Las últimas cartas de Curupayty

Las cartas contenidas en este artículo de la historiadora Liliana Brezzo podrían haber sido escritas por cualquier soldado, en cualquier guerra, en cualquier continente; por eso, nos dice la doctora Brezzo, «al leerlas, Curupayty deja de ser un lugar de memorias en disputa y se convierte en un sitio de memoria conjunta, en el que no es concebible –ni siquiera en el plano discursivo– ninguna celebración».

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«Ya no se escriben cartas», sentenciaba hace más de tres décadas la mexicana Armida de la Vara en De lo cotidiano (1982). Con el ocaso de la carta irrumpió, en el campo de la historia, la aurora de los estudios sobre la correspondencia epistolar. Desde inicios de la década de 1990 han ido proliferando centros de estudio, grupos de investigación y publicaciones dedicados a analizar, desde diversos puntos de vista, algo antes considerado por la historiografía un documento humilde, auxiliar, fragmentario y a menudo enigmático.

La narración histórica siempre ha echado mano de las cartas, sobre todo para los estudios biográficos, pero la revalorización de la correspondencia ha venido aupada por los estudios culturales y por la historia de la cultura escrita, que ha privilegiado la práctica epistolar como fenómeno que condensa múltiples facetas del espíritu de los escribientes y, por tanto, de la sociedad (Usunáriz, 2014).

En ese contexto, las cartas de guerra escritas por los combatientes son objeto, en el tiempo actual, de renovadas lecturas. Basta mencionar un ejemplo conocido: durante la Segunda Guerra Mundial, el último avión que despegó de Stalingrado, en enero de 1943, llevaba siete enormes sacos de cartas de soldados que nunca fueron entregadas porque rezumaban desmoralización y críticas al Reich. Aparecieron después, fueron publicadas en 1958 y actualmente forman parte de una masa crítica de testimonios que ayudan a desentrañar las relaciones entre la cultura epistolar y los conflictos armados.

Ciento cincuenta años después, disponemos ya de un manojo de cartas que tienen los combates de la Guerra del Paraguay contra la Triple Alianza como lugar del remitente. Cartas privadas enviadas por soldados a esposas, padres, hijos y amigos. Por ejemplo, las escritas por el capitán Benjamín Constant Botelho de Magalhães, que se conocieron y se publicaron en 1999 (Maestri, 2009); las de Federico Seeber a su amigo Santiago Alcorta, reunidas y publicadas por Miguel Ángel de Marco (2002), o las de los médicos Benjamín Canard, Joaquín Cascallar y Miguel Gallegos (1999), que relatan las condiciones en las que vivían y su premonición de una muerte cercana. Son, qué duda cabe, un reflejo de una época y un testimonio de lo que pasa por la cabeza cuando se vive rodeado de muerte.

En esa retórica de lo íntimo figuran las cartas que el joven capitán Domingo Fidel Sarmiento le escribe a su madre desde las trincheras de Curupayty horas antes de morir. Dominguito, el único hijo que Domingo Faustino Sarmiento consideró su sucesor intelectual, nacido en Chile en 1845, fue adoptado luego de que, en su exilio, Sarmiento se casara con su madre viuda. La crítica aún debate si fue hijo biológico de Sarmiento, fruto de una unión extramatrimonial con Benita Martínez de Castro, o simplemente adoptado luego de fallecido su padre. Desde 1854, residió en Buenos Aires, donde ingresó al Colegio Inglés y, posteriormente, a la universidad. Al estallar la guerra se incorporó a los Guardias Nacionales.

La correspondencia entre madre e hijo, cuyos originales se conservan en el Archivo General de la Nación, se inicia en Concordia, en junio de 1865, y la última carta está fechada el 22 de setiembre de 1866. El combatiente y futuro presidente de Argentina, Carlos Pellegrini, trazó una fisonomía general de las letras familiares que se recibían en el frente de guerra: «Esa mal trazada carta de la madre, rebosante de cariño, incoherente por la abundancia de lo que se quiere decir de una vez, todo junto, como si el correo fuera a partir dejando algo sin expresar de ese cariño inagotable... Venía también la carta del padre, que se esforzaba por mostrar seriedad varonil, no pudiendo, sin embargo, disimular su ternura en los mismos severos consejos dados al niño-soldado, declarado hombre de improviso por la ley del deber» (De Marco, 1995).

