La vía dorada del infinito

La prosa es atea, y la poesía, religiosa, plantea –remitiéndose a Guyau– Cristino Bogado en esta lectura del quinto poemario de Alberto Sisa (Asunción, 1966), El árbol de Pedrito y otros poemas –libro cuyo punto de partida fue un añoso árbol de tajy que se encuentra en pleno centro de la ciudad de Asunción–, recientemente publicado por el sello Arandurã.

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La prosa es atea; la poesía, religiosa. La primera se inclina sobre las pequeñas cosas de la vida cotidiana, no importa cuán ínfimas y deleznables aparezcan, ese es su campo de observación y afecto, el objeto mínimo, la apariencia multicolor de la realidad. Hace un muestrario, digamos, inmanente del mundo. La segunda, en cambio, busca siempre religar microcosmos y macrocosmos, el atman con el brahmán. Cuando toca las cosas, en realidad tantea el infinito que se oculta en ellas. Explícitamente se puede constatar esto en «El universo en una poesía» («Si escribiera una poesía / que contenga el universo todo»).

Por eso la broma de Marcel Aymé en El confort intelectual, donde proclama que la poesía ya es superflua en nuestro tiempo («Se ha dicho que la historia es una carga que la humanidad ha dejado atrás. Creo que la poesía es una carga aún más pesada»). La literatura científica, entre todas las escrituras que emplean la prosa, es la más prosaica. Por ejemplo, la de Stephen Hawking, de quien se ha dicho que ha querido ¡cuantizar el universo entero! Reducir el universo a partícula, una tarea totalmente irreligiosa desde el punto de vista que, un poco parafraseando algunas páginas magistrales de Guyau (La irreligión del porvenir), hemos planteado.

En este libro, una miscelánea de prosa y versos, de Alberto Sisa encontramos esa pulsión, llamada por Guyau «religiosa» y que, desde nuestra perspectiva, es poética, pues cuando estira la mano, para sentir la realidad de un objeto, hacia un árbol de una calle cualquiera de Asunción, un tajy de Ñanderuvusu, en realidad se afana por tener contacto con el infinito.

La prosa del mundo no desanima a Sisa. En un poema de tonalidad baudeleriano-cioraniana («Desilusión en el supermercado»), al contemplar extasiado el esplendor de una joven no deja de leer bajo esa imantación obnubilante la verdad de la caducidad, la vejez y la muerte. La joven ya está muerta bajo la luz del poeta. Porque este, cazador de infinitos, no se queda apenas con la parte, sino que busca abrazar obsesivamente el todo de ese tropo humano. El poeta llega por otros medios a la verdad del físico: el universo ya no es «todo lo que existe». Ahora significa «todo lo que puede existir». Como anunciara el mago Hölderlin, adelantándose a Schrödinger: «vivir es una muerte, y la muerte es también una vida».

La poesía es aquí una calle con un agujero por el que Alicia se escabulle de los males del mundo. Aquí crece la flor del paraíso, la rosa azul de tanto cianuro de biblioteca medieval. Las fotos son más reales que las mujeres de carne y hueso, como en Heinrich Heine. El poeta vive aquejado de fotoamoríos, de iconofilias. En la cita con el alma gemela hay resonancias fatales. La vida es una caja de poemas recortados de periódicos, obra de Joseph Cornell. Las conejitas de Playboy escriben versos. El zarpazo de luz, el poema, que habita poéticamente más allá del umbral de la percepción obtusa del hombre actual. O mejor, la pelota misil pateada con un derechazo por Fidel Trigo en mitológico tiempo derribando un avión…

Resumiendo, para Sisa nuestra vida agoniza entre dos libros: Ateo portátil (1), de Hitchens, y Enrique de Ofterdingen, de Novalis, es decir, entre la partusa por la muerte de un fantasma y la rosa azul que inflama el Poema.

Alberto Sisa

El árbol de Pedrito y otros poemas

Asunción, Arandurã, 2018

166 pp.

Notas

(1) Que Omar Khayyám, siendo poeta, aparezca antologado por Hitchens como ateo es un típico malentendido inglés debido a la mala traducción de Fitzgerald en el siglo XIX. También en la edición crítica del autor de La Lechuza Ciega (1953), Sadegh Hedayat, realizada cuando este autor iraní tenía veinte años, Khayyam es homologado a figuras cercanas al ateísmo (Epicuro, Goethe, Shakespeare) y, sobre todo, al pesimismo (Lucrecio, Schopenhauer). Pero aun hay voces, en las últimas ediciones críticas, que empujan a Omar hacia el sufismo... Khayyam, dice E’tessam-Zadeh, no es un sufí ordinario. Pertenecía a una rama curiosa de la secta sufí llamada «melamétiyeh» («los culpables») cuyos seguidores ponían una especie de obstinación en juzgar mal a los ignorantes. Con este fin, cometieron abiertamente todos los actos que el mundo está acostumbrado a considerar como pecados, porque encontraron una especie de disfrute en ser encontrados «culpables» por aquellos a quienes despreciaban.

Sobre el autor

Alberto Manuel Sisa da Costa nació el 6 de octubre de 1966 en Asunción, Paraguay. En 1989 egresó de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Asunción. Ha trabajado como periodista en varios diarios nacionales, como Noticias, Hoy, El Día, Última Hora y El Popular, y actualmente trabaja en la Biblioteca Municipal de la Manzana de la Rivera. Ha publicado hasta la fecha cinco libros, todos de poesía: Atalaya de los sueños (Asunción, Oasis, 2001, 119 pp.), Evasiones peregrinas (Asunción, Servilibro, 2006, 112 pp.), Peatón alucinado (Asunción, Arandurã, 2010, 116 pp.), Cenizales de fuego (Asunción, Arandurã, 2014, 108 pp.) y El árbol de Pedrito y otros poemas (Asunción, Arandurã, 2018, 166 pp.), reseñado aquí.

kurubeta@gmail.com

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