentro, León Pomer, nos preguntaba: “¿Cómo nos vamos a reconocer?...”. “Buena pregunta”, respondí. Enseguida agregó, sofocando una risa: “Llevaré un clavel rojo en la mano…”. Luego aclaró: “Voy a llevar a la vista el diario Página / 12”. “Bien, bien”, contesté (El Pravda del gobierno, pensé. “¿Qué raro que lea un órgano ciento por ciento oficialista… Un historiador tiene que leer de todo, traté de despejar la sombra de pesimismo prejuicioso. Bueno, vamos a ver”). Nos citamos para las diez y media de la mañana de un día sábado.

Llegué y cuarto y me senté justo a la entrada. Desde mi mesa podía divisar a los contertulios, quien entraba y quien salía. A las diez y media en punto, puntual como un inglés (¿qué raro que todo se relacionara con lo inglés?), entró nuestro personaje y, efectivamente, traía el diario mencionado en la mano. Sin esperar a que se acomodara, le dije: “¿León Pomer…?”. Se volvió y nuestras miradas se encontraron por primera vez y nos medimos de arriba a abajo. Vestía con sencillez, como un hombre común, que bien podía pasar por un jubilado de los tantos que pululan por las calles. En mi prejuicio de “hombre de la tipografía” esperaba, quizás, la presencia de una persona más atildada, con aspecto de intelectual. No me decepcionó, pero sí despertó mi curiosidad su aspecto simple, llano y sin poses. El único toque que le daba cierto aire de escritor era sus anteojos.

Luego de estrecharnos las manos y del saludo protocolar, nos acomodamos ante una mesita y le pedimos dos cafés al mozo, que iba y venía entre las mesas. En ese momento lo pude ver mejor y descubrí que tiene una sonrisa amable, limpia, de modales educados y gestos precisos. Es un hombre de estatura regular, canoso, muy bien plantado para sus 82 años. Empecé diciéndole que en el Paraguay existe un gran interés porque se reedite su polémico libro sobre la Triple Alianza, y después le pregunté adónde se había ido, ya que no se supo de él por décadas, salvo por algunos despachos periodísticos que decían estaba viviendo en el Brasil.

“Efectivamente –empieza diciendo—, tuve que exiliarme en el Brasil al escaparme de la dictadura de Onganía. Era la época del rector Ottalagano, personaje siniestro de la Universidad de Buenos Aires. Me persiguieron por mis ideas políticas y me tuve que exiliar para salvar mi pellejo”.

León Pomer es autor de numerosos títulos de historia argentina y latinoamericana, entre los que se destacan Cinco años de Guerra Civil, Surgimiento das Naceos, La Guerra del Paraguay, El Gaucho, Historia da América Hispano-Indígena, La corrupción, una cultura argentina, entre otros títulos. Fue titular en las Universidades de Buenos Aires y del Salvador. Luego se exilió en San Pablo, Brasil, donde fue docente en la Universidad de Campinas y del Estado de San Pablo en donde fue profesor de la Pontificia Universidad Católica.

En el bar, que no es muy grande, el murmullo de la gente no nos permitía hablar con claridad y mi grabador registraba hasta la tos más suave, entonces decidimos salir de allí. Cruzamos hasta el Parque Lezama, lugar en donde se encontraban los personajes de la novela Sobre héroes y tumbas, de Sábato, y buscamos la comodidad de un banco, alejado de la gente y algunos perros que correteaban por los alrededores. El día era precioso, el sol no era fuerte aún y reinaba un silencio raro en ese maravilloso lugar de la ciudad.

Nuestra charla siguió más tranquila y clara. Pomer retomó el hilo de su diálogo: “Yo no soy Lopista ni antilopista. A mí me interesa la historia, el verdadero magma de su formación; con sus virtudes y defectos. Me considero un historiador serio –afirma—, que lleva años, décadas, investigando en los archivos más importantes del mundo. Obran en mi poder una inimaginable cantidad de documentos sacados y copiados de Itamaraty, Londres, Argentina, Uruguay. De Inglaterra he comprado docenas de microfilmes sobre la Guerra de la Triple Alianza, que en mis libros sólo he usado una mínima parte”. Toma aliento, mira a su alrededor y continua: “Todavía tengo material para cuatro o cinco libros de más de 500 páginas, y aun así me quedarían muchos documentos… En estos momentos estoy trabajando en varias obras que, seguramente, las daré a conocer muy pronto”.

