«Lamento arruinar la fiesta»: a propósito de los Nobel

A veces, rechazar un premio es más honroso que ganarlo. En medio de las complejas y graves implicancias del «caso Macchiarini», punta de un tremendo iceberg que apenas empieza a asomar, este año hubiera podido ser una de esas «veces». Una reflexión sobre las incidencias del capital en todos los ámbitos de la sociedad, incluida la producción intelectual y científica, hoy.

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«Soy un periodista científico. No celebro la Ciencia: la critico, porque la Ciencia necesita críticos y no aduladores».

John Hogan («Dear “Skeptics”, Bash Homeopathy and Bigfoot Less, Mammograms and War More», en: Scientific American, 16 de mayo del 2016).

Y EL NOBEL DE CORRUPCIÓN ES PARA…

Salpicado por el escándalo de fraude y encubrimiento que rodea al Instituto Karolinska de Estocolmo, el Nobel de Medicina abrió el lunes la ronda de ganadores. Una asamblea de cincuenta investigadores asociados al Karolinska elige al premiado en esta categoría cada año, y el fallo se hace público en el salón de actos del instituto. Anunciados por los voceros del Karolinska, le siguieron el Nobel de Física el martes, y el de Química el miércoles.

El crédito del Karolinska está ahora mismo en jaque por el caso del doctor Paolo Macchiarini, actualmente objeto de una investigación de la Fiscalía sueca por práctica fraudulenta y homicidio involuntario. Un extremo trágico de mala praxis que remite al hecho histórico general de que, de manera clara por lo menos desde la segunda mitad del siglo XX, la economía está modificando radical y crecientemente los objetivos y los criterios de valoración de la investigación y de la ciencia.

Investigaciones periodísticas –ante todo, el documental con el que la SVT sacudió este año al público, Los experimentos (Experimenten, Suecia, 2016), de Bosse Lindquist– e informes externos señalaron a la cúpula del Karolinska por haber desoído denuncias de miembros de la comunidad científica (como el profesor de cirugía respiratoria de la Universidad Católica de Leuven Pierre Delaere, que contactó al Karolinska en el 2011 para criticar, sin éxito, las prácticas del cirujano) sobre los métodos de Macchiarini, que realizó los primeros implantes de tráqueas sintéticas en el mundo y que tuvo que detener las operaciones debido a la muerte de varios de sus pacientes.

Pese a todas las acusaciones de falseamiento de datos e insuficiencia de ensayos contra el doctor, el Karolinska lo contrató y renovó dos veces su contrato. El Gobierno sueco acaba de destituir a toda la cúpula directiva del Karolinska y a dos de los miembros de la asamblea que elige el Nobel apenas el mes pasado, aunque ahora las luces y el ruido mediático de los galardones empiecen a generar la habitual amnesia masiva que termina por hacer invisibles todas las sombras.

El Nobel de Medicina fue anunciado el lunes por los voceros del Karolinska contra los pedidos de suspenderlo en señal de respeto por las víctimas del «cirujano estrella» de este instituto e ignorando las voces que han reclamado durante estas últimas semanas una indemnización para los familiares.

Voces como la del profesor emérito de Cirugía de la Universidad de Gotemburgo y antiguo director del Comité de Ética del instituto Bo Risberg, que declaró a la prensa que, por estar implicados varios expertos del comité del Nobel de Medicina, el premio debería ser suspendido durante dos años y que habría que entregar como compensación a las familias de los pacientes del doctor Macchiarini la suma de dinero normalmente destinada a los galardonados: «Hay que pedir disculpas a los pacientes y a sus familias y también a la comunidad científica, y una buena manera de pedirlas sería una moratoria de dos años en el premio Nobel», sostuvo en estos días el doctor Risberg, quien atribuye el apoyo del Karolinska al doctor Macchiarini a la tentación de lo que parecía un Nobel seguro y a la posibilidad de ganar más dinero con patentes. Un apoyo coherente con el escenario cultural contemporáneo, en el cual la «innovación» se suma al conjunto de las estrategias publicitarias de un modelo de negocio para el cual la ciencia y la tecnología, como todo, se orientan al mercado. Y frente al cual ya se levantan voces como las del Manifiesto de la Slow-Science Academy, de Berlín, para decir: «La ciencia necesita tiempo para pensar, tiempo para leer, tiempo para fracasar… Nosotros, científicos, no podemos decir continuamente qué significa lo que hacemos, ni qué aplicaciones puede tener, ni para qué sirve. La ciencia necesita tiempo» (The Slow-Science Manifesto, Berlín, 2010).

