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Nunca es fácil poner palabras ahí donde ya no hay habla, escribir acerca de la escritura que ha cesado; que ha dejado, al menos, de hacerse en tiempo presente. Escribir sobre una escritura que ya no; aunque se diga con frecuencia que las palabras siguen vivas, o que vivo sigue alguien en lo que escribió. Y aunque esto pueda ser cierto –la escritura es, después de todo, una forma de burlar el sino del tiempo: una de las maneras de posponer el silencio irreversible–, esta potencia no es definitiva: requiere, justamente, que los hablantes y lectores de una comunidad lingüística, para los que la muerte de uno de sus semejantes supuso un cambio contundente, animen las palabras que hibernan en la escritura, escriban a su vez los significados que dichas palabras representan para los individuos y la comunidad, reinterpreten en base a estas su propio tiempo, aunque esto signifique precipitarse críticamente hacia dichas palabras que les precedieron.
Mucho más difícil es poner en palabras el duelo frente a la desaparición de alguien que tan poco se conoció. La impresión es la de aquel que llora un duelo que no le pertenece. Pareciera siempre preferible recurrir a los anecdotarios del afecto y a las defensas con las merecidas pompas y la merecida amistad autorizante. Sin embargo, uno puede sentirse impelido a hablar, a escribir. Yo escribo, él escribe, todos escribimos. ¿De qué otra forma se pueden juzgar las palabras así formuladas sino como tanteos, como algo incompleto? Pero hay ahora una necesidad que excede el pudor: alguien murió, hay que hablar, es necesario hablar. Así es el rito y la tradición de los obituarios, de las notas necrológicas.
Esta, en particular, se refiere a la vida y obra de Ramiro Domínguez, fallecido el miércoles 31 de enero. Uno de los escritores adscriptos a la denominada Generación del 50; autores que, además de ser contemporáneos, habían estado nucleados, primero, alrededor de la Academia Literaria del Colegio San José –animada por César Alonso de las Heras– desde 1947; y, luego, alrededor de la Academia Universitaria, en la que, según los participantes, además del estudio del pensamiento y la literatura clásica y contemporánea, se había construido un espacio de reflexión y discusión ideológicamente plural, luego de los desastres de la Guerra del Chaco y la Revolución del 47, los consecuentes exilios externos e internos impuestos por estas y por la administración política, entre otras razones (1).
Formador de varias generaciones que, seguramente, serán capaces de aportar más detalles acerca de las tertulias animadas, a su vez, por el propio Ramiro Domínguez, lo cierto es que él tuvo una participación importante en muchos ámbitos de la cultura y la academia del Paraguay; se puede destacar su labor como antropólogo, crítico literario, crítico de arte, poeta, ensayista, y, por supuesto, docente. Ámbitos en los que su desempeño estuvo marcado por una pasión por el rigor, según recuerdan quienes fueron más cercanos a él, además de su sensibilidad frente a los dramas sociales, según informan sus también más allegados, aspecto, empero, que también testimonian algunos de sus escritos académicos y poéticos.
El valle y la loma es uno de los aportes más significativos de Ramiro Domínguez. Se trata de una contribución a los estudios sociológicos y antropológicos con foco en las comunidades rurales, y en particular en la manera en que la comunicación participa en la vida de individuos y grupos humanos. En este ensayo –de gran corrección académica–, el autor plantea una distinción fundamental entre modos de hacer vida en el campo. El valle –dominado por una economía agropecuaria– y la loma –marcada por una economía de explotación forestal y agrícola– (2). Diferenciando los modos de arraigo, conformación poblacional histórica, predominancia de familias patrilineales o matrilineales, poniendo en contexto el histórico problema del acceso a la tierra en el campo, Domínguez observa que dichos modos de hacer, determinados por los condicionamientos del paisaje y las prácticas productivas dominantes, terminarían afectando la manera de comunicarse de las poblaciones –por entonces, quizás menos afectadas por las tecnologías de la información–. No solo eso: el impacto de dichos condicionamientos, enfrentados a problemas no resueltos vinculados a la distribución de la tierra, afectarían la estabilidad de las conformaciones familiares, pondrían en tensión la sostenibilidad de un modo de producción y de vida, e impactarían, asimismo, las propias psiquis de los individuos que participasen de ese modo de hacer determinado por el paisaje. Este estudio le sirve a Domínguez para reflexionar acerca del problema de la comunicación en las sociedades rurales del Paraguay –marcadas, entre otras cuestiones, por el bilingüismo–, pero de alguna manera excede este problema, o en todo caso lo expande hacia zonas menos obvias. El autor se distancia de tradiciones académicas contemporáneas, cuyo foco de estudio fuese la comunicación, y que priorizaban, justamente, la comunicación de masas, los medios masivos de comunicación y la comunicación de líderes, para presentar una forma de comunicación acaso a destiempo, como merecía el objeto de su estudio: una comunicación de cercanías, pero también de horizonte, cuyo contorno es el cuerpo a ras del suelo, a ras del paisaje. Aspecto también indagado líricamente en su obra poética.