Dominguito redactó también un cuaderno con apuntes dedicados a su madre, que dejó el día de la batalla en el bolsillo de su blusa, junto a la última misiva, que no pudo enviarle. Como se ha hecho notar, el acto del soldado de dejar el cuaderno en su ropa, cuando tenía presentimientos de muerte, era común en el campo de batalla decimonónico: no solo porque era un modo de garantizar la identificación del cadáver, sino también porque esas palabras le aseguraban a la madre –sujeto por antonomasia del duelo– que el soldado había tenido una buena muerte, una muerte patriótica, voluntaria y consentida.

El hijo adoptivo del autor de Facundo se encontraba en la línea del frente de batalla, comandando una compañía de soldados que buscaban asaltar la fortaleza paraguaya. Al comenzar el ataque de la infantería, un casco de bomba le cortó el tendón de Aquiles. Murió desangrado, y su cuerpo fue recuperado por sus soldados.

Sarmiento recibió la noticia en Estados Unidos, donde era ministro plenipotenciario. Dos escritos privados dan cuenta de su conmoción. En carta a Bartolomé Mitre, comandante de su hijo, se desahoga: «La muerte de Dominguito, tan malogrado, ha traído a mi espíritu un incurable descontento. ¡Qué de cadenas de desencantos! Habría vivido en él; mientras que ahora no sé dónde arrojar este pedazo de mi vida que me queda, pues ni aquí ni allá sé qué hacer con ella».

El padre estuvo ausente de la escena de la muerte del hijo, dado que lo había visto por última vez cuatro años antes, en 1862, cuando Dominguito viajó a San Juan, donde él era gobernador. Estuvo ausente, también, de los ritos fúnebres celebrados en honor de los más de dos mil soldados argentinos muertos en la batalla de Curupayty, ceremonia que unió al país en duelo. Como ha estudiado muy bien Alejandra Josiowicz, la muerte, quiebre del tiempo histórico y discontinuidad fundamental, sacude a Sarmiento padre, que siente que su experiencia se ha vaciado de sentido y se identifica con el objeto perdido. Así aparece en carta a Mary Mann, en la que recupera la escena de infancia de su hijo como núcleo de su duelo: «Tengo que conformarme, y ya estoy más resignado, aunque el recuerdo de sus gracias infantiles, sus juegos conmigo, me haga llorar más que la idea de su trágica y sangrienta muerte. No puedo recordarlo sino alegre y riendo y esto me hace sufrir más. Estos días estaré más tranquilo. Le agradezco su tierno interés y quedo su desconsolado amigo». No es la muerte épica del joven soldado de veintiún años lo que aparece en el imaginario del sujeto del duelo, sino el recuerdo del niño pequeño, «alegre y riendo», entrelazado con el padre en el juego. La experiencia traumática lleva al padre, lejos de la historia pública, a la escena íntima, doméstica, de la infancia, encuentro con la presencia efímera del niño (Josiowicz, 2014).

Además de la intimidad, la escritura del duelo tendrá expresión en el espacio público con la publicación de la Vida de Dominguito, cuyos apuntes Sarmiento comenzó a redactar en 1867 en Washington y que continuaron inéditos hasta época reciente. Otra versión fue la que publicó en 1886, dos años antes de su fallecimiento en Paraguay.

Las dos últimas cartas de Dominguito a su madre, que se transcriben a continuación, rezuman una sensación de despedida, y su lectura produce tristeza. Podrían haber sido escritas, qué duda cabe, por un soldado paraguayo o por cualquier otro joven combatiente en una guerra en cualquier continente. Y por ello tienen un valor universal. De algún modo, al leerlas, Curupayty deja de ser un lugar de memorias en disputa y se convierte en un sitio de memoria conjunta, en el que no es concebible –ni siquiera en el plano discursivo– ninguna celebración.

