La verdadera pelea

Adiós a un invicto: sobre el más largo y difícil combate de Mohamed Ali, nacido Cassius Marcellus Clay, Jr. (Louisville, Kentucky, 17 de enero de 1942-Scottsdale, Arizona, 3 de junio del 2016).

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Entre 1960, año de su debut como boxeador profesional, y 1963, Cassius Clay, nacido el 17 de enero de 1942 en Louisville, Kentucky, ganó diecinueve peleas, quince por knock out, y, en 1964, el título de campeón mundial de los pesos pesados al vencer a Sonny Liston. Al año siguiente le concedió la revancha; el encuentro apenas duró un minuto: un invisible, aún hoy discutido, golpe dio con Liston en la lona. Afea las pullas y alardes de ingenio del entonces joven y en ascenso Clay la triste historia de Liston, amarga historia, como tantas, de un expresidiario malencarado y agresivo fuera del ring, acaso porque nadie lo trató con respeto en toda su miserable vida de negro brutal, conforme, al fin, al estereotipo que acuñó el racismo, y que terminó en oscuro suicidio –o sobredosis, o ajuste de cuentas– en Las Vegas. Su título de campeón no le valió la aceptación social a ese analfabeto con antecedentes penales, uno de los veinticinco hijos de un recolector de algodón de Arkansas, al que Clay noqueó la primera vez en seis asaltos, mientras que en la revancha solo necesitó uno para, al terminar el combate, volar a la esquina de los reporteros y gritarles veinte veces: «Nadie me hará callar nunca». Y nunca lo hicieron callar. La hostilidad contra el que para entonces ya había adoptado el nombre de Mohamed Ali –que tanto individuos como medios de prensa se negaron a utilizar durante años– subió de tono cuando rechazó, por su nueva religión, el llamado del ejército a filas, y cuando se manifestó en contra de la guerra de Vietnam. El viernes 21 de abril de 1967, en declaraciones a la prensa que dieron la vuelta al mundo, fue claro: «Yo no llevaré un uniforme militar bajo ninguna circunstancia», y cuando alguien le preguntó si cumpliría su servicio como no combatiente en tareas auxiliares, dijo: «No». «El verdadero enemigo de mi pueblo está aquí, y no en Vietnam». Una semana después, en el centro de entrenamiento del ejército, en Houston, en silencio e inmóvil, ignoró los llamados del oficial de alistamiento, que procedió a informarlo de la pena a la que se exponía por desertor. Ese día, el 28 de abril, la Comisión Atlética del Estado de Nueva York lo despojó del título mundial y de la licencia de boxeo, y el 20 de junio el Tribunal Federal de Houston lo condenó a cinco años de cárcel y diez mil dólares de multa. En libertad bajo fianza, apeló a un tribunal de Houston, y luego a uno de Nueva Orleans; ratificaron la condena. Su suerte dio un giro cuando, en 1970, un juez federal de Texas consideró la suspensión «arbitrarla e irrazonable» y poco después recuperó la licencia para boxear. Convertido –diría entonces la prensa– en «sombra del otrora campeón e invicto», logró dos victorias antes de perder el combate por el título contra Joe Frazier al año siguiente. «Hubo el sentimiento de asistir al final de una leyenda», dice de esa derrota –la primera– la edición del 10 de marzo de 1971 del diario español La Vanguardia (que lo muestra en una foto con la leyenda: «Cabizbajo y hundido, más que sentado, en el taburete de su rincón, Cassius Clay es la viva estampa del ídolo roto...»). En junio, el Tribunal Supremo anuló la condena por motivos formales –como las escuchas telefónicas del FBI–, y él volvió a enfrentarse a Frazier en enero de 1974 en un combate poco lucido que ganó por puntos y tras el cual nadie esperaba ya mucho de Ali. Y fue justo entonces, meses después, cuando, contra todo pronóstico, se convirtió de nuevo en el campeón del mundo de los pesados y en el segundo boxeador (luego de Floyd Patterson) que reconquistó ese título, el título que siete años antes, fuera del cuadrilátero, la Ley le había arrebatado –«el título que me robaron», precisó a la prensa, luego del triunfo–, al derribar por knock out a George Foreman en la primera derrota del hasta entonces invicto tejano frente a ciento veinticinco mil espectadores –que en su mayoría gritaban: «Alí boma ye» (Alí, mátalo)– en el estadio Veinte de Mayo de Kinshasa, la capital del Zaire, entonces bajo el dictador Mobutu Sese Seko, a las cuatro horas y cincuenta minutos del miércoles 30 de octubre de 1974, en el octavo asalto del que sería bautizado para la posteridad como «el Combate del Siglo».