En Las cuatro fases del Luisón, Ramiro Domínguez reinterpreta el mito: tradicionalmente, ser maléfico, medio hombre, medio animal, que, según la leyenda, en noches de luna llena se revolcaría sobre las tumbas; bestia mítica con potencia multiplicadora, capaz de contagiar a los otros con la maldición de sí. En lo que se refiere a los aspectos formales, el poema no representa para la poesía novedad alguna, sin embargo, las imágenes que evoca resultan sugerentes por su coherencia con esta preocupación de Domínguez por el ras del suelo, antes mencionado: anticipando la animalidad del ser sobrenatural, la posición de esta imaginería se integra a una oposición literaria y social tradicional que enfrenta civilización y barbarie, planteando una nueva y exacerbada tensión a partir de la interferencia de lo híbrido. Ser execrable, las características sobrenaturales y biológicas, así como la influencia astronómica que afecta la conducta del Luisón, subrayarían, justamente, algunos aspectos ominosos de esa tensión exagerada, traducida, sin embargo, en el texto, a potencia subversiva. El Luisón, como se sabe, no solo es una bestia terrestre: se regodea feroz en el suelo, se impregna de muerte, se impregna de tierra. ¿No hay acaso en esta conducta vandálica del animal nocturno algo más que perversión?
En cierta poesía de Ramiro Domínguez este símbolo de incomprensión y capricho solitario que condensa el Luisón se integra a otra vertiente lírica del Paraguay que asocia el drama de los hombres con el drama de la tierra (3). Quizás los poemas del libro Zumos sean paradigmáticos en ese sentido. El labriego, personaje que transita varios de sus versos, pareciera padecer él mismo los males de la tierra, al punto de, en cierto momento, confundirse con ella en su abismo superpuesto. El gesto suicida que se describe en el poema La rendición del labriego, constituye no apenas el triunfo del fracaso de la cosecha, sino que reserva en el corazón de su angustia aquella potencia subversiva y multiplicadora que caracterizaría al antes invocado Luisón. «El suelo aguarda el grano que está dentro de mí», dice la voz lírica del labriego, para luego agregar: «Y cuando el sol madure las espigas/vendrás a recoger con los vecinos/mi cosecha más crecida».
Ya en Poemas del exilio, cuyo tono y textura no se distancian de los versos «portavoces» del labriego, el motivo indagado –el exilio interno– también se presenta asociado a la tierra, acaso no a su profundidad cerrada, sino a la inminencia de su superficie abismal y de sepulcro abierto. «Dame volver aquel ancho tiempo/ de sentarse a reír/ o, mejor, dame nunca volver/ a tener que volver», pareciera, análoga a la rendición del labriego, la rendición del exiliado, que ahora se regocija en su exilio de «Tierra. Osario abierto», donde las extremidades y los órganos truecan su orgullo vertical por la proximidad del suelo, y donde a través de los órganos arrimados a la «Tierra amasada en tierra» se sorbe el sentido de estar allí al ras, al límite. Límite donde el cuerpo y la inteligencia llevados al límite podrán acaso hacer brotar algo que transforme el miedo al absoluto o a su policía.
El azar del tiempo y la vida hizo que Ramiro Domínguez falleciera el 31 de enero. Por su máxima proximidad a la Tierra, esa noche se presentó un fenómeno conocido como superluna. El azar climatológico impidió, sin embargo, que esta luna fuera visible en muchos puntos del país. Hay que ver al poeta a través de la niebla, y más allá del abismo del surco en la tierra, como confirmando aquellos versos que sentenciaban: «Acaso/ tu solapada algarabía/ –Tierra que pronto olvida–/ ponga su espuma de sal sobre la llaga viva».
Notas
(1) Para más detalles acerca de la Generación del 50 puede revisarse el libro Literatura paraguaya (1900-2000): Expresiones de los máximos representantes contemporáneos de Victorio V. Suárez (Asunción: Servilibro, 2006).
(2) Inclusive hoy no nos resultan del todo extrañas las expresiones como valle, empleada en ocasiones con afecto como sinónimo de terruño natal, o con tono despectivo para referirse a personas y prácticas de procedencia rural; o arribeño, para referirse a aquellas personas que, acaso con menor arraigo, se convierten en transeúntes extranjerizados e idealizados por el cancionero popular de carácter amatorio.
(3) Véase, por ejemplo el poema «Un puñado de tierra», de Hérib Campos Cervera.
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