Leña, votos y mandarinas

Filósofos y escritores, de Huxley a Marx y Aristóteles –tomados aquí a vuelapluma de una lista innumerable–, han explorado la vida política y social humana en sus obras de mil modos que dejan claro que la definición de «democracia» no está libre de controversias, y su valoración tampoco.

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Ad portas de su ducentésimo cumpleaños, una de las lecciones de Marx es que la filosofía puede, además de interpretarlo, cambiar el mundo; que, lejos de ser inaplicable a lo actual, es la herramienta para interpretar lo actual de la forma verdaderamente radical que permita cambiarlo, en vez de quedarnos en la superficie.

Hoy, domingo 22 de abril del 2018, hay elecciones presidenciales en Paraguay. Desde hace días, semanas y meses, observadores, periodistas, consultores, conforme a sus tradiciones y ritos ancestrales, siguen las encuestas, atienden los debates, miden la «calidad de la democracia».

La democracia… En 1932 Aldous Huxley imaginó la dictadura perfecta con la apariencia de una democracia. El próximo año se cumplirán tres décadas de la caída del régimen estronista. La Constitución de 1992 y el Código Electoral de 1996 trajeron normas acordes con la definición más extendida de «democracia», pero las condiciones que impiden una democracia real se han conservado. Veinte años después de esa caída, hubo en la historia de la «democracia» paraguaya –impedida desde las raíces por la estructura socioeconómica del país– un hito cuando otras elecciones presidenciales de otro abril, el del 2008, pusieron fin a 60 años de hegemonía de un partido, el Colorado. Pero sin permiso de los pocos que lo tienen y, por ende, lo deciden todo, ningún gobierno dura, y el que surgió de esas elecciones, y que ni siquiera fue «revolucionario» –las revoluciones no se hacen en las urnas–, sino que meramente inició reformas razonables para humanizar algo la situación de la mayoría, no duró.

Diez años antes, también en otras elecciones presidenciales como las de hoy, en 1998, un tribunal militar había enviado a la cárcel al general Lino Oviedo, y se había postulado a la presidencia en su lugar por el Partido Colorado Raúl Cubas, que ganó y lo liberó. La crisis institucional desatada entonces condujo al homicidio del vicepresidente Argaña en marzo de 1999. Hubo protestas en las calles, represión criminal desde el gobierno, muertos acribillados a balazos por la policía y por el ejército. El poder asomaba el rostro bajo la careta democrática. Y aunque hoy, a dos décadas de aquel «Marzo Paraguayo», sus redes clientelares aún sostienen al Partido Colorado, cuando Oviedo postuló a la presidencia en el 2008 y su derrota y la de Ovelar significaron la derrota del partido que seguía en el gobierno desde 1947, la gente llenó las calles de Asunción y las demás ciudades y pueblos del país y todos salieron –salimos– esa noche de abril afuera, bajo la misma luna.

Si la Constitución asegura la autonomía del Poder Judicial en los papeles, todo, desde la liberación y absolución de Oviedo a fines del 2007 hasta el saber popular de que las coimas deciden los procesos judiciales, la refuta. Estar inerme ante el poder, como en Paraguay lo estamos, es lo contrario de una democracia. La Constitución reconoce el derecho al sufragio universal, pero la desmienten los hechos, y no se trata –no principalmente– de las irregularidades en materia de composición de mesas electorales, padrones, etcétera, sino de un aspecto estructural de esta sociedad que hace del ejercicio de los derechos un lujo. Un país sin garantías y en cuyo orden político –parte de un legado de relaciones de subordinación y dependencia, de impotencia y de miedo– vender un voto a cambio de una promesa de empleo o incluso tan solo de un par de billetes no es mancha ni defecto, sino engranaje y osamenta.

Nada te aseguran la Constitución ni los mecanismos electorales jurídicos y mediáticos de un país cuya Ley es tan maleable como lo decidan otros –son siempre otros–, en el que aun tus –reconocidos– derechos pueden volverse en tu contra y cuya Justicia te puede condenar tan fácilmente como puede matarte su policía. Las elecciones en teoría te permiten elegir en materia de políticas públicas, pero si de vender tu voto depende que cenes esta noche, ¿qué puede importar eso? Tu voto, en teoría, expresa tus decisiones, pero en una sociedad sin garantías de que se cumplan, ¿por qué valdría más que un kilo de galleta? A fin de cuentas, ya Aristóteles, en el libro cuarto de la Politeia, apuntó que la pobreza aparta de la vida política a quienes la padecen con preocupaciones urgentes e inmediatas.