Este hombre de hablar tranquilo, de prodigiosa memoria, es un libro abierto. “Inglaterra fue la principal responsable de la guerra del Paraguay”, sigue. No titubea, es franco, abierto. No duda al afirmar: “Los personeros, los instigadores, los ‘sicarios o mercenarios’ de esa guerra cruel e inhumana fueron Bartolomé Mitre y sus secuaces. Inglaterra puso el dinero y sus condiciones. Solano López era un auténtico patriota, desde luego, pero también un soberbio con ínfulas napoleónicas. Su más grave error, me parece, fue ser tozudo y poco diplomático. Otro de los motivos que le jugó en contra fue su inexperiencia y juventud. Se quería llevar el mundo por delante, con o sin razón. Y también estaba Madame Lynch, a quien muchos tildaron de cortesana, y otros afirman que no era una mujer de vida fácil. En el fondo, eso no es lo que importa”.

León Pomer se detiene luego en la figura del Dr. Francia, el Supremo Dictador del Paraguay. “Mitre lo llama el tirano más cruel y sangriento que los de la antigüedad; el Dr. Molas, que fue su coterráneo y contemporáneo, le acusará de musulmán, de hereje y de ‘ateísta’, acaso porque cierta vez, habiéndole ‘alterado demasiado la bilis, salió a los corredores de la casa de gobierno, y desafió al Sumo Pontífice de Roma”. Con lo que se ve que a don Gaspar Rodríguez de Francia le construyeron una fama que ni Satán le envidiara. Obsérvese cómo lo ve en 1811 Robertson: “El rostro era sombrío y sus ojos negros muy penetrantes, mientras que su cabello de azabache, peinado hacia atrás de una frente atrevida, y colgando en bucles naturales sobre los hombros, le daban aire digno que llamaba la atención”. El primer encuentro del joven comerciante inglés con el futuro Dictador Perpetuo del Paraguay fue amable. En el rancho (sic) de don Gaspar encontró Robertson no cráneos humanos ni pócimas diabólicas, ni hechiceras, ni íncubos, ni súcubos; halló —¡oh, cruel desencanto!— ‘un globo astronómico, un gran telescopio y un teodolito…’ que Francia utilizaba para indagar en los misterios de la naturaleza, ya que no en los de Belcebú. Además la biblioteca tiene unos trescientos volúmenes: “Había muchos libros sesudos de derecho; pocos de ciencias experimentales; algunos en francés y en latín sobre literatura general, con los Elementos de Euclides y algunos textos escolares de álgebra” . Entendía el dueño de casa el francés y “hacía alguna ostentación de su familiaridad con Voltaire, Rousseau y Volney, y asentía completamente con la teoría del último. Pero más que todo, se enorgullecía de ser reputado algebrista y astrónomo”. Y agrega Robertson: “En el Paraguay, con el conocimiento del francés, los Elementos de Euclides, las ecuaciones, la manera de servirse del teodolito, o con los libros prohibidos por el Vaticano, él era, en punto a saber, completa excepción en la regla general”.

¿Por qué Francia aísla al Paraguay?, le preguntamos a Pomer. Él explica: “A partir del primer congreso revolucionario realizado en junio de 1811 quedan definidos como principalísimos objetivos nacionales: libre comercio, libre navegación de los ríos hasta el mar y supresión del estanco del tabaco. Sobre estas bases negocia Francia con Buenos Aires el tratado del año XI que la ciudad porteña no cumple: la navegación paraguaya es hostilizada, y el tabaco agravado con un impuesto que contraría lo pactado. Buenos Aires quiere someter al Paraguay mediante la extorsión económica y encontrará en caudillos del litoral inesperados aliados que se suman al bloqueo. El 8 de enero de 1817 el gobierno de Buenos Aires prohíbe la introducción de tabaco paraguayo y la provincia de Santa Fe resuelve embargar todos los productos de esa procedencia. El mismo Artigas participa —por razones tal vez más disculpables— de la fórmula de hostilizar económicamente al régimen de don Gaspar. En 1815 informa a su Comisionado General en Misiones don Andrés Guacararí (Andresito) de “la contribución que se ha puesto a los ganados que deban salir de la provincia de Corrientes con el objeto de que no tengan la franquicia que han gozado hasta hoy los paraguayos de pasarlos a su territorio”. (Artigas a Andresito, Paraná 13/3/ 1815).