LAMENTO ARRUINAR LA FIESTA

En el año 2008, en diciembre, pocos días antes de la entrega de los Nobel, se inició una investigación criminal contra el Comité del Nobel que acababa de otorgar el premio de ese año en Medicina al virólogo alemán Harald Zur Hauser (Gelsenkirchen, 1936) por sus estudios sobre la relación entre el virus del papiloma humano y el cáncer cervical. Dos empresas consultoras de los Nobel (Nobel Media y Nobel Webb) habían recibido millones de dólares del gigante farmacéutico Astra Zeneca, propietario de las patentes y las regalías de las dos vacunas contra dicho virus disponibles en el mercado (Gardasil y Cerverix). El fiscal del Estado sueco Christer van der Kwast ordenó una investigación criminal la víspera de las ceremonias en Estocolmo. Van der Kwast, secamente, declaró: «Lamento arruinar la fiesta». Mientras tanto, la radio estatal, Sveriges Radio, reportó que el profesor de investigación metabólica Bo Angelin, del Karolinska, una de las cincuenta eminencias del Comité del instituto que eligen al premiado en Medicina, trabajaba como asesor científico de Astra Zeneca, y que Bertil Fredholm, presidente del comité de cinco personas que selecciona a los candidatos sobre los que se pronunciará el jurado, había trabajado como consultor para Astra Zeneca hasta el 2006.

Mientras las empresas farmacéuticas atacan a la homeopatía, y mientras otros (ya sean tontos útiles, ya sean, por el contrario, interesados y nada tontos) las secundan dirigiendo a la opinión pública contra las «seudociencias», etcétera, se soslaya el gravísimo –y, sobre todo, mucho menos fácil de atacar y mucho menos comprendido, mucho más estructural y potencialmente esclarecedor, y, por todo ello, mucho más importante– problema del fraude y la mala praxis oculto en la zona de opacidad y penumbra de sus relaciones con la comunidad científica. No es raro que las empresas, farmacéuticas o no, defiendan sus ganancias, y aun que para ello jueguen sucio, pero que el público, sin nada qué ganar, se aleje de la comprensión crítica del conocimiento por una divulgación ingenua, un anticientífico culto a la ciencia y un irracional racionalismo es cómico y triste. «Durante décadas, físicos como Stephen Hawking, Brian Greene y Leonard Susskind han defendido la Teoría de las Cuerdas y la Teoría del Multiverso como las mejores descripciones de la realidad. El problema es que ni las Cuerdas ni los Multiversos se pueden detectar experimentalmente. Ninguna de estas teorías es falsable, lo que las haría por definición tan “seudocientíficas” como la Astrología y el Psicoanálisis de Freud», escribe el periodista, escritor y director del Center for Science Writings del Stevens Institute of Technology John Hogan. «Soy un escéptico», dice Hogan con humor, «pero uno con “e” minúscula, no un Escéptico con “E” mayúscula. No pertenezco a sociedades de escépticos, ni me relaciono con personas que se identifican con el Escepticismo con “E” mayúscula. Ni con ateos. Ni con racionalistas. Cuando todas estas gentes se reúnen, se vuelven una tribu. Se dan palmaditas en la espalda y se adulan unos a otros diciéndose lo inteligentes que son en comparación con los que están fuera de su tribu. Sin embargo, la pertenencia a una tribu suele volverte aún más tonto» (John Hogan, «Dear “Skeptics”, Bash Homeopathy and Bigfoot Less, Mammograms and War More», en: Scientific American, 16 de mayo del 2016).

POR LA CIENCIA REAL, REBELDE Y CRÍTICA

Cuando John Hogan señala que la Teoría de las Cuerdas no es falsable, no lo hace para descalificarla, sino para indicar que, si seguimos rectamente el juego de descalificar como «seudocientífico» por infalsable el inconsciente freudiano, tendríamos que hacer lo mismo en este caso. Es decir, indica el sesgo de un supuesto «escepticismo» que no es tal. ¿Por qué se impone, entonces, a tanta gente? Tal vez haya que acudir a los pesos pesados de la filosofía: «Son los intereses sociales los que determinan la dirección, las funciones y la velocidad del progreso técnico», escribe Habermas. «Pero estos intereses definen al sistema social tan como un todo, que vienen a coincidir con el interés por el mantenimiento del sistema»; y, añade más adelante, «el progreso científico-técnico sometido a control se convierte él mismo en fundamento de la legitimación» (Jürgen Habermas: Ciencia y Técnica como «ideología», Madrid, Tecnos, 1986). Por eso la ciencia necesita críticos, no aduladores; por eso hay cada vez más conflictos y voces disidentes en la propia comunidad científica; por eso esa crítica a la ciencia institucionalizada es a la vez tan importante y tan difícil; por eso es estructural.