«Avanzada de Curuzú, setiembre 20 de 1866

«Querida vieja:

«Recibí hoy, con mucho gusto, tu carta del 16, y siento que la distancia, más que todo, les esté haciendo pasar horas de mortales angustias, por peligros que nos anticipan. No tengas locos temores, que me asustan sobremanera. Tengo en la conciencia que no me sucederá nada, como hasta ahora no me ha sucedido. Pronto tendremos un ataque a Curupayty, en que nos toca un papel glorioso. El peligro es igual, lo mismo a una vara de los cañones que a diez cuadras, lo mismo adelante que atrás. ¿Debo renunciar a ilustrar mi nombre y hacerme digno de ti, por necios temores? No. Dios ha puesto sobre cada hombre el sello de su destino. No sucumbiré en la guerra, no lo temas. El peligro, ¿qué es? ¿Cuándo no lo hay? Si no fuera por lo que tú sufres y por mi profesión, y por mi camino, yo sería soldado, pero soldado por el combate; por la emoción, por la muerte que destila. ¡Es una gran sensación! Es un placer tremendo; como tal, sus dosis mayores, matan.

«Mi batallón será el primero que escale la trinchera. El 17, que íbamos a tomarla, llegamos a dos cuadras, en medio de una serie de tiros que nos hacían y entre las granadas que reventaban en medio de nosotros; sin embargo, no perdimos un solo hombre. Es que tenemos buena estrella. Suerte. El 24, a nosotros se nos vinieron encima cerca de 200. ¿Y qué sucedió? ¡Que los matamos como se matan las hormigas, con el pie! El 12 de línea está adelante, pero no le sucederá lo que al San Juan y al Córdoba.

«Ten fe en mí y no te anticipes a nada. Pero tú eres incorregible desde que llegué a la Concordia; en año y medio, no haces más que llorarme; tengo la convicción de que hemos de pasar muy buenos días juntos, y nos hemos de reír de todas estas miserias de la vida.

«Desde el 13 hemos pasado unas hambrunas jefes. Espero con ansia la encomienda del jamón y la del quepí. Que vengan la ropa y el calzado, sobre todo.

«Esta carta te la escribo trepado a un enorme árbol, mirando hacia el enemigo, que tiene sus reales tras unas líneas de monte, no muy lejano. Deseo los combates, los asaltos, que solo después de ellos me tendrán a tu lado. Mil cariños a todos. Tuyo.

«Dominguito»

«Setiembre, 21

«Querida vieja:

«La guerra es un juego de azar, puede la fortuna sonreír o abandonar al que se expone al plomo enemigo. Si las visiones, que nadie llama y que ellas solas vienen a adormecer las duras fatigas, dan la seguridad en la vida que ellas pintan; si halagadores presentimientos que atraen para más adelante; si la ambición de un destino brillante, que yo me forjo, son bastantes para dar tranquilidad al ánimo serenado por la santa misión de defender a su patria, yo tengo en mí fe firme y perpetua en mi camino ¿Qué es la fe? No puedo explicármelo, pero me basta. Mas si lo que tengo por presentimientos son ilusiones destinadas a desvanecerse ante la metralla de Curupayty o de Humaitá, no sientas mi pérdida hasta el punto de sucumbir bajo la pesadumbre del dolor. Morir por su patria es dar a nuestro nombre un brillo que nada borrará; y nunca jamás fue más digna la mujer que cuando con estoica resignación envía a las batallas al hijo de sus entrañas. Las madres argentinas trasmitirán a las generaciones el legado de la abnegación y del sacrificio. Pero dejemos aquí estas líneas que un exceso de cariño me hace suponer ser letras póstumas que te dirijo.

«Setiembre 22 de 1866. Son las 10. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Salud, mi madre!»

* La Batalla de Curupayty terminó a las cuatro de la tarde del día 22 de setiembre de 1866, con un saldo de miles de bajas en las filas aliadas, y no más de cien en las paraguayas. Fue la victoria más importante del ejército paraguayo durante la Guerra de la Triple Alianza.

* República Argentina, Conicet y Pontificia Universidad Católica Argentina

* Todas las ilustraciones de esta edición del Suplemento Cultural pertenecen a la serie de cuadros sobre la Batalla de Curupayty, ciclo narrativo realizado por el pintor Cándido López entre 1893 y el año de su muerte, 1902.

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