Catorce años atrás, de regreso de las Olimpiadas de Roma, con la medalla de oro ganada por él para Estados Unidos sobre el pecho, lo recibían como a un héroe patrio en su natal Louisville, y en el porche de su casa ondeaba la bandera de las barras y las estrellas sobre los peldaños, pintados de blanco, azul y rojo. Cuando esa semana, invitado por el alcalde para impresionar a unos visitantes, fue al ayuntamiento con su medalla, no sabía que pronto se llamaría Mohamed Ali y que se negaría a ir a Vietnam, pero faltaba muy poco, porque al salir del ayuntamiento fue a un restaurante con un amigo negro, pidieron dos hamburguesas y dos milkshakes, la camarera se negó a servirles y cuando alegó: «Soy Cassius Clay, el campeón olímpico», la voz del dueño no se hizo esperar: «¡No me importa quién seas! Aquí no servimos a negros». Camino a casa, al cruzar un puente, Cassius Clay arrojó la medalla de oro al río Ohio.

Malcolm X
Malcolm X

Y el 25 de febrero de 1964, cuando peleó contra Liston, una máquina de pegar llena de ruido y de bronca que le había arrebatado el título a Floyd Patterson en dos minutos y seis segundos, y cuando, apostando por él, en el Convention Hall de Miami, estaba Malcom X, que, frente al pacifismo de Martin Luther King, con la Nación del Islam, se negaba a poner la otra mejilla, Cassius Clay ya empezaba a ser uno de ellos. Sonny Liston no era querido; no era un «negro bueno», pero los alardes verbales del joven Clay ya despertaban recelos: «De pronto», escribió Murray Kempton en The New Republic, «todos en la sala odiaban a Cassius Clay. Liston era ahora nuestro policía, el negro corpulento al que le pagamos para mantener la fila de negros».

John Douglas, noveno marqués de Queensberry, es recordado, entre otras cosas, porque dio al boxeo moderno sus reglas (usar guantes de cuero, dividir en asaltos de tres minutos las peleas, etcétera), y por su risible falta de ortografía en aquella tarjeta dirigida al amante de lord Alfred Douglas, su hijo, que le dejó en su club: «To O. W. posing as a somdomite». Cuando lo demandó, Oscar Wilde estaba en la cima, sus obras se representaban en el West End y era tan admirado por sus libros como por su ingenio, que se disputaban todos los salones. Aunque Wilde no pudiera imaginar –y dudo que no pudiera hacerlo– cuántos testimonios en su contra podía reunir su rival, ni cuánta envidia despertaba su brillo, ni cuánto secreto rencor nutrían –aun en ese mismo gran mundo que, al verlo en su auge, las aplaudía– sus radicales opiniones y actitudes, ni de cuánto sadismo eran capaces la prensa y un público tan capaz de deleitarse en destruir como en encumbrar, demandar al marqués de Queensberry era un suicidio. Si de haber guardado las apariencias, hubiera seguido como niño mimado de la hipócrita sociedad inglesa, no lo sabemos, pues no las guardó: demandó por difamación al marqués y reclamó justicia por el agravio, lo que supuso destapar el escándalo de su amorío con Bosie, volverse impresentable, ir a la cárcel y morir en el olvido y la sórdida pobreza. «He puesto mi genio en mi vida, y solo mi talento en mi obra», dijo; otro tanto cabe decir de Mohamed Ali. No porque uno y otro sean poco en las letras o el boxeo –ni, a fuer ambos de ingeniosos, cada uno a su modo, en las letras del boxeo (Ali) o el boxeo de las letras (Wilde)–, sino porque, fuera del citado marqués, otro punto en común entre los dos es el enfrentamiento solitario al poder, el desafío al insulto de la masa, la certeza de que a la larga el porvenir celebrará ese triunfo de uno solo contra todos. A Clay, el gran coro de las voces que le escupían en masa «antipatriota» y «cobarde» –como tampoco a Wilde las que le gritaban «sodomita» y cosas peores– nunca lo hizo retractarse. Mohamed Ali no fue perfecto; encuentro crueles sus ataques a Liston –al menos, a mí me saben algo amargos porque Liston, de algún modo, me parece merecer más comprensión–, por ejemplo, y seguramente ese no es el único punto flaco que cabe hallar en sus opiniones, pero, si en alguna erró, acertó en sostenerlas como lo hizo. La Ley le robó los mejores años de una carrera en la cual la juventud es decisiva, pero le dio algo más grande que cualquier medalla o título de campeón de boxeo. Le permitió librar otra pelea más difícil y morir invicto, llevándose una victoria que ya no es la de los puños, sino la del corazón, que no caduca ni miente, que no obedece ni se rinde, y que nunca se equivoca.

montserrat.alvarez@abc.com.py

Oscar Wilde
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