Las letras del tango

De tango y literatura, escritores y vanguardias, encuentros y desencuentros.

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El tango surge y crece en un escenario de movimientos literarios de vanguardia, el Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX, y entre escritores y tango hubo desencuentros y encuentros, y hubo amoríos y rounds. Aquí, un par de ellos.

LITERATURA TANGUERA

En la década de 1920, entre los cambios (de toda índole, como la formación de la orquesta típica o la sistematización de los regímenes solistas de cada instrumento, entre otros) que fueron dando forma a la Guardia Nueva, las historias narradas por los tangos empezaron a salir de la noche y del burdel para cubrir más espacios, reflejar más ambientes y hablar de más y más diversas vidas. El público tanguero se fue volviendo cada vez más heterogéneo y numeroso, y las letras del tango fueron conformando una especie de cosmovisión, y un relato, para cada quien, de sus propios errores, alegrías, dilemas y pesares.

SENSIBLERÍA ENGOMINADA

Este tango, cuyas letras (como, por poner otro caso, los refranes) son parte de eso que suele llamarse «la sabiduría popular», es, para utilizar un término comedido, generalmente triste; a esa tristeza alude un pasaje de Membretes, del poeta Oliverio Girondo:

«El cúmulo de atorrantismo y de burdel, de uso y abuso de limpiabotas, de sensiblería engominada, de ojo en compota, de retobe y de tristeza sin razón –allí está la pampa... más allá el indio... la quena... el tamboril– que se espereza y canta en los acordes del tango que improvisa cualquier lunfardo».

Tristeza sin razón y sensiblería engominada son los llorosos y engolados rasgos del tango en esta descripción de Girondo. (Que esboza, de paso, un linaje aborigen –«el indio… la quena…»– para el género.) La cursilería no será lamentada solo por Girondo. La energía de la Guardia Vieja, del tango del arrabal, hecho por marginales y para marginales, termina, para mal, según estos disidentes, con lo que para muchos es, inversamente, el comienzo de una evolución en el mejor sentido, y las voces que detestan que el tango dejara de ser marginal para ser aceptado por toda la sociedad son, como mínimo, dignas de atención; así, en su artículo «Salvemos el tango», publicado en la revista Martín Fierro, apunta un afilado Sergio Piñero que el tango triunfó en París al precio de adoptar una identidad adulterada y una «nacionalidad teatral baratísima» y gracias a unos «jóvenes tan gauchos y malevos como un plato de ravioles».

FÓRMULAS PARA LA VIDA

Las letras del tango imprimen en el imaginario colectivo certezas tales como que en el amor «primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamientos» (Naranjo en flor, de Homero Expósito), que «siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos» (Cambalache, de Discépolo), que «Nada duele tanto como ver / desenrollar del carretel / el hilo de la juventud» (El cantor de Buenos Aires, de Cadícamo), que «la gola se va / y la fama es puro cuento» (Mi vieja viola, de Correa)... Etcétera.

Sobre estas certezas se han edificado representaciones colectivas y fórmulas para la vida. Ya crudas –«Cuando estés en la vereda y te fiche un bacanazo, / vos hacete la chitrula y no te le deschavés», indica Flores en Atenti, Pebeta–, ya oblicuas. Como cuando, con su «Vieja calle de mi barrio donde he dado el primer paso, / vuelvo a vos, gastado el mazo en inútil barajar», expone Gorrindo la receta universal de todos los regresos melancólicos, o cuando, con su «Muchachos, quiero brindar / “Por la vida que se va...” / Levantemos esta copa / burbujeante de champán», Cadícamo hace lo propio con las alegrías tristes. O Ferrer con la última receta, la de la muerte: «Me pondré por los hombros de abrigo toda el alba, / mi penúltimo whisky quedará sin beber». Pues todo amante del amargo fondo del tango sabe que, antes o después, «Verás que todo el mentira, / verás que nada es amor»… Etcétera. Etcétera.

LA GUARDIA VIEJA

Bien sabido es que para Borges no hay otro tango digno que el de la Guardia Vieja, el tango marginal que se canta desde y para el arrabal, el tango pendenciero bailado por malevos, cafishios y compadritos, que, o no tiene letra, o la tiene delincuencial y prostibularia. Borges quiere ese tango hecho de coraje, no el que se rinde al sentimentalismo lacrimoso. Ese tango lleno del orgullo peleador del arrabal que fue Palermo: «Había compadritos entonces», escribe en El tamaño de mi esperanza, de 1926, «hombres de boca soez que se pasaban las horas detrás de un silbido o de un cigarrillo y cuyos distintivos eran la melena escarpada y el pañuelo de seda y los zapatos empinados y el caminar quebrándose y la mirada atropelladora. Era el tiempo clásico de la patota, de los indios. El valor o la simulación de valor era una felicidad...» Y en la misma obra declara:

«Hoy es costumbre suponer que la inapetencia vital y la acobardada queja tristona son lo esencial arrabalero. Yo creo que no. No bastan algunos desperezos de bandoneón para convencerme, ni alguna cuita acanallada de malevos sentimentales y de prostitutas más o menos arrepentidas. Una cosa es el tango actual, hecho a fuerza de pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos, hechos de puro descaro, de pura sinvergüencería, de pura felicidad del valor.

«Aquellos fueron la voz genuina del compadrito: estos (música y letra) son la ficción de los incrédulos de la compadrada, de los que causalizan y desengañan. Los tangos primordiales: El caburé, El cuzquito, El flete, El Apache argentino, Una noche de garufa y Hotel Victoria aún atestiguan la valentía chocarrera del arrabal. Letra y música se ayudaban. Del tango Don Juan, el taita del barrio recuerdo estos versos malos y bravucones:

En el tango soy tan taura

Que cuando hago un doble corte

Corre la voz por el Norte

Si es que me encuentro en el Sur

»Pero son viejos y hoy solamente buscamos en el arrabal un repertorio de fracasos».

BORGES, OLIVERIO Y EL TANGO

Ese tango que cita Borges, Don Juan, el taita del barrio, es de 1910 y de Ernesto Ponzio, uno de los grandes de la Guardia Vieja. El que, por paradoja, devino símbolo del género, el bandoneón, es un invitado tardío; así, el desdén por los «desperezos de bandoneón» en el pasaje citado habla de precisión histórica, pero en este libro hay también imprecisiones señaladas más de una vez por diversos conocedores. Imprecisiones que, en el caso de Borges, sería iluso achacar a ignorancia o desmaño. Hay una explicación más verosímil. Creo que para Girondo en el tango, pese a los aspectos plañideros y cursis por él (como hemos visto) señalados, hay elementos interesantes (básicamente, hay tres: lenguaje coloquial, atmósfera violenta y personajes nuevos), y que para Borges lo realmente interesante del tango fue su potencial de herramienta cosmogónica, su capacidad de convertirse en uno de los discursos adecuados para forjar modernas mitologías urbanas con las cuales inventarse por completo, o casi por completo, por ejemplo, a Buenos Aires.

Bibliografía

Jorge Luis Borges: El tamaño de mi esperanza, Madrid, Alianza Editorial, 1998.

Oliverio Girondo: Obra Completa. Edición crítica de Raúl Antelo, coordinador. Editorial Sudamericana, 1999.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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