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Antes del éxodo de los directores y actores notables con la llegada del nazismo al poder, el cine alemán tuvo un esplendor en la década de 1920 con el Expresionismo de cineastas como Fritz Lang, Friedrich W. Murnau, Paul Wegener y otros.
Después de la desbandada, quedó el extraordinario actor Emil Jannings.
DECISIONES Y DESTINOS
Emil Jannings es aquel profesor cuya vida se destruye y se degrada por su loco y ciego amor por la cantante de cabaret interpretada por Marlene Dietrich en Der blaue Engel, El ángel azul, de Josef von Sternberg. Emil Jannings es el actor que ganó el primer Oscar al mejor actor en 1929 en la primera edición de los premios Oscar. Emil Jannings es el digno y viejo portero del Hotel Atlantis, orgulloso de su uniforme a pesar de que no es sino una barata imitación de ropas militares, al que un día su pobre e inocente orgullo le es arrebatado en un monumental viaje lleno de brutalidad y belleza por el más infame y cruel barrio del capitalismo: el espléndido, monstruoso Der letzte Mann (El último hombre), de Murnau.
A Emil Jannings lo condecoró Joseph Goebbels en 1941 con el título de «Actor del Estado» por participar en películas de propaganda como Ohm Krüger. Emil Jannings se fue volviendo una especie de actor oficial del régimen. Emil Jannings murió en 1950 con el hígado destrozado por el alcohol.
Además de ese inolvidable actor que fue Emil Jannings, otra vieja gloria del cine expresionista, George W. Pabst, se incorporó en 1941 a los estudios de Berlín.
Pero, hablando mal y pronto, desde que Goebbels, ministro de Propaganda del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, comenzó a controlar el cine en la Alemania nazi, prácticamente todos los directores y los actores notables de la época, como Conrad Veidt o Peter Lorre, entre muchos otros nombres hoy ilustres, se marcharon del país.
No lo hizo Leni Riefenstahl.
EL INTERIOR DEL MONSTRUO
Leni Riefenstahl se permitió el extraño lujo de quedarse y, a pesar de eso (o, en parte, al menos, tal vez no a pesar de eso, sino gracias a eso), romper unos cuantos importantes esquemas y aportar al cine unas cuantas importantes experiencias innovadoras desde el interior mismo del monstruo.
La cosa sucedió así: después de que su primera película, Das blaue licht (La luz azul), fue premiada en el Festival de Venecia, Leni Riefenstahl le fue presentada a Adolf Hitler. Y una vez presentados, pronto se convirtió en la cineasta número uno del régimen. Gracias a eso comenzó a contar con todo tipo de recursos económicos y técnicos, brindados por el régimen nazi, para poder desarrollar su obra. Tal vez no haya que confundir la simpatía personal con la simpatía política. Más allá de que el nazismo fuera despreciable, Hitler no le parecía, personalmente, un ser humano despreciable a Leni Riefenstahl. En sus Memorias, que se publicaron en alemán en 1987, honestamente admite su inicial simpatía por Hitler, que por lo visto era recíproca, pues también expone con total franqueza en ese libro el apoyo que Hitler le dio para su obra cinematográfica mientras estuvo en el poder.
Por su parte, Adolf Hitler fue pródigo en elogios sobre Leni Riefenstahl. Y de algún modo la convenció de que hiciera un documental para el Partido. Se llamó Sieg des glaubens, y tiempo después fue escondido y probablemente destruido. Tenía imágenes de Ernst Röhm y de otros jerarcas que posteriormente cayeron en desgracia.
Ese documental le valió más elogios, y junto con ellos Riefenstahl recibió de Hitler el encargo de filmar una segunda obra, mayor que la primera. Aceptó. Esa película se llamó –se llama– El triunfo de la voluntad (Triumph des willens).
Después de ese proyecto, Riefenstahl documentó las Olimpiadas de Berlín de 1936. Es la película Olympia (en dos partes, Olympia I y Olympia II).
LOS HERMOSOS NUBA
Pero la rueda de la Fortuna siempre gira, y después de terminar la Segunda Guerra Mundial, derrocado el nacionalsocialismo, Riefenstahl fue detenida, le fueron confiscados sus bienes (las copias de sus películas entre ellos), y fue incluso internada en un centro psiquiátrico para proceder a su «desnazificación».
Riefenstahl fue procesada; se la encontró, tras varios juicios, responsable solo de haber sido una simpatizante del régimen. Sin embargo, nunca consiguió recuperar su reputación. Todos los proyectos cinematográficos que emprendió en adelante fracasaron: su nombre se había vuelto problemático. Y se dedicó a la fotografía. Logró, no obstante, filmar todavía una película más: Impressionen unter wasser (Impresiones bajo el agua) y algunos documentales sobre pueblos africanos.
Riefenstahl empezó a viajar a África en 1966 y a vivir con la tribu negra Nuba, en el centro de Sudán. Tomó cientos de fotografías de los nuba durante veinte años. La simpatizante de los defensores de la «superioridad de la raza aria» halló en África una vida de libertad y rudeza que quiso suya, y en los nuba, la belleza perfecta que en las escultóricas fotos de sus cuerpos celebró su obra.
Fue esa una pasión desinteresada, obviamente, ya que no mejoró su imagen en ningún momento. Así, por ejemplo, en un artículo publicado en The New York Review of Books en febrero de 1975, «Fascinating fascism», Susan Sontag escribió que las inclinaciones nazis innatas de Leni Riefenstahl explicaban sus buenas relaciones con el racista nacionalsocialismo alemán tanto como sus buenas relaciones con los negros Nuba, y que estas innatas inclinaciones nazis se expresaban en su trabajo con los valores artísticos visuales (fotográficos y cinematográficos) del culto a la belleza física y al esfuerzo, a la lucha de los atléticos cuerpos, africanos o arios, en su obra.
FORTUNA IMPERATRIX MUNDII
Su celebración rotunda de la belleza heroica de la energía, de la pasión y del valor físico, sus exaltadas imágenes de una arrolladora épica de masas, tal vez fueron en parte lo que le permitió a Leni Riefenstahl morir, a pesar de no haber logrado limpiarse nunca del estigma de colaboradora del nazismo, envuelta en su aureola de siempre de mujer indómita e intrépida.
El tema de los errores, los delitos o los pecados (elija cada quien el concepto que prefiera) de esta y otras figuras es muy delicado. No aventuraremos aquí a ese respecto conclusión alguna.
Ahora bien, la obra cinematográfica que ha quedado para nosotros, con sus maravillas formales, se la debemos, en primer lugar, como es por demás obvio, al extraordinario talento, tal vez al genio (otra discusión aparte) de Leni Riefenstahl, pero también, por más que choque reconocerlo, al curioso «olfato» que Adolf Hitler demostró al apostar por ella, al valorar su obra y confiar en su talento, y, en consecuencia, al apoyo recibido por la artista de parte del régimen nazi.
Que en su momento esas obras, las de Leni Riefenstahl, fueran utilizadas por el gobierno alemán (que, por otra parte, se las había solicitado) como instrumentos de propaganda no puede asombrar a nadie, y, sea justo o injusto (eso no lo sabemos), tampoco tiene nada de sorprendente que la fortuna de Leni Riefenstahl diera tan, para ella, nefasto giro una vez caído ese gobierno. O Fortuna imperatrix mundii.