«La pertenencia a una tribu suele volverte aún más tonto», dice el artículo arriba citado de John Hogan. Por desgracia, como seguramente Hogan sabe de sobra, no siempre son meras tonterías. Eso podría ser inocuo, y hasta hilarante. Materia prima para chistes –que nunca viene mal, por mucho que abunde–, y solo eso. Ojalá fuera así. Pero utilizar ahora, actualmente, tan entrado ya el siglo XXI, la ciencia como único criterio lícito de racionalidad no solo es un monismo simplificador propio de mentes simples, o tal vez poco cultivadas, que ignoran la reflexión epistémica de, como mínimo, los últimos cien años, o que, sencillamente, quizá no son capaces de entenderla, y aún menos de admitirlo. No, es mucho peor: es útil.

Útil en el más siniestro de los sentidos. La competencia comercial en un mercado global de miles de millones de dólares está comprometiendo la integridad profesional y moral de un número considerable de investigadores, y sus intereses y los de los patrocinadores ya han afectado en varios casos la regulación por parte de los estados nacionales, lo cual no impulsa ni beneficia a la ciencia, sino a la industria, a los negocios, a la empresa.

No solo no beneficia a la ciencia, sino que en cierto grado la perjudica. Como dice con meridiana claridad el lingüista, científico de la información y creador del Instituto para la Información Científica (Filadelfia) Eugene Garfield: «La fascinación masiva del gran público con el progreso científico en sus manifestaciones espectaculares puede parecer ingenua e inofensiva, pero deja de ser benigna cuando afecta las agendas políticas y las expectativas de aquellos que controlan las fuentes de financiación de la actividad científica» («Fast science vs. slow science, or slow and steady wins the race», en: The Scientist, 17 de septiembre de 1990).

SABER (PENSAR, CRITICAR) «DEMASIADO»

Y si esto no les preocupa a muchos, consideren que –para hablar de algo que sí les interesa cada vez más, cuando no les obsesiona, a casi todos– estos mecanismos, en el caso, por ejemplo, de la Medicina, amenazan los derechos humanos y la salud pública. Piensen, por no ir más lejos, en los muchos casos parecidos al del doctor Macchiarini que se conocen. ¿Qué hay detrás? La carrera por la «excelencia» –que supone la noción de un pensamiento o un talento cuantificable, mensurable con variables, si analizan la literatura existente al respecto, absurda y aberrantemente simples y ajenas a lo propiamente científico, y aun a lo propiamente intelectual, sensu stricto–, por el «éxito» –un «éxito» que no tiene nada que ver con las verdaderas satisfacciones y pasiones de un intelectual ni de un científico en cuanto tales, sino más bien con las repercusiones sociales de su actividad, repercusiones convertidas, por el «ethos» vigente, en imperativo y en meta–, por la «innovación» –en un sentido que hace hablar ya a algunos científicos rebeldes de «innovación basura»–. ¿Y qué hay detrás de estas ideas abstractas e incorpóreas? Realidades bien concretas. Capital, política, poder corrupción, alianzas, manipulación, ganancias, desinformación. Muerte.

Cuando los intereses del poder entran en juego, la crítica se vuelve peligrosa. Es conocido el caso del bioquímico Jeffrey Wigand. «Estoy cansado de esconderme en un hotel y de vivir como un animal. Quiero ir a casa», clamaba el doctor Wigand en el escalofriante reportaje de Marie Brenner «The Man Who Knew Too Much» (Vanity Fair, mayo de 1996). Poco antes era respetado y rico. Pero también era un científico, y B&W, la empresa en la que trabajaba, añadía químicos al tabaco para causar adicción y aumentar sus ganancias. Así que habló. Habló con Lowell Bergman, periodista y productor del programa de la CBS 60 minutos. Fue su boleto al infierno. Su esposa lo echó de su casa al encontrar en el buzón una amenaza de muerte y una bala. El doctor Wigand tuvo que registrarse en un hotel con un nombre falso. «Si logran arruinar mi reputación, nadie se atreverá a hablar después», comentaba a Brenner en 1996.