“En 1814 Francia intenta crear vínculos de comercio con Inglaterra: encargará al mayor de los hermanos Robertson hacer las pertinentes gestiones en Londres, llevando muestras de la producción vernácula; le pedirá que vaya y las exhiba ante el propio parlamento británico. Francia quiere un tratado de navegación y comercio.

En 1823 repite el Dictador la tentativa ante sir Woodbine Parish, ministro inglés en Buenos Aires. Sus tentativas fracasan una y otra vez. Buenos Aires lo somete a bloqueo y debe recluirse en su Paraguay selvático y primitivo —sigue diciendo León Pomer—. No tiene otra salida, a menos de hipotecar la soberanía de su patria. Francia no lo hará. Lo hará la independencia política del Paraguay sobre una base segura y firme: la independencia económica. Y además, falto de rentas abundantes que un escaso comercio exterior es incapaz de proporcionarle, buscará dinero donde lo hubiera. Se lo extraerá a la Iglesia y a los ricachos; pero en lo fundamental construirá un régimen económico según las circunstancias lo piden. Siempre con mano férrea.

El encierro del Paraguay por obra de Buenos Aires —anota Juan Bautista Alberdi—, corresponde a la misma política que mantuvo el resto de las provincias argentinas en similar encierro: el deseo de monopolizar el comercio exterior en el puerto de la ex capital virreinal. En esas circunstancias sólo una mano férrea puede defender al país de los objetivos desmesurados de Buenos Aires. Francia debe forzosamente apoyarse en las clases que no tienen compromiso alguno con la clase mercantil bonaerense: los artesanos, la clase media rural, el pueblo campesino. Y por la fuerza de los hechos golpeará duramente a quienes de alguna manera pudieran actuar como entregadores de la soberanía: los mercaderes locales. Estos señores se hallaban a merced de sus corresponsales más ricos de Buenos Aires: por carecer de reservas de capital negociaban con dinero prestado en la ciudad porteña, a razón del 8% sobre la ganancia de cada transacción comercial.

Gaspar Rodríguez de Francia encierra al Paraguay —aclara y enfatiza— porque es la única manera de crearle una sólida defensa. Los mercaderes porteños se vengarán mandando a escribir su propia e interesada versión de la historia paraguaya. Esto será antes de demolerlo a cañonazos y de acabar con gran parte del pueblo paraguayo”.

Nadie ha penetrado tan profundamente como León Pomer en la historia de América Latina, en especial en la del Paraguay. El historiador continúa diciendo:

“Es Carlos Antonio López, abogado y latinista de nota. Reforzará el sector estatal de la economía: habrá más ‘estancias de la patria’. Las plantas de yerba mate son nacionalizadas y con ellos los árboles que produzcan madera para la construcción. En 1854 salen del país 80.000 yardas de madera; el gobierno exporta 50.000 y el resto particulares, previo permiso oficial. Entre tanto un decreto del mismo año prohíbe adquirir tierras a los extranjeros; otro dispone erigir una fundición en Ybycuí para el tratamiento de carbón de madera y el mineral de hierro de Guiguio, Caapucú y San Miguel. Llegará a tener 117 obreros, un director, un subdirector y un maestro fundidor. De ahí saldrán armas para el ejército e implementos agrícolas para los campesinos. En 1842 Carlos Antonio introduce reformas en el régimen agrario de los pueblos de indios; seis años después la tierra comunal es declarada propiedad del Estado. Continúan las facilidades para que las gentes de pocos recursos accedan a la tierra. Una parte de los indios deviene en campesinos libres, y otra, en proletarios obligados a vender su fuerza de trabajo para subsistir. Las antiguas comunidades indígenas se disuelven.

En 1855 se funda el arsenal de Asunción; lo dirige el ingeniero inglés Guillermo Whitehead y el personal será: un ingeniero jefe, un ingeniero constructor naval, varios ingenieros subordinados, un contramaestre para cada taller y de 200 a 250 obreros y aprendices. El capital es del gobierno y dos años después, en su “Mensaje” ante el Congreso, López anuncia: “Se está preparando la construcción de otros vapores para que el Arsenal esté siempre ocupado. Al efecto, se ha mandado comprar en Europa y ya se halla en este puerto, el número de máquinas que por ahora se considera bastante para facilitar la navegación de nuestros ríos…”. El 2 de julio es botado el vapor Ypora, de 226 toneladas, íntegramente construido en los astilleros de Asunción.