Los dos grandes partidos del país (Colorado y Liberal) surgieron a fines del siglo XIX con un funcionamiento clientelista. Bajo Stroessner, afiliarse al partido en el poder, el Colorado, era preciso a veces hasta para trabajar. Desde el Estado, ese partido repartía beneficios de modo dispar, y uno de los sectores más beneficiados por el reparto, sector que acumuló su capital en esos años, fue el empresariado. También en esos años había elecciones, como las de hoy, también en esos años el gobierno era, formalmente, una «democracia», también en esos años se premiaba –desigualmente– el voto del pobre y la lealtad del poderoso. Los debates previos a las elecciones no son importantes, y no solo porque no haya diferencias significativas en discursos y promesas, sino porque, si las hubiera, nada aseguraría que se cumpliesen. Son meros pretextos para desviar las miradas del fondo del asunto, más peligroso, o comprometedor, al menos, de abordar.

Hace meses, un guardia de seguridad detuvo a un adolescente –eran tres; los otros huyeron de sus disparos– que había entrado a «robar» mandarinas de los árboles de la residencia de uno de los candidatos que compiten hoy. En sus artículos periodísticos de 1842, Marx habla del «robo» de leña cometido por frío y condenado por Ley. Ley hecha a la medida de los propietarios que permitió a Marx ver, y escribir, cómo se relacionan el poder político y la propiedad privada. La democracia no son –no principalmente– las elecciones ni las competencias entre partidos que alternan sin ser alternativas; que los paraguayos sean «vagos», «corruptos», faltos de «civismo» o de «cultura democrática», etcétera, podrá ser cierto o falso, pero poco importan creencias tales que ni son verificables como teorías ni esclarecen nada como especulaciones. Sí importa, en cambio, decir y entender que la desigualdad impide la democracia porque restringe en los hechos la libertad de elección que se garantiza en los papeles.

En rigor, la democracia representativa siempre es paradójica: al elegir a los que elegirán por él, el votante ejerce su libertad al mismo tiempo que le dice adiós. La democracia debería ser ese fundamento del Estado que el Estado invoca, pero sin el Estado; y digo «supuesto» porque la existencia misma del Estado supone el olvido de ese fundamento. Cuando una histórica revuelta en París forzó a abdicar a Luis Felipe, un Gobierno provisional instauró el sufragio universal y convocó, hace 170 años, en abril de 1848, a unas elecciones de las que Marx vio surgir una Asamblea Nacional que era, escribe en El 18 Brumario…, «protesta viviente contra las pretensiones de las jornadas de febrero y [que] había de reducir al rasero burgués los resultados de la revolución». Al igual que hoy, bajo la epidermis de los mecanismos electorales, los debates y antagonismos abiertos –no los ocultos–, se decidían en realidad otras cuestiones, y si la burguesía había dominado en nombre del rey hasta entonces, escribe Marx, en adelante dominaría en nombre del pueblo.

En sus artículos periodísticos de la década de 1840, Marx habló del predominio del interés privado sobre la res publica, la comunidad política de ciudadanos libres e iguales, predominio visible en las leyes renanas hechas para defender el derecho de propiedad «sacrificando al pobre» a la Justicia. Hay muchas formas de participar en una democracia –la protesta también es democracia, aunque se la criminalice–, y con instituciones viciadas el voto no parece la más lógica. Aun así, hay momentos para el voto táctico contra la barbarie. En una película de István Szabó, Sunshine, un personaje le cuenta a otro cómo los guardias mataron a su padre en un campo de exterminio frente a él y los demás prisioneros. El otro le pregunta cuántos guardias eran (trece) y cuántos prisioneros (dos mil), y por qué dejaron que lo mataran. Estaban armados, responde el narrador. «¿Y qué?», le dice el otro. «Hubieran matado a uno, a dos, a diez, a cien; no podían matarlos a todos. ¿Y ustedes solo se quedaron mirando lo que hacían?» La tesis es desconcertante, dura, cierta: en última instancia, las cosas solo suceden porque lo permitimos.

¿Cómo llamar «democracia» sin reír al orden político vigente en una sociedad tan desigual que en ella vender el voto ni siquiera supone una renuncia a capacidad real alguna de incidir en lo que te concierne? No habrá democracia mientras exista la desigualdad en los hechos que, con su teórica igualdad, la Ley encubre y niega. El caso del robo de leña es parte del camino de Marx rumbo al análisis de las incoherencias del Estado moderno, que pretende representar la res pública mientras defiende el interés privado. Creo palmario –fuera del eventual uso táctico, hoy, del voto negativo, del voto como puro «no» al regreso de una vieja pesadilla obscenamente reivindicada– que la salida se debe encontrar o crear –«aut viam inveniat aut faciat»– fuera de un circuito institucional que para los más de nosotros solo puede repetir el pasado, y no representar el futuro.

Obras citadas

Aristóteles: Politeia (La Política), versión directa del griego de Marcial Briceño, S. J., Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1989.

Aldous Huxley: Un mundo feliz, Barcelona, Plaza & Janés, 1981.

Karl Marx: El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Alianza Editorial, 2009.

Karl Marx: «Los debates sobre la Ley acerca del Robo de Leña», en Los debates de la dieta renana, Barcelona, Gedisa, 2007.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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