La manipulación de la evidencia científica, manipulación en ocasiones ligada por una compleja e intrincada red de intereses, generalmente poco o nada conocidos (y a los que no es fácil seguir el rastro), a prácticamente ubicuos mecanismos mercadotécnicos, y las relaciones entre las empresas, los gobiernos, las legislaciones, las investigaciones y los fondos para realizarlas, la prensa e incluso las instituciones académicas, no siempre son visibles sencilla y directamente.

Los científicos honestos que han denunciado casos concretos de fraude no han tenido siempre la repercusión que esperaban con sus palabras, análisis y monografías. Los pensadores y científicos críticos que impugnan los diversos aspectos del modelo de organización y valoración de la actividad científica hoy vigente no suelen tener mucho impacto con sus informes independientes. Esto no es contra la ciencia: es por la ciencia, contra sus falsos amigos y sus enemigos reales, y contra el caótico ruido que, en medio del exceso de información, desinforma, y que oscurece las peligrosas incidencias del capital en todos los ámbitos de la sociedad humana, incluida la producción intelectual y científica, hoy.

¿NOBEL? NO, GRACIAS, YO PASO

En Unhealthy Pharmaceutical Regulation: Innovation, Politics and Promissory Science (Nueva York, Palgrave Macmillan, 2013, 336 pp.), los investigadores del Kings College de Londres Courtney Davis y John Abraham se preguntan: «¿Pueden las políticas de un gobierno determinar cómo se evalúa la eficacia de los medicamentos?» Y responden: Sí. En Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima (Madrid, Paidós Ibérica, 706 pp.), Naomi Klein, frente a las actuales emisiones globales de dióxido de carbono en un máximo histórico, plantea que «No se han hecho las cosas necesarias para reducir las emisiones porque son cosas que están en conflicto con los fundamentos del capitalismo desregulado».

Los trabajos de los científicos galardonados esta semana con los premios Nobel 2016 de Medicina, Física y Química son fascinantes, y admirables sus méritos, que saludo con el mayor respeto. Pero, como ese gran espadachín que era Mark Twain dijo en algún lado (lo cito de memoria; excusas por cualquier imprecisión), a veces rechazar un premio es más honroso que ganarlo. Me temo que acabo de hacer un cover bastante libre de lo que dijo Mark Twain, pero les aseguro que también muy afín al espíritu de su frase, como, si se molestan en buscarla, podrán comprobarlo. Este año, dadas las complejas implicancias del «caso Macchiarini», punta de un tremendo iceberg que apenas empieza a asomar, me atrevo a decir que hubiera podido ser una de esas «veces».

El primer testamento de Alfred Nobel (1893) destinaba el sesenta y cinco por ciento de su herencia a la Real Academia de Ciencias para premiar «el trabajo más importante y pionero en el amplio dominio del conocimiento y del progreso, excepto en los campos de la medicina y de la psicología». Su segundo y definitivo testamento (1895) precisó los cinco premios que debían concederse anualmente: Química, Física, Literatura, Paz y Medicina. En 1969, el Banco Central de Suecia creó un sexto premio anual, el Nobel de Economía.

Pocos han rechazado un premio Nobel desde entonces. Muy pocos. En general, no solo se trata del Nobel: muy pocos intelectuales, científicos y artistas han rechazado premios tan prestigiosos. Los contados casos conocidos suelen tener el común denominador de una oposición personal; oposición, por ejemplo, a las políticas de las instituciones o los gobiernos que los otorgan. El rechazo al premio suele responder, así, a una necesidad interna de independencia o lealtad a cierta ética propia y puede ser una toma pública de posición frente a algo o incluso una forma pública de protesta.

Es famoso el caso del filósofo Jean-Paul Sartre, que declaró que, como escritor, «no iba a permitir que lo convirtieran en una institución». O el del vietnamita Le Duc Tho, que se negó a recibir el Nobel de la Paz compartido con Kissinger y dijo públicamente: «¡Mi país no tiene paz!».

Se dice, por otra parte –es una especie de leyenda–, que el gran Nikola Tesla rechazó un premio Nobel. Hasta donde yo sé, esto no ha sido nunca confirmado. Pero no me resulta difícil imaginarlo. Lamentablemente, tampoco me es difícil imaginar que ni siquiera hayan pensado en dárselo.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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