La flota fluvial y de ultramar alcanza a 11 buques de vapor y sus 50 veleros. El Paraguay avanza. Construye ferrocarriles, telégrafos, fábricas de pólvora, papel, loza, azufre y tinta. En el “Mensaje” al Congreso de 1857, López ratifica que en el Chaco se extrae salitre y se explotan caleras; también hay allí obrajes de madera y artículos de loza. El presidente contrató técnicos extranjeros para dirigir y organizar las empresas de capital estatal. El ingeniero inglés James Parkinson recibe el encargo de construir el camino de hierro entre Asunción y Paraguarí: 72 kilómetros. La vía a Trinidad es planeada y dirigida por el ingeniero Pablo Thomson; se inaugura en 1861. Un técnico alemán instala el telégrafo, y así podríamos seguir”. Después, después ya sabemos lo que vino… El exterminio cruel y deshumanizado. El Paraguay quedó convertido en escombros y cenizas…”.

Luego de escuchar las desgarradoras historias sobre la Guerra de la Triple Alianza, nuestra conversación gira hacia el lado de la anécdota, de recuerdos más cordiales. De entre sus relatos más significativos rescatamos dos, que tienen que ver con figuras muy conocidas de nuestro mundo cultural y musical. Escuchémoslo de su propia boca:

“En el momento más difícil de mi vida, cuando me echan de la universidad donde trabajaba, en la época del general Onganía, sin un peso en el bolsillo y a la deriva, me dio trabajo Gilberto Rivarola, en su pequeña empresa de insumos para radio y televisión, como contador. Yo no soy contador ni mucho menos, pero la necesidad tiene cara de hereje. Resulta que, andaba sin laburo, una amiga que sí era contadora de verdad, me dio algunas lecciones exprés de contabilidad: cómo llevar libros contables, hacer balances, etcétera. Yo hacía el trabajo y ella firmaba. Eso me dio de comer durante un tiempo hasta que tuve que salir al exilio”.

En Asunción conocen bien quién es Gilberto Rivarola, gestor cultural y hoy presidente del Ateneo Cultural José Asunción Flores. León Pomer, cuenta: “Este señor, Rivarola, medio hermano de mi amigo Domingo Laíno, a quien le prologué un libro, me trató muy bien y tuvo, además, la gentileza de presentarme a José Asunción Flores, el famoso autor de “India” y creador absoluto de la guarania, que pinta de cuerpo entero la psicología del pueblo paraguayo”.

Nos deja asombrado el historiador con sus dichos. No lo podíamos creer. Pomer sigue recordando: “Flores, a quien traté en tres o cuatro oportunidades, gracias a Gilberto Rivarola, me impresionó como un hombre noble y generoso, claro y sin dobleces. Tenía una especie de magnetismo que atraía a las personas. Sobresalía también por su cultura. Hablaba con propiedad sobre los más diversos temas. Compartí con él asados y amenas charlas en la casa de su amigo, mi patrón de entonces, Gilberto Rivarola”.

El cielo se recortaba entre las altaneras copas de los árboles, el aire removía las sustancias balsámicas de sus hojas, todo tenía voz y era silencio, el susurro de las aves escondidas, los frutos y semillas que cayendo rozaban los follajes, todo estaba detenido en un instante de solemnidad secreta, todo en el parque parecía esperar. Entonces, abrí el libro que había llevado ex profeso para que me lo firmara su autor, La guerra del Paraguay, gran negocio, y luego leí en silencio:

“Pronto se cumplirán cien años desde la destrucción del Paraguay, y los argentinos nos interrogamos más perplejos que nunca. Nuestra perplejidad pide respuestas al hoy que vivimos y al ayer que otros vivieron. Puede que las palabras anden escasas para respondernos. Puede que incluso estemos hartos de ellas. Pero vamos tomando conciencia de nosotros mismos y acaso en día no lejano seamos capaces de producir los hechos que nos curen la perplejidad. Los pueblos del mundo entero nos señalan caminos. Encontremos el nuestro, el único posible, el que piden nuestras particulares y singulares circunstancias. Esa es nuestra esperanza